jueves, 24 de julio de 2014

Cómo no escribir un microrrelato




Pensó en cómo escribir un microrrelato en exactamente mil doscientos veintiséis caracteres (espacios incluidos). Supuso que lo mejor y lo más simple era buscar una historia, la que fuera, escribirla en ese número de palabras y listo. Eligió la primera que se le pasó por la cabeza pero cuando empezó a volcarla al papel, la historia creció de una manera colosal. Arrancó con una semilla modesta y a las diez o doce horas de escribir sin parar, tenía un fárrago de doscientas páginas y aún no había presentando el conflicto a resolver.
No es esta la forma, se dijo.
Se sentó entonces a pensar otra historia. No la dejaría crecer en el papel sino que simplemente se la representaría en su cabeza antes de escribirla. Empezó con una idea general pero lentamente la cantidad de detalles que se sumaron segundo a segundo fue tan formidable que lo abrumó impidiéndole cualquier pensamiento no relacionado con la tarea que se había propuesto. Durante semanas no durmió, no comió, no bebió, no pronunció palabra y recién pudo juntar la fuerza de voluntad necesaria para olvidarse de la historia cuando estaba a punto de perder la capacidad de respirar.
Esto es imposible, se dijo, y abandono la empresa.

La transformación



Despertó después de un sueño intranquilo y supo que algo en su existencia había cambiado. Su cuerpo, hasta ayer firme y rígido, era ahora una monumental masa fláccida. Sintió que su cabeza había crecido desproporcionada con respecto al resto de su anatomía. Abrió los ojos con temor.
Intentó identificar dónde estaba. Demoró en reconocer que ese recinto era el mismo en el que había transcurrido toda su existencia, aunque ahora pareciese infinitamente más pequeño. Desde donde estaba podía ver los rincones en los que se había ocultado hasta anoche y en los que hoy ya no cabría.
De pronto sintió asco de su existencia anterior, limitada a procrear y alimentarse, y comprendió que ese asco era constitutivo de su nuevo estado. Tuvo, por primera vez en su vida, una idea abstracta.
Con esfuerzo se puso de pie y quedó frente al espejo. Allí, desde su colosal altura descubrió que se había transformado en la fuente de todos sus horrores, el principal depredador de su especie. Tambaleándose, cayó sobre la mesa que había en la habitación y su mano tomó la billetera. Haciendo uso de su conciencia recién estrenada, leyó el nombre grabado en ella: Gregorio Samsa.

Adicto




Es difícil, pero no imposible –dijo el médico.
Ambos padres, sentados en el sofá a espaldas del adicto, asentían con sus manos apretadas sobre las rodillas, como si estuvieran rezando.
Lo más importante –continuó el médico–, es que vos estés convencido de dejarla.
El adicto continuó en silencio. Sus padres se retorcían a sus espaldas. Ella, mordiéndose los labios, sus manos aún sobre las rodillas, conteniéndose para no ir a su encuentro y tomarlo en sus brazos. Él, con los puños apretados, como aguantando la ira que le provocaba la debilidad de ese hijo suyo que había sucumbido al demonio de la droga.
¿Estás convencido de dejarla?
Sí –dijo el adicto. Quería sinceramente compartir el odio de sus padres hacia lo único que le había dado sentido a su vida. Por eso asintió aun sin estar convencido.
Entonces –dictaminó el médico–. Vas a tener que demostrar que sos capaz de dejarla.
Recién entonces subieron los cuatro a la habitación y sacaron todos los libros, los de la biblioteca, los del placard, los que estaban debajo de la cama y, por último, el que el adicto escondía bajo la almohada.