domingo, 17 de junio de 2018

Balcones

Recién ahora le presto atención, aunque lleva bastante tiempo ahí parado. Al principio creí que estaba esperando el colectivo, pero ahora que lo observo con más detenimiento me doy cuenta que está ahí por otra razón. Es un hombre viejo, más o menos de ochenta años, pero sus ojos aún parecen conservar algo de juventud. Mira hacia la vereda de enfrente, aunque desde mi mesa no puedo saber qué mira exactamente. Su gesto cambia por momentos. Parece como si recordara. Sonríe apenas. Minutos atrás hubiese jurado que estaba llorando, pese a que su cara no expresa sentimiento alguno. Sólo sus ojos parecen decir algo.
Me paro y miro yo también, a través de la ventana del bar, hacia la vereda de enfrente. Trato de adivinar el objeto de su atención. Vuelvo la vista hacia el hombre y trazo una línea imaginaria desde sus ojos hasta el balcón de una casa antigua en la vereda de enfrente, casi llegando a la esquina. Repito la operación hasta estar seguro de haber encontrado el objeto de su mirada.
Observo con detenimiento el balcón, durante un buen rato, sin encontrar nada en él que pueda atrapar mi atención. Está abandonado, las paredes agrietadas, cubierto de yuyos. Estoy decepcionado. No sé realmente qué esperaba encontrar. Me vuelvo a sentar en mi lugar. El hombre sigue allí, de pie, inmóvil, con la vista perdida a unos pocos metros de la parada del colectivo.
Recuerda. Su cuerpo parece suspendido en el presente. Sus ojos se iluminan de pronto, acaso al recuperar la imagen grabada de ese día en que llegó al balcón y no la vio. Entonces creyó que tal vez había sido una distracción casual. La imaginó demasiado concentrada en sus tareas, olvidada de la cotidiana ceremonia de aguardarlo en el balcón, al regreso del trabajo. No quiso preocuparse. Abrió la puerta y subió las escaleras sin apuro. Le llamó la atención que la luz del pasillo estuviera apagada. Ella siempre la dejaba encendida. Si no, un día de estos nos vamos a partir el cuello, decía ella. Llegó al primer piso y fue directo al baño. La salida apurada de la oficina, el trayecto en tren y la caminata a casa, le habían despertado la urgencia. Desde el baño la llamó y no obtuvo respuesta. Tampoco dejó que eso lo preocupara. Ella siempre escuchaba la radio en la pieza mientras se arreglaba. Porque seguro estaba arreglándose para recibirlo. Odiaba tanto que él la encontrara mal peinada o vestida así nomás. En eso siempre había sido muy estricta.
Mientras se lavaba las manos recordó no haber visto en la cocina nada que le indicara que ella hubiera empezado a preparar la cena. Era extraño, pensó, que a esa hora no hubiese al menos dispuesto los utensilios sobre el mármol. Siempre lo hacía. ¿Y si estaba enferma?, se asustó por primera vez. No, al despedirse por la mañana la había visto más radiante y feliz que nunca. No podía estar enferma. Además, siempre que se descomponía lo llamaba enseguida al trabajo para que él supiera o, si la cosa era más seria, para que la acompañara a ver al doctor Fainstein. Si no había llamado, entonces seguro seguía en el dormitorio escuchando música o viendo uno de esos programas de chismes que él tanto detestaba. Pensó si no sería ésa la razón de que ella los viera, solía decirle que cuando se enojaba lo veía muy sexy. Sí, seguro que era el ruido del televisor (nunca mejor empleada esta palabra, agregó burlón) el que le impedía escuchar sus llamados. Esto lo tranquilizó.
Demoró todavía unos segundos para acomodar un poco el peinado con el que, cada vez con más trabajo, ocultaba su incipiente calvicie. Un día de estos me rapo, amenazó a ese cuarentón de profundas entradas que lo miraba preocupado desde el espejo. Casi al instante se arrepintió de ese pensamiento. No, a ella le gustaba el pelo largo, cómo se le iba a ocurrir raparse. Entonces repitió, ahora en voz bien alta: Mi amor ¿Dónde estás?
El silencio que recibió en respuesta lo golpeó como un puñetazo en el pecho. Súbitamente se quedó sin aire, como si hubiera corrido sin detenerse desde la oficina. Tuvo que abrir bien grande la boca para aspirar y recuperar la voz. No gritó. Salió del baño corriendo mientras repetía su nombre, cada vez más alto pero sin demostrar la desesperación que repentinamente lo había asaltado. Llegó al dormitorio. La puerta entornada le dejó ver, antes de abrirse por completo, el cuerpo de Marian. Estaba tendida sobre la cama, la cara hundida sobre la almohada. La llamó una y otra vez hasta llegar a su lado. Todavía le quedaba una mísera esperanza de que ella estuviese distraída o que todo fuera una broma. Hasta intentó creer que en realidad dormía y que al tocarla despertaría. La giró y la tomó en sus brazos y la besó con la inútil esperanza de que sus besos le devolvieran la vida.
Después… después lo de costumbre. Los arreglos burocráticos, los pésames de conocidos y compañeros del trabajo, las palmadas en la espalda, los abrazos de los amigos, los consejos, los “la vida continúa”, “ella no querría…”, y la promesa estéril de nunca más abrir la puerta de esa habitación, de jamás volver a mirar hacia ese balcón con la esperanza de verla.
Y la vida continuó, lenta como un aceite rancio que se derrama y que jamás acaba de hacerlo por completo. Cuando parece que es el final, surge una gota que se estira hasta llegar al suelo y con un latigazo vuelve a crear otra nueva allá arriba que continúa derramándose y así hasta que uno desea que todo acabe.
Finalmente, el peso de los recuerdos hace que las lágrimas escapen de los ojos del hombre. No me animo a mirarlo ahora, avergonzado. Vuelvo entonces la vista al interior del bar. El mozo cree adivinar una señal en mi mirada y viene hacia mí con la cuenta. Pago y salgo a la calle. El hombre ya no está parado en la vereda. Miro durante unos segundos hacia el balcón al que él miraba hasta hace apenas unos momentos. Las plantas ya marchitas y los yuyos que aprovechan la tierra acumulada en las grietas para aferrarse desesperados a la vida, parecen ahora cobrar una significación que hace unos minutos no supe ver.
Vuelvo a pensar en el hombre. Vuelvo a sentir su pena. Necesito verlo nuevamente. No sé por qué, pero necesito encontrarlo. Como si supiera que él tiene algo que decirme. Algo que me llevaría la vida entera comprender. Corro desesperado hacia la esquina y doblo por instinto hacía la derecha. Sigo unos metros y me detengo. No sé si mi carrera me acerca o me aleja irremediablemente del hombre. Camino en círculos durante horas. Vuelvo a pasar frente al bar y me detengo en el mismo punto en el que estaba el hombre, como si eso pudiera traerlo de vuelta. El mozo se acerca curioso, quizás cree que olvidé algo en el bar. Antes de que llegue a la vereda, me alejo hacia la esquina. Camino a cada paso con menos esperanza. Miro a los ojos a los que se cruzan en mi camino. Es lo único que puedo recordar del hombre. Creo que jamás podría reconocerlo de otro modo. La oscuridad se hace demasiado densa.
Frustrado, vuelvo a casa. Subo la escalera a oscuras. Llego al primer piso. Sobre el mueble del recibidor está la foto de ella. Sonríe. La miro y, una vez más, tiro el portarretratos al cesto de los papeles. No importa, seguramente el martes, cuando vuelva la mujer de la limpieza, lo va a poner otra vez sobre el mueble. Algún día, supongo, juntaré el coraje suficiente como para meterlo en una bolsa y dejarlo en la puerta de calle para que se lo lleve el basurero.
No tengo hambre pero debería comer, o al menos eso dice mi médico. En el freezer seguro voy a encontrar algo, lo caliento en el microondas y listo. La puerta del congelador se resiste, tiro con fuerza y de golpe me asalta la visión de su contenido. Está lleno de bolsitas prolijamente ordenadas. No necesito leer las etiquetas para saber qué dicen, “milanesas”, “pollo deshuesado”, “filet de merluza”... Cada una con la fecha de envasado escrita con su letra prolija. Cierro la pequeña puerta. Mejor pido algo. Empanadas, pizza, cualquier cosa. Busco el teléfono.
—Hola, sí…
—¿Qué tenés? …
—¿Empanadas? Bueno…
—Media docena…
—¿De qué tenés?…
—Sí, está bien…
—También…
—¿Número de cliente? No…
—Con 200 pesos… bueno, espero.
Del otro lado cortan. Me quedo unos segundos escuchando el silencio en la línea. Trato, sin lograrlo, de recordar los gustos que pedí. Cuelgo el teléfono y miro el número en el panel del contestador. Me indica que tengo siete mensajes. Aprieto el botón “delete” hasta que el aparato marca 0 otra vez. Podría desconectarlo. No, mejor así. Si no respondo quizás se cansen y dejen de llamarme para dar consejos o invitarme a almorzar, a cenar, o a tomar un café. Voy al living. En el sofá están las sábanas y la manta prolijamente dobladas. Las levanto y las huelo. Están limpias. La mujer de la limpieza las debe haber cambiado. Voy hasta el baño y recién en medio del pasillo me doy cuenta de mi error, al pasar frente a la puerta de la habitación cerrada con llave. La miro como si pudiera ver, a través de la madera lustrada, la cama todavía deshecha, el placard abierto con su ropa y el resto de la mía que ya no volveré a usar. Un poco más allá, las cortinas corridas, los ventanales cerrados y el balcón con las plantas que ya han empezado a marchitarse. Seguramente, pienso, con el tiempo serán reemplazadas por algunos yuyos, más resistentes, que aprovecharán la tierra acumulada en las grietas, para aferrarse desesperados a la vida.



lunes, 11 de junio de 2018

Feria artesanal


Myriam siempre tuvo una gran debilidad por las ferias artesanales. Yo, en cambio, jamás pude tolerarlas. No es que simplemente me desagradaran, las odiaba con verdadero apasionamiento. Llevábamos dos años en pareja y hasta ese momento yo siempre había encontrado alguna buena excusa y alguien —una amiga en común, o a veces alguna compañera de trabajo— en quien delegar la ingrata tarea de acompañarla en sus periódicas visitas. Sin embargo, cuando abrieron la feria del puerto me fue imposible encontrar quién me suplantara y no me quedó otro remedio que acompañarla.
—Pero... ¿qué es lo que te molesta? —preguntó Myriam.
—Mirá —dije—. A mí me gusta que me atienda alguien que conozca realmente el producto que vende.
—¿Y eso? ¿Me vas a decir que los artesanos no conocen lo que venden?
—Primero, no todos son artesanos, segundo, cuando el tipo que hace aritos se raja a mear le deja el puesto al vecino más cercano, que hoy puede ser el vendedor de pipas para fumar marihuana y mañana la mina que hace espejos repujados o muñecos de goma espuma — dije, y sin esperar su respuesta—. Ahora, cuando el que te atiende es el propio artesano, es peor. Si le preguntás cuánto sale la porquería que está vendiendo el tipo te mira con desprecio, maldiciendo que sus obras maestras vayan a parar al living comedor de burgueses despreciables como nosotros, que apenas tenemos el mérito de contar con los doscientos pesos que él dice que vale su porquería.
Myriam prefirió reírse pero aun así no pude hacerla cambiar de opinión.
Ahora me doy cuenta, sin embargo, que además de estas cuestiones, más bien inocentes, había otra cosa que me mantenía alejado de las ferias artesanales. Algo que entonces no alcanzaba a comprender y que, acaso por eso, me aterraba. No era algo obvio, algo que pudiera reconocerse a simple vista, como la suciedad o el desorden, sino una razón más perversa, mucho más oscura, que entonces no hubiera podido explicar.
Ni bien dejamos el auto en un descampado, regado de culos de botellas y latas oxidadas, y abonamos el estacionamiento por adelantado —como si previeran que uno podría no salir con vida de ese lugar— ensayé una última excusa para quedarme fuera, tomando un café en el bar que estaba en el bulevar frente a la entrada. Fue inútil, Myriam insistió y yo me resigné. Entramos primero a través de un largo pasillo repleto de quioscos de bisutería. Myriam, para mayor tortura, se detenía y examinaba en cada uno de ellos unos aros que me resultaban todos iguales. La visión de uno sólo era suficiente para saber que no iba a gustarme ninguno. Sin embargo, cada dos o tres minutos tenía que poner cara de estúpido y responder con un qué bonitos, estos me gustan más, aquellos son más formales.
La cosa continuó así más o menos a lo largo de doscientos metros de puestos. Después vendrían los pañuelos y las bufandas, los adornos para la casa, los espejos biselados, los duendes, los juguetes “ecológicos” (luego de intentar, sin éxito, que alguno de los vendedores me indicara qué tenían de ecológicos sus juguetes, me limité a desear que todo terminara de una vez). Más tarde seguirían los perfumes de imitación y los remedios naturistas. Myriam se detuvo frente a un tablón mugriento dividido en dos. De un lado había yuyos secos que para lo único que parecían servir era para una fogata, exhibidos en cajitas de madera con carteles que decían: “Para la garganta”, “Para el dolor de cabeza”, “Para la gota”...
—Siguiendo esta lógica, hubieran podido agregar otros cartelitos que dijeran “Para el HIV, “Para el cáncer de hueso”, total, no creo que estos yuyos de mierda sean menos eficaces para el SIDA que para el mal aliento —dije, suponiendo que a Myriam no le iba a resultar gracioso mi comentario.
No me respondió.
Por suerte no nos quedamos mucho tiempo en ese sector.
Lo que siguió fue lo que di en llamar “El patio de comidas”. A Myriam tampoco pareció gustarle esta humorada.
—Seguramente lo que venden acá es mucho más sano que lo que comés en McDonalds —dijo.
Estuve a punto de discutir su afirmación; primero, porque no debo haber ido a McDonalds más que una docena de veces en mi vida; segundo, porque los pasteles, las empanadas y los “sanduiches” (así decía el cartel) que teníamos delante no resistían la menos esmerada inspección bromatológica. Sin embargo, decidí que era mejor dejar el comentario sin respuesta.
Por suerte, Myriam, por más que no lo confesara, compartía mis reparos así que pudimos esquivar las ofertas de los mercaderes de comida, aun la del viejo mugriento que, cuchillo de carnicero en mano, me ofrecía amenazante un sospechoso pedazo de queso de campo.
Seguimos adelante. Myriam parecía cada vez más interesada en los objetos insignificantes que encontraba a cada paso. En determinado momento, aburrido, más bien francamente asqueado por el lugar, le pedí que abreviáramos nuestro recorrido. Ella pareció no escucharme.
—Estoy cansado —le dije—, me voy a tomar un café al boliche que está frente a la entrada.
—Andá, yo salgo en un ratito —dijo, finalmente vencida por una resistencia tenaz que yo llevaba varios minutos ejerciendo como al descuido.
Sabía que el “ratito” de Myriam podía extenderse más allá de una hora, pero no me importó. Había visto un puesto de diarios justo a la entrada de la feria. Podría fumarme un cigarrillo, tomar un café y tal vez leer el diario, mientras ella seguía recorriendo puestos.
Volví sobre mis pasos creyendo que eso bastaría para salir del lugar sano y salvo. Quince minutos más tarde me di cuenta que no iba a ser tan fácil. Terminé dos veces en el “patio de comidas”. La última, me resultó imposible no aceptar el pedazo de queso que me ofrecía el viejo del cuchillo de carnicero. Bajo su atenta supervisión, no me quedó más remedio que llevarme el queso a la boca y seguir mi camino en busca de la salida. Un instante antes de morderlo, me pareció sentir un lejano olor a azufre. El gusto era diez veces peor. Sabía directamente a amoníaco. Lo escupí. Pensé en volver para reclamarle al viejo por haberme dado esa bazofia, pero desistí de la idea al notar que el viejo me había visto escupir su mercadería. Además, la forma en que agitaba el cuchillo de carnicero terminó de convencerme de que debía continuar mi camino en silencio.
A pesar de las vueltas que habíamos dado con Myriam, estaba seguro que el bulevar debía estar a mi derecha. Estos sitios suelen tener varias salidas, algunas “oficiales” y otras simples huecos entre los puestos. En cuanto encontrara cualquiera, estaría libre, me engañé. Giré hacia la derecha y me encontré con un larguísimo pasillo que terminaba al frente de un puesto inidentificable. Giré hacia el lado opuesto y encontré otro pasillo similar. El bulevar no parecía estar hacia ninguno de los lados. No iba a volver a atrás, allí estaba el viejo del cuchillo. Decidí que lo mejor sería seguir adelante.
Caminaba cada vez más rápido, ansioso por salir a la calle, y a cada rato me daba vuelta para asegurarme de que el viejo del queso no me estuviera siguiendo. Traté de calmarme, no podía estar pasando por esto, me dije. Los puestos se repetían hasta el infinito sin que en ninguna esquina pudiera vislumbrar hacia dónde quedaba la salida. Volví a toparme con los mismos vendedores que venía viendo desde hacía horas, hasta que terminé, nuevamente, en los puestos de comida. No podía ser, esta vez estaba seguro de haber caminado en línea recta durante diez o quince minutos alejándome de ese lugar. Sin embargo, otra vez estaba a la espalda del viejo mugroso del queso de campo. Me paré en seco. Lentamente, sin girar comencé a retroceder, tomando distancia de él. Cuando decidí que estaba suficientemente lejos como para girar y correr, sentí un golpe y caí al piso. Me puse de pie en medio de un tumulto de compradores que parecían pugnar por aplastarme. Pese a quedar de espalda al viejo, tenía la sensación de que me había visto. De hecho, cuando giré para saber si había sido así, vi que el viejo caminaba hacia mí en busca de venganza. Intenté no demostrar miedo (sé que en estos casos es lo único que puede salvarlo a uno) y comencé a caminar a paso ligero sin darme vuelta para mirar a mi perseguidor.
Preocupado por escapar del viejo me interné en un sector por el que jamás había pasado. Los puestos y la gente que cruzaba me parecieron más extraños. Intenté mirar hacia el frente, unos centímetros por encima de las cabezas que me rondaban. A los lados, ominosos, se sucedían puestos que vendían productos imposibles de identificar. Caminaba cada vez más rápido. Un extraño murmullo parecía seguirme. Sin que yo hiciera ni dijera nada, había gente que a mi paso se daba vuelta y me miraba con desaprobación o directamente con un odio contenido que me hacía temblar de pies a cabeza. Otros, en cambio, fingían ignorarme por completo. Por alguna razón, estos últimos me resultaban aún más aterradores que los primeros. Giré a izquierda y a derecha varias veces en la creencia de que estos cambios de rumbo terminarían por desanimar a mis perseguidores. Minutos más tarde miré hacia atrás y comprobé que había fracasado. Por más que disimularan, podía verlos, allí, mezclados entre compradores y artesanos… No debían ser más de veinte, entre quienes creí distinguir no sólo al viejo de los quesos, sino a otros tantos, no menos abominables, con los que me había topado en el transcurso de mi huida.
Apuré el paso y, al llegar a un recodo, giré a mi izquierda y corrí tan rápido como pude hasta la siguiente encrucijada. Volví a doblar, ahora a la derecha. Seguí corriendo un corto trecho y doblé a la derecha otra vez. No me detuve y seguí corriendo y girando a uno y otro lado, siempre huyendo del murmullo que delataba a mis seguidores.
No podría seguir mucho más. Mis perseguidores aún no se habían acercado lo suficiente como para lanzárseme encima, pero podrían hacerlo en cualquier momento. Podía adivinar sus caras, sus gestos, su odio. Intentaba no pensar en qué harían conmigo en el caso de que me alcanzaran si me alcanzaban. Doblé una esquina y casi volteo un tablón repleto de libros usados que se hallaba en medio del pasillo. Frente al tablón estaba el puesto. Nadie parecía atenderlo. No sé cómo supe que podía funcionar. Ni siquiera sé a ciencia cierta si en ese momento estaba convencido de que sirviera de algo hacerlo. Simplemente salté por encima del tablón y caí del otro lado junto con algunos libros. Esperé en silencio. Después de un buen rato, un tipo se asomó por encima del tablón y me preguntó:
—¿Tenés algo de Cortázar?
Permanecí en silencio y esperé a que el tipo se fuera. Pero el hombre no se movió, siguió ahí esperando mi respuesta. Incluso parecía divertido.
—Buscá por allá —le dije señalando hacia cualquier lado, sin siquiera ponerme de pie, mientras se me hacía escuchar a la turba pasar corriendo por el pasillo, sedienta de una sangre que, al menos esta vez, no podría probar.
Al final el tipo se fue sin comprar nada y yo me quedé escondido en el puesto hasta que se hizo de noche. Entonces salí al pasillo. No quedaban ya compradores y todos los puestos tenían sus toldos plegados. Tomé el tablón con los libros y lo coloqué dentro del puesto. Plegué el toldo y me quedé despierto dentro del quiosco toda la noche.
No puedo asegurar cuántas veces he plegado este toldo y me he quedado insomne en la oscuridad acompañado por mis libros. Todavía me ilusiono con encontrar alguna salida de esta feria, así que probablemente no haya transcurrido el tiempo suficiente para resignarme a mi destino. Cada mediodía coloco sobre los libros un cartelito que dice “Fui a almorzar” y recorro el laberinto de pasillos, en busca de la salida. Intenté miles de veces dibujar un mapa del lugar, pero de nada sirve porque los puestos nunca están en el mismo lugar. Vaya por donde vaya, camine el tiempo que camine, cuando siento que mis fuerzas comienzan a abandonarme, me encuentro siempre con este puesto de libros. Entonces, paso por debajo del tablón, guardo el cartelito de “Fui a almorzar”, y me siento a esperar al próximo cliente.