sábado, 30 de noviembre de 2013

Cabeza de turco



Garmendia

–Doscientos cincuenta mil dólares –dice mientras saca los fajos de la pequeña caja de seguridad de su oficina y los coloca bien ordenados dentro del “tupperware” azul que le dio Nuria. Él quiso llevar el verde porque era más grande pero su mujer insistió con el azul. Los billetes van a entrar igual y es mejor porque es opaco, dijo ella. El otro es traslúcido y se van a notar.
El dinero cabe perfectamente. Como siempre, Nuria tenía razón.  Termina de guardarlos, cierra la caja y alcanza a escuchar a Capurro en la oficina del fondo, buscando el maletín que él le pidió que trajera.
Capurro vuelve a la oficina con el maletín. Sobre el escritorio están apiladas los legajos de los nuevos clientes y a su lado el “tupperware” azul envuelto en una bolsa de supermercado.
–Gracias por el maletín, Capu –dice y coloca dentro las carpetas y el “tupperware”. Capurro no puede ni imaginarse lo que hay dentro del recipiente azul.
–Tarta de puerro –se apura a decir–. Me sobró la mitad. A veces me parece que mi mujer me está engordando para comerme en año nuevo –dice y se arrepiente de haber hablado. Recuerda que Nuria siempre le dice que cuando no sepa que decir, mejor que se quede callado.
Capurro sonríe.
No sabe por qué pero lo irrita la sonrisa de Capurro. Hijo de puta, piensa, vos siempre le tuviste ganas a Nuria. Lo escuchó hace tiempo cuando hablaba con una de las cajeras. No se qué le vio al viejo, había dicho. Seguro que hablabas de mí, piensa y sonríe mientras lo invita a sentarse y le dice que acaba de recordar una vieja anécdota de cuando trabajaba de cajero.
–Sí –dice, diez minutos más tarde, cuando termina de aburrir a Capurro con su historia–. Pensar que hace treinta años yo entraba a la financiera como cajero y mirame ahora…
–Ahora eso es imposible –dice Capurro, que ya lleva siete años como tesorero de sucursal.
–Perdoname, no me di cuenta ¿El pendejo ya se fue? –pregunta
–Ese se va a las cinco, los jueves. Porque está haciendo un master, no porque sea el sobrino del director, ojo –dice Capurro.
–Vos sabés que yo te propuse a vos –miente– ¿Cómo me iba a imaginar que el turro de Almansa nos iba a mandar al sobrino para reemplazarme?
Capurro no responde.
–Bueno Capu. Mejor me rajo. Si no llego a tiempo para llevarla a Nuria al ginecólogo, quién la aguanta. Mientras la atiende me voy a entretener con los legajos que entraron el lunes –dice y da unos golpecitos en el costado del maletín de cuero.
–Vaya nomás. Yo, si no le molesta, me voy a quedar a contabilizar los certificados.
–Sí, no hay drama, ¿querés que cambie el temporizador?
–No, está bien, no creo que me lleve más de media hora.
–Listo Capu, mañana nos vemos.
Le da un beso en la mejilla a Capurro y no puede evitar recordar un cuadro que había en el comedor de la casa de sus padres. Representaba la captura de Jesús por los soldados romanos. Cuando sale por la puerta trasera se encuentra con el vigilante que ya se cambió el uniforme.
–¿Va conectar la alarma doctor? –pregunta el guardia.
–No. Capurro se queda un rato más. Hasta que se active el automático.
–Si quiere que le haga el aguante al doctor Capurro, me quedo.
–No, deje. Le agradezco pero no hace falta. Además, con la reducción del horario de la seguridad, la financiera se debe estar ahorrando como quinientos o hasta mil pesos al mes, no podemos dilapidar esa fortuna, ¿no?
El guardia responde con una carcajada. Camina junto a él hasta llegar a la esquina. Se separan. Sigue una cuadra con el maletín bajo la axila. No se anima a llevarlo de la manija. Intenta que no se le note lo nervioso que está cuando saluda al encargado del estacionamiento. Sube al auto y coloca el maletín bajo el asiento del acompañante, traba las puertas y respira aliviado. Sabe que le va a llevar unos minutos calmarse por completo. Se sobresalta al oír sonar su teléfono móvil. Mira el número, es el de su casa. Atiende. Del otro lado Nuria pregunta:
–¿Todo bien? ¿Dónde estás?
–Ya salí de la oficina, estoy manejando. Hablamos cuando llegue a casa.
–Bueno –dice Nuria.
–¿Conseguiste el celular?
–Sí.
Cuelga el teléfono y se queda un rato largo sentado en silencio hasta que su respiración vuelve a la normalidad.
Maneja hasta las afueras del pueblo y se detiene ante un bonito chalet, el suyo. En la puerta lo espera Nuria.
–Pensé que no llegabas más.
–¿Tenés el celular? –dice.
–Te dije que sí. Calmate un poco, ¿querés?
–Digo si lo tenés encima.
–Sí, no lo voy a dejar en la mesa del comedor ¿no?
Espera a que Nuria suba, pone primera y salen por la avenida. Avanzan unas veinte cuadras. Nuria mira su reloj, luego lo mira a él, saca un celular enorme de la cartera y marca.
–¿No conseguiste uno más viejo? –pregunta.
Nuria no responde.
–¿Eso anda?
Nuria ni siquiera lo mira. Con el teléfono pegado a la oreja espera unos segundos a que la operadora de la comisaría atienda y dice.
–Acabo de ver movimientos extraños en la puerta trasera de la Financiera Global. Me parece que es un asalto.
Sube el volumen de la radio. Están pasando una cumbia de moda.
Nuria espera hasta estar segura de que la operadora ha tomado el mensaje y corta la comunicación. Apaga el teléfono, lo limpia con una gamuza, baja la ventanilla y lo arroja fuera del auto.
Llegan a la consulta del ginecólogo unos minutos más tarde. Nuria pasa al consultorio y él se queda un rato mirando un cuadro horrible que está en una de las paredes de la sala de espera. Intenta distraerse. Abre el maletín y saca una carpeta. Ve el “tupperware”. Cierra de un golpe el maletín y abre el legajo que ha sacado. No hay nadie más que él en la sala pero siente que lo observan. Se pregunta por qué no dejó el dinero en la casa. Le tiemblan las manos. Quizás se está empezando a arrepentir. Es una locura, piensa. Como mierda me metí en esto. Su mujer sale del consultorio y lo mira seria, como si hubiera leído en sus gestos lo que está pensando. Está a punto de decirle que no es lo que ella piensa pero se calla. El médico acaba de entrar a la sala, detrás de su mujer, lo saluda y le pregunta algo sobre un préstamo para modernizar el consultorio. Él le responde que mejor pase al día siguiente por la financiera a charlar sobre el tema.
Otra vez en el auto descubre que ha dejado su teléfono móvil sobre el asiento. Lo mira y encuentra dos llamadas perdidas. No conoce el número desde el que lo han llamado pero intuye que es el de la comisaría. El teléfono celular vuelve a sonar en su mano. Atiende.
–¿Hola? –dice–. Sí soy yo... Sí…. estaba en el consultorio del médico con mi señora y tenía el celular en el auto... ¿Por qué? ¿Qué pasó?... No puede ser... Sí, sí. Voy para allá.
Nuria lo mira sonriendo. El gesto con que él le responde le borra la sonrisa casi de inmediato.
–Dicen que asaltaron la sucursal, sí. Pero también me dijeron que parece que los asaltantes golpearon a Capurro casi hasta matarlo. Lo llevaron a la clínica de la Sagrada Familia. Está en coma y piensan que es muy probable que no pase la noche.

Capurro

–La puta madre que lo parió.
La caja de seguridad está vacía. No puede ser. Hace apenas veinte minutos vio los billetes cuando Garmendia los metía dentro. Él mismo le preguntó al gerente por qué no los había guardado en el tesoro. También le dijo que esa caja no era segura, que podía ser forzada sin mucho trabajo. Pero Garmendia insistió con que necesitaba darle los dólares a los de Carrefour a primera hora de la mañana y que no podía esperar, hasta las nueve, a que abriera el tesoro. Después lo mandó a buscar el maletín a la piecita del fondo.
–La reputísima madre que lo parió –dice, sentado en el piso frente a la caja violada y vacía, mientras repasa en su mente lo ocurrido desde el momento en que Garmendia guardó el dinero. El mismo momento en que él decidió que esta era su última oportunidad. Iba a ser facil: Esperar a que el viejo se fuera y buscar una excusa para quedarse media hora más. No era la primera vez que lo hacía y el viejo no tenía por qué sospechar. Buscar la barreta entre las herramientas que habían dejado los albañiles en el primer piso. Sacar la plata y revolver toda la oficina, forzar la cerradura de la puerta trasera para que pareciera que por allí habían entrado los ladrones y salir unos minutos antes de que se accionara automáticamente la alarma. Cuando preguntara la policía por qué no había conectado la alarma al salir, diría que él no podía cambiar el horario del temporizador, que sólo el gerente tenía la clave. Además, recordaría que siempre hacían así cuando Garmendia se iba antes de hora. Él no tenía la culpa, sólo seguía las órdenes de su superior. Su responsabilidad era el tesoro. La oficina del gerente y lo que éste decidiera guardar allí, violando las mínimas normas de seguridad, no era tema de su incumbencia. Recordaría también que él le había advertido a Garmendia del riesgo que significaba guardar dinero en efectivo fuera del tesoro. Pero, obviamente, el gerente no lo había escuchado.
Sabía que todas las miradas irían sobre Garmendia. Bueno, pensó, el viejo ya está para jubilarse así que encima le estoy haciendo un favor. Seguro la Financiera lo va a indemnizar para que se quede calladito. A nadie le iba a convenir que el robo se hiciera público. Al fin y al cabo ¿qué eran para ellos doscientos cincuenta mil dólares? Los cubría el seguro.
Doscientos cincuenta mil dólares, piensa mientras mira el hueco burlón de la caja de seguridad. Repasa nuevamente sus movimientos. No pudo haber tardado más de diez minutos para encontrar el maletín. Tiempo suficiente, reconoce ahora, para que Garmendia volviera a sacar el dinero de la caja. Pero, entonces ¿dónde lo metió?
–Tarta de puerro. Hijo de mil putas.
Seguro que fue Nuria la de la idea. Nunca podía habérsele ocurrido a Garmendia. Viejo pusilánime, piensa, casi en el mismo instante en que reconoce que le hicieron la cama. Nunca fue un tipo muy despierto ni, menos que menos, alguien capaz de tomar decisiones en momentos de crisis. Sin embargo acá está, con la barreta en la mano, la caja fuerte de la oficina forzada y el convencimiento de que la policía no tardará en llegar, si sigue adentro de la Financiera cuando se active la alarma en menos de media hora. Sale corriendo de la oficina. Va hasta su escritorio y recoge apurado el saco. Justo al llegar a la puerta trasera se da cuenta de que hace exactamente lo que esperan, Garmendia y Nuria, que él haga. Una vez que traspase el hueco de la puerta a nadie le quedarán dudas de que fue él quien robó los dólares. Además, ¿a dónde podría ir sin un peso? Si le quedaba alguna esperanza de casarse con Analía y salir de ese pueblo de mierda, la perdería para siempre. Cómo pudo ser tan idiota.
Para caer en el cuento del tío, tarde se da cuenta, hace falta que lo que te sobra de ambición, te falte de inteligencia. Ambición ya demostró la suficiente al forzar la caja de seguridad. Salir por esta puerta, reconoce, sería la falta de inteligencia que cerraría el círculo.
Cierra la puerta trasera de un golpe. Si lo que esperan es que se escape, entonces no debe hacerlo, razona. Pero no puede sentarse a esperar a que llegue la policía. Piensa durante unos pocos segundos, quieto en medio del pasillo. Se le tiene que ocurrir algo y pronto. Trata de imaginar una salida. En el fondo de su cerebro adormecido parece hacerse una luz. Mete la mano en el bolsillo, saca su teléfono celular y corre hacia la escalera que lleva al primer piso…
…No recuerda nada más a partir de este punto. Por más que se esfuerza, le resulta imposible saber cómo llegó a esta cama de hospital.
–Es normal –dice el médico–. Cuando se sufre un shock como el que usted sufrió, el cerebro vela determinados hechos para protegerse y muchas veces la amnesia arranca desde algún momento previo al suceso que desencadenó el shock.
–Lo último que recuerdo es que Garmendia se retiró antes de las siete y yo me fui a mi escritorio a terminar de contabilizar unos certificados. Después desperté en esta cama.
–En estos casos lo mejor es dejar que los recuerdos afloren con naturalidad. No conviene que haga ningún esfuerzo. Tenga en cuenta que lleva dos días inconciente y todavía está débil. Es más, si quiere le digo a los policías que se retiren y vuelvan mañana o pasado. No tiene que responder sus preguntas si no se siente en condiciones de hacerlo.
–No, no. Quiero hacerlo. Por favor déjelos pasar.
–De acuerdo, pero yo me voy a quedar acá y en cuanto vea que se excita demasiado les voy a pedir que se suspenda la declaración.
La puerta se abre y entra un hombre maduro con barba candado casi blanca. Parece más un viejo profesor universitario que un oficial de policía.
–Santiago Battista, mucho gusto –dice el tipo y le tiende la mano.
–Mucho gusto –responde mientras se esmera porque no se le note el miedo que comienza a invadirlo.
–No le voy a hacer preguntas –dice Battista y mira también al doctor–. Lo único que le voy a pedir es que cuente todo lo que recuerda, por más insignificante que le parezca, y después le voy a hacer escuchar una grabación.
Sentado en la cama cuenta su versión de los hechos hasta el momento en que Garmendia salió de la financiera. El resto, dice, no puede recordarlo.
–Ahora le voy a pedir que escuche esto –dice el inspector y acciona un pequeño grabador que sacó del bolsillo.
Escucha la grabación. Es una llamada telefónica. El tipo que llama parece realmente aterrado. Habla apenas entre susurros.
–Estoy en la sucursal de la Financiera Global. Me están asaltando –dice la voz y hace silencio unos segundos–. Me encerraron en el baño pero no se dieron cuenta de que tengo el celular.
¿Cuántos son? –pregunta la operadora.
Yo vi a dos pero no sé si son más. Me estaban esperando afuera de la Financiera.
–¿Hay más rehenes?
No. Yo soy el único. El gerente se fue más temprano.
Quédese tranquilo –dice la operadora–. Una unidad está en camino porque ya habíamos recibido una denuncia anterior. Van a llegar en pocos minutos. Busque un lugar apartado de puertas y ventanas, y quédese tirado en el piso.
–¡No! –grita de pronto el hombre.
A continuación se escucha un forcejeo y la llamada se corta.
–¿Recuerda algo ligado a esta conversación? –pregunta el policía.
–No
–Battista –dice el médico–. Creo que fue suficiente, ¿no le parece?
–Sí. Tiene razón. Le pido disculpas. Sólo pensé que al escucharse...
–¿Ese soy yo? –pregunta intentando parecer sorprendido.
El inspector no responde, se pone de pie, saluda y se retira de la habitación.
–Doctor Capurro –dice el médico–. Como le dije, lo mejor ahora es que esté calmado y no se esfuerce por recordar. Con el tiempo, estoy seguro de que va a recuperar la memoria de manera paulatina. Enfermera…
La enfermera entra a la habitación y le inyecta algo en el suero. Un calmante, supone.
Asiente en silencio. El calmante hace efecto mucho antes de lo que él pensaba.
A la mañana siguiente la cabeza ya no le duele tanto. Se abre la puerta de la habitación y entra una mujer con uniforme celeste. Es una de las mucamas, le trae el desayuno. La reconoce. Hace poco fue con su novio a sacar un préstamo a la financiera. Su novio es sargento de la policía.
–¿Cómo se siente? Qué susto nos dio.
–Bien, gracias –dice intentando sonar simpático. Por el comentario de la mujer se imagina que no ha hablado con el doctor. La astucia no es una de sus características pero sabe que es su oportunidad de enterarse de todo lo que pasó antes de que vuelva el médico y la policía.
La mujer parece feliz de poder contar todo lo que sabe. No es mucho pero a él le sirve para completar los huecos de su memoria. Mientras le acomoda las almohadas le cuenta de las dos llamadas a la policía, la primera, de una mujer anónima, quizás una vecina que no quiso involucrarse (Nuria, está seguro él) y la segunda, la de él, escondido en el baño. Después, al llegar la policía, encuentran las llaves en la vereda, cerca de la puerta trasera. Al entrar encuentran la caja de seguridad forzada, la oficina revuelta y al subir al primer piso lo encuentran a él, desmayado en el baño.
No puede organizar sus ideas porque el médico ya está entrando a la habitación y al verlo le dice que tiene que estar más calmado. La excitación se le debe traslucir, piensa. Se felicita por la llamada denunciando el robo aunque no puede recordar todavía cómo se le ocurrió. Después de todo no es tan estúpido, como la turra de Nuria y Garmendia creían.
–Estoy cansado –dice y casi sin esfuerzo se zambulle en la oscuridad.
Cuando vuelve a ver la luz, frente a su cama está Analía. Le sostiene la mano derecha entre las suyas.
–Amor –le dice–. No voy a poder venir a verte hasta que se solucione este tema. Mi papá no quiere que nuestro apellido esté en boca de todo el pueblo. Me entendés, ¿no?
Trata de responder pero sólo alcanza a emitir un gemido que, tarde se da cuenta, podría ser interpretado como una aceptación resignada. Analía se pone de pie y sale de la habitación. Una enfermera entra, le inyecta algo en el suero. La oscuridad vuelve a rodearlo. Quisiera no volver a despertar pero lo hace más tarde. Ahora la que está frente a él es Nuria. No le sostiene la mano entre las suyas como Analía. Sólo lo mira inexpresiva.
–Te felicito Capurro– dice de pronto como si hubiera estado esperando durante un largo rato allí parada.
Intenta descifrar el significado de la media sonrisa que ilumina la cara de Nuria, pero no lo logra.
–Espero que puedas mantener tu mentira –continúa la mujer–. La verdad es que yo con vos no tengo nada, así que te voy a proponer que si salimos limpios de esta, dividimos entre tres y aquí no ha pasado nada. Tus problemas en todo caso son con Garmendia, no conmigo. Yo en esto no tengo nada que perder, si hablás, como mucho caen ustedes dos. Yo quedo limpia. Si te aguantás, ganamos los tres. Me parece que es buen negocio, al fin y al cabo te quedarían más de ochenta mil dólares. Suficiente como para volver a enamorar a Analía o a cualquier otra minita con plata. Pensalo.
Se duerme entendiendo a medias lo que le acaban de proponer. Necesita descansar aunque tiene miedo de que al volver a ver la luz las cosas se pongan aún peor.
–¿Doctor Capurro?
La voz le resulta familiar. Es el inspector, ¿Battista se llamaba? Está acompañado por el médico y lleva una pequeña carpeta en la mano. Siente de pronto unas súbitas ganas de contarle todo y pedirle que lo dejen dormir de una vez por todas.
–Me gustaría que viera algunas fotos –dice el inspector–, ¿puede ser?
Dice que sí pero pide un vaso de agua primero. Le traen el agua y el inspector comienza a mostrarle algunas fotos de hombres que no vio jamás en su vida. El inspector insiste. Acaso nada más que para conformarlo, le dice que uno le parece familiar. Supone que puede haberlo visto alguna vez en la sucursal de la financiera, pero hace ya tiempo. El inspector parece ilusionado.
–¿Y este? –pregunta.
Nota cierta excitación en el policía. Responde que no está seguro, finge que intenta recordar. El inspector le enseña una nueva foto en la que aparecen los dos hombres que acaba de ver, muertos.
–Sí, seguro –dice–. Estaban los dos juntos, ahora lo recuerdo. Hará un mes, más o menos. Lo que me llamó la atención fue que se quedaron un rato largo en el hall de la financiera pero nunca pasaron por las cajas ni fueron hasta el mostrador de atención al público. Simplemente, cuando volví a mirar, ya se habían ido.
El inspector sonríe. Parece entusiasmado.

Nuria

–¿Cómo que todavía no podés venir? Me tenés harta.
Apagó el teléfono móvil. Sabía que su marido llegaría en no más de media hora. Sabía también que todos en la fiesta comprenderían su tardanza. Sin embargo no podía aguantar que fuera tan obsecuente. Más de veinte años como gerente y todavía lo tenían corriendo de acá para allá como cuando era cajero. Y cuando se jubilara…. Cuando se jubilara las cosas iban a se peor todavía. Seguro. Garmendia no lo entendía. No se daba cuenta de que en cuanto se jubilara le iban a retirar hasta el saludo.
–¿Solita linda?
Era Capurro, y encima parecía borracho.
–Capurro, por favor, no molestes. En cualquier momento viene mi marido y sabés que no le gusta vernos juntos.
–¿Por qué? ¿Sabe algo de lo nuestro?
–No seas cargoso. Nunca existió “lo nuestro” –dijo con desprecio. Había salido apenas un par de veces con Capurro y de eso hacía más de veinte años. Sin embargo, en este pueblo de mierda, pensó, siempre hay alguien dispuesto a recordármelo.
–Que mala memoria que tenemos…
–En serio, no te pongas pesado ¿dónde está Analía? ¿por qué no te vas con ella?
–No vino… Estamos algo distanciados, diría.
–Bueno, entonces andá a buscarla, reconciliate o lo que sea pero no me fastidies a mí por favor que ya la gente está empezando a mirarnos raro.
El tesorero se fue y ella aprovechó para mezclarse en la primera conversación aburrida que encontró. Desde ahí vio el recorrido de Capurro desde la barra hasta la primera mujer joven que encontró sola. No cambia más, pensó y se decidió. Hasta casarse con Garmendia, había trabajado como auxiliar contable durante siete años en la financiera y conocía todos los movimientos. La idea hacía tiempo que le daba vueltas en la cabeza pero en ese momento, se decidió.
–Lo podemos hacer –le dijo a su marido esa misma noche, cuando volvieron de la fiesta.
–¿Vos estás loca? –respondió Garmendia–. ¿Después de más de treinta años en la empresa y a meses de jubilarme? ¿Si no lo hice antes por qué lo voy a hacer ahora?
–No lo hiciste antes porque nunca tuviste ninguna ambición en tu vida. Además, justamente ahora que te van a jubilar: ¿Cuánto te creés que vas a cobrar? ¿Seis, siete, ocho mil pesos? Hoy ganas más del doble. ¿Cómo vamos a vivir con menos de la mitad de lo que hoy gastamos?
–Tenemos plata ahorrada. Además podemos recortar algunos gastos...
–Alberto. No se cuánto tiempo pensás seguir vivo pero yo tengo cuarenta años y no me imagino viviendo de una pensión miserable. Acordate lo que me dijiste cuando me obligaste a dejar el trabajo.
–¿Vos te das cuenta lo que me estás pidiendo que haga?
–Me doy cuenta de que te estoy ofreciendo la última oportunidad en tu vida de hacer una diferencia importante. En unos meses vas a estar jubilado y no vas a tener más chance que sentarte en la plaza del pueblo a darle de comer a las palomas y ver como se te acaban los ahorros.
–¿Y vos? –preguntó Garmendia.
–Yo… no sé… –dejó la frase sin terminar, a la espera de la reacción de su marido. No se había casado con él por interés, pero eso había sido hacía muchos años. Por ese entonces Garmendia era gerente y tenía muchas más aspiraciones en la vida que sólo jubilarse y sobrevivir los años que le quedaran “recortando gastos”.
–¿Qué pensaste? –dijo Garmendia.
Le explicó su plan y sonrío al ver la cara de asombro de su marido. Estaba segura de que él jamás la hubiera imaginado capaz de semejante maquinación.
–¿Y como sabés que Capurro va a forzar la caja? –dijo Garmendia.
–Lo sé porque conozco a la gente. Vos mismo me dijiste que, desde que trajeron al tipo ese que te va a reemplazar, Capurro está cambiado. Que por primera vez te habló de plata, de que no le alcanza el sueldo para nada, de que no quiere jubilarse como tesorero...
–Pero se está por comprometer con Analía Quevedo. ¿Por qué haría semejante locura?
–El único que no se entera de lo que pasa en este pueblo sos vos. La historia de los Quevedo y Capurro es la comidilla de todo el mundo. Se dice que los Quevedo nunca lo quisieron pero lo aguantaban porque era un buen partido para colocarla a Analía que hace rato que está en edad. Parece que desde que se enteraron que no le van a dar tu puesto, se oponen al compromiso con Analía, pero como no quieren que la gente hable lo que hacen es demorarlo hasta tener una buena excusa para cancelarlo ¿Eso no te dice nada?
–Entonces...
–Entonces lo único que tenés que hacer es dejarle, digamos, doscientos o trescientos mil dólares delante de la cara para que caiga como un chorlito. Si pica bien y si no, al otro día devolvés la plata al tesoro y listo.
–¿Doscientos mil dólares? ¿Tanto?
–No nos vamos a arriesgar por dos pesos con cincuenta.
–No, está bien. Digo si no será demasiado para Capurro. ¿Y si se asusta al ver tanta plata junta?
–Nunca subestimes la ambición de un hombre –dijo…
Mientras sale de la habitación del sanatorio piensa si no fue ella la que subestimó a Capurro. Ahora las cosas sí que estaban complicadas. Capurro se había quedado con la boca abierta cuando la vio frente a su cama pero la que está realmente impresionada es ella. ¿Cómo pudo habérsele ocurrido toda esa historia del asalto en apenas unos minutos? Encerrarse en el baño y tirar las llaves por la ventana a la calle, llamar a la policía y romperse la cabeza contra el lavabo. Que coraje, piensa. Jamás lo hubiera creído capaz. La historia parece medio increíble, pero si la policía se la traga, no va a ser ella quien la desmienta. Si Capurro mantiene su declaración quizás puedan salir bien parados. O si desmejora y se muere de una vez. Esa posibilidad sería la más económica pero no parece la más probable. En la puerta de la clínica se encuentra con el inspector que mandaron desde la capital, Battista, cree recordar que se llamaba. No parece policía. Si no se lo hubieran presentado diría que es un profesor de literatura, o acaso un escritor. Lo mismo pensó la primera vez que habló con él, en la comisaría.
–Señora Garmendia. Que gusto verla.
–Como le va inspector. Vine a ver al pobre Capurro. Parece que está mucho mejor. ¿Se sabe algo de los ladrones?
–Señora, no me pida que le revele información confidencial –dice Battista y sonríe.
–No, por favor. Lo dije sólo por curiosidad, pero si no puede hablar, lo entiendo.
–Bueno, me imagino que usted no va a ir corriendo a contarle todo a la prensa. Igual, en la capital no deben estar interesados por un robo en un pueblo de provincia y el diario local está muy ocupado con el precio de la soja, así que…
Sonríe. Definitivamente le cae bien este hombre, acaso porque parece dispuesto a confiar en ella y eso en este momento le conviene.
–Bueno. Cayó una banda de asaltantes muy pesada. La banda del Turco Crovi, quizás escuchó hablar de ellos. Son de la capital pero los agarramos camino a San Valentín, apenas a veinte kilómetros de acá. Los venía siguiendo la Federal. Les cortaron la ruta y quisieron escapar por el campo, volcaron y cayeron a una acequia. Dos murieron en el acto y un tercero está internado pero parece que no sale vivo de esta.
–¿Y que tienen que ver con el robo?
–Entre las cosas que encontramos en la camioneta había una copia de la llave de la financiera.
Trata de parecer asombrada, pero no tanto como lo está en realidad.
–¿Entonces fueron ellos? –dice.
–Bueno, ahora traigo las fotos para ver si el doctor Capurro recuerda alguna de las caras. Pero sospechamos que sí.
–No lo molesto más inspector. Y, desde ya, esto no sale de acá –dice y hace un gesto sobre sus labios, como cerrándolos y arrojando lejos la llave.
El inspector la saluda y entra en la habitación de Capurro.
Excitada recorre los metros que la separan de su auto. No quiere ir a su casa ahora. Decide pasear por el pueblo. Santa Catalina no es lugar tan horrible, después de todo. Conduce hasta el nuevo centro comercial. Deja el auto en el estacionamiento y va hasta el patio de comidas. Pide un café con leche en el Mc Donalds. Saca de la cartera un libro y lee en silencio. Al rato comienza a sentir las miradas desde las mesas vecinas. Vuelve al auto.
Llega a su casa. Garmendia la está esperando sentado en el living, en piyama, mirando la televisión. Tiene un vaso de cerveza en la mano. No la saluda al verla llegar, ella se para a propósito frente al televisor y lo mira.
–¿Te vas a quedar toda la vida así? –dice. Se niega a que la imagen de su marido en ese estado le quite la ilusión de que todo podría estar a punto de resolverse.
Garmendia no responde.
–Oíme. Los dos sabíamos que lo primero que harían los de la Financiera era suspenderte. ¿Qué pensabas, que te iban a dar una medalla? Mostrarte un poco deprimido está bien para que nadie sospeche, pero esto ya es demasiado. Acabo de dejar el auto en la cochera y vi que la plata no está. ¿Por qué la sacaste?
–Lo que pasa es que pensaba baldear y no quería que se mojara. Después empezó el partido y me olvidé. La dejé en la cocina, en la alacena.
–¿Pero vos sos imbécil? Si la plata está adentro del “taper” no le va a pasar nada por más que baldees la cochera, que por otro lado es una mugre.
–Si querés, guardala vos. También podés baldear la cochera porque yo estoy cansado.
–¿Cansado de qué? –pregunta y se va a la cocina sin esperar respuesta.
Busca en la alacena, saca el “tupperware” y lo lleva hasta la cochera. Levanta una de las baldosas y guarda el dinero. Luego coloca sobre la baldosa el canasto con la ropa sucia. Desde la cochera escucha sonar el teléfono. Corre a atenderlo; no quiere que lo haga su marido en ese estado. Cuando llega al living Garmendia ya tiene el teléfono en la mano y parece escuchar atento lo que dicen del otro lado. Su rostro sigue tan inexpresivo como lo está desde el momento en que lo cesantearon. Luego de unos minutos cuelga el receptor y vuelve a sentarse a mirar televisión.
–¿Quién era? ¿Qué te dijeron?
–Era de la financiera. Dicen que la policía encontró a los que nos asaltaron pero que igual no me van a devolver el trabajo. Tengo que pasar el lunes a firmar la renuncia.
–¿Te dijeron que se había resuelto lo del asalto?
–Si, algo así. Que fue una banda de la capital. Igual, el seguro ya aceptó que va a pagar así que no les importa un carajo. Pero no me van a devolver mi puesto. Me ofrecen cien lucas pero tengo que firmar la renuncia… Ah, en la heladera no hay más cerveza, ésta es la última. Hay que ir a comprar.
–Mirá… –empieza pero se contiene. El teléfono vuelve a sonar. Atiende. Es Capurro.
–Ya está todo arreglado. En unos días me dan el alta aunque seguramente voy a tener que volver una vez por semana para control. ¿Cuándo nos juntamos a repartir la guita?
–¿Cómo se te ocurre? ¿Qué decís? No quiero que hablemos del tema por acá. Yo voy a ir a visitarte y lo hablamos personalmente. No se te ocurra volver a llamar acá.
Corta el teléfono antes de que Capurro alcance a responder. Sabe que no se puede confiar en él. Garmendia tampoco es confiable. Está desquiciado desde que lo echaron de la financiera. Después de todo con la jubilación y las cien lucas que le van a dar, él va a poder sobrevivir en este pueblo de mierda. ¿Y Capurro? Capurro siempre fue un pelotudo. ¿Cómo se le ocurre llamar desde el hospital para decir que tienen que repartirse la plata? En cualquier momento se pisa y lo arruina todo. No puede correr el riesgo de perderlo todo.
–Voy a comprar cerveza –dice en voz alta.
Garmendia responde con un gruñido.
Va hasta el garaje y mete en el bolso algo de ropa sucia y el “tupperware”. Duda unos segundos y decide que es mejor irse a pie. Puede tomar un taxi hasta el puerto o caminar. El ferry a Carmelo sale cada dos horas. Una vez en Uruguay verá que hacer. Deja las llaves en el auto y sale a la calle desierta. Camina fingiendo tranquilidad. Va tan ensimismada que no nota el automóvil que se coloca a su par.
–Señora Garmendia… Nuria. ¿La puedo acercar a algún lado?
Reconoce la voz del hombre. Aprieta con fuerza el bolso bajo el brazo mientras intenta que no se note que está muerta de miedo.

Battista

–¿Santa Catalina? ¿Dónde mierda queda eso?
–No me hinchés las pelotas. Andá al garaje a pedir un auto, deciles que te mando yo y ni se te ocurra volver sin avisar. Cuando termines allá me llamás y yo te digo que hacer –El comisario Méndez no parecía con ganas de discutir más sobre el tema.
Puteando por lo bajo volvió a su escritorio y buscó en Internet la ruta para llegar a Santa Catalina, donde fuera que quedara. Sabía que a Méndez no le importaba el caso que había que resolver en ese pueblo perdido sino que lo estaba sacando del medio. El viejo lo hacía para salvarlo, eso él lo sabía, pero a esa altura ya no le importaba. De todos modos mal o bien esto lo ponía otra vez en la calle, así que en una de esas las cosas empezaban a mejorar. No, se dijo, las cosas nunca mejoran.
–Llevate el 206 gris, Battista, le acaban de hacer el service y tiene el tanque lleno –dijo el encargado del taller– ¿A dónde te mandan?
–A Santa Catalina, parece que afanaron una financiera, se llevaron doscientas lucas verdes y no confían en los policías locales, lo de siempre. Seguro que fue algún empleado. Supongo que para mi vuelta Méndez me va a tener listo el retiro.
–Bueno. Ya estás en edad, ¿no?
–Parece.
–Entonces dale las gracias a Méndez. Pensá que hace veinte o treinta años, con todas las que te mandaste, en lugar de darte el retiro te tiraban a una zanja, no te quejés.
–No me quejo –dice Battista.
Ya en la ruta apretó a fondo el acelerador. Laburan bien en el taller, pensó. El velocímetro marcaba 160 kilómetros por hora y el 206 apenas si vibraba. Trató de recordar lo que había leído del caso. El asalto parecía de película. Salvo que se hubieran dado en ese pueblo perdido todas las casualidades del mundo, el gerente o el tesorero estaban metidos hasta el cuello en el robo, uno de ellos o los dos, pensó.
Lo mejor sería primero tomarle declaración al tesorero, si es que recuperaba la conciencia. Si estaba metido, era obvio que los cómplices se habían arrepentido y habían decidido darle un adelanto de su parte en el robo. Si esto era lo que había pasado, seguro que el tipo estaría dispuesto a hablar.
Ni bien llegó a Santa Catalina se presentó en el destacamento y lo llevaron a la oficina del comisario. Durante dos horas lo pusieron al tanto de todo lo que ya había leído sobre el caso. Como había imaginado, nada nuevo.
–Comisario, está la señora de Garmendia, quiere hablar con usted –El asistente había entrado al despacho sin golpear la puerta.
–¿Garmendia? –preguntó –¿Es la esposa del gerente de la Financiera?
–Sí –dijo el comisario.
–Déjela pasar –dijo
–Sí. Hágala pasar, Ibáñez.
Battista la observó y no tuvo dudas: La mujer tendría unos cuarenta años y su marido a punto de jubilarse. También estaba involucrada. Si ella no lo había planeado todo, él había decidido hacerlo para conservarla. La miró divertido. La mujer había elegido una excusa absurdamente trivial, algo que ver con una reunión en la parroquia a la que la mujer del comisario tenía que asistir.
–Pasaba por acá y se me ocurrió comentarle –finalizó la mujer.
–Pero Nuria, tuteame, que me hacés parecer un viejo delante del inspector.
–Perdón, no me dí cuenta de que estaba acá…
–Sí, el inspector Battista vino por el robo a la financiera. Lo mandaron de la capital.
–¿De la capital? –dijo la mujer –. Y yo molestándolos con la reunión de la parroquia. Qué cabeza la mía. Por favor, perdónenme. Ya me voy, en todo caso avísele a Carolina que me llame y yo le explico. Perdón, inspector… Battista, ¿no?
–Por favor señora Garmendia. Puede llamarme Santiago si prefiere, al fin y al cabo si el comisario es cómo de la familia, a mí me puede considerar un primo lejano –dijo y sonrió –. Quédese, yo ya me iba, me tengo que ir a registrar en el hotel. Comisario, vuelvo en una hora y seguimos. ¿Le parece? –dijo, se puso de pie y salió triunfante de la oficina.
Ya tenía casi toda la escena armada. Se imaginaba que apretando un poco al tesorero y al Gerente podía liquidar el tema ese mismo día. Llegó al hotel que le había indicado el comisario y se registró. Fue hasta su habitación y se pegó una ducha. Mientras se secaba miró desde la ventana las calles de Santa Catalina. Sí, se dijo, podría liquidar todo este asunto hoy mismo, incluso si el tesorero no declaraba quizás alcanzara con apretar al gerente, o tal vez, se detuvo, podría aprovechar de alguna forma la situación, sobre todo considerando que lo más seguro era que lo esperara el retiro a su regreso…
Su celular vibró. El Turco Crovi y dos cómplices andan por la zona. Reventaron una sucursal del Banco de Negocios y cuando los seguíamos consiguieron zafar. Si te los cruzás los hacés cagar. Acordate que me debés una. El Turco era un mierda, servicio de la Federal en la época de plomo ahora convertido en asaltante y secuestrador por cuenta propia. No sabía por qué había caído en desgracia pero a Battista no le importaba demasiado. Quién te dice, pensó, por ahí termino matando tres pájaros de un par de tiros.
Dejó la llave en el mostrador del hotel pero cuando estaba llegando a la puerta una voz lo sorprendió.
–La llave no me la deje. Llévela usted.
–¿Y si la pierdo?
–Son 20 pesos.
Volvió a la comisaría y pidió revisar la evidencia. Le dieron una caja con algunas cosas recogidas en la calle trasera de la financiera y dos cassettes de audio. Tomó el llavero y preguntó al oficial a cargo de la evidencia. ¿Cuál es la llave de la puerta por la que entraron los ladrones?
–¿A ver? –El policía maniobró el manojo de llaves hasta encontrar la que buscaba. Era idéntica a la llave del hotel–. Es esta.
–Un poco berreta para llave de financiera ¿no? –dijo Battista. Una llave doble paleta común y corriente.
–Es la de la puerta trasera, además está la alarma… –pareció intentar disculparse el policía.
–¿Tomaron las huellas?
–Si, estaba limpia, sólo huellas del personal.
–¿Y el resto de las llaves?
–También.
Battista volvió a su lugar y siguió estudiando la evidencia.
–Voy al baño. Si termina por favor vuelva a poner todo en la caja y me lo deja sobre la mesa. Yo guardo todo –dijo el policía.
–Vaya nomás.
Al rato salió del depósito de evidencia y volvió a la oficina del comisario.
–Menos mal que llegó –dijo el comisario al verlo–. Capurro reaccionó.
–¿Puedo hablar con él?
–¿No quiere que lo acompañe?
–No, mejor voy solo a interrogarlo. Me llevo algo de la evidencia.
–Lleve lo que necesite pero por favor fírmele el recibo al encargado del depósito de evidencia, es muy estricto.
–Muy estricto, sí, ya me di cuenta –dijo y sonrió…
Sonríe de nuevo mientras recuerda el interrogatorio sentado en el 206 frente a la casa del gerente. ¿Tendré que esperar mucho? se pregunta. Si todo se da como hasta ahora es probable que no. Está seguro de que su primera impresión fue la correcta. Podría haber cerrado el caso ni bien llegó a Santa Catalina. Lo del Turco y sus cómplices fue apenas una coincidencia afortunada. No necesitó tirar un solo tiro porque el Turco y sus cómplices prácticamente se suicidaron cuando intentaron romper el cerco de la Federal. Cuando le avisaron ya estaba todo cocinado. Llegó nada más que para contar los cadáveres y dejar como al descuido la llave de la financiera dentro de la camioneta de Crovi. Para el comisario de Santa Catalina fue la excusa perfecta para cerrar el caso y mandarlo de vuelta a  la capital. Para Méndez fue sacarse un peso de encima porque el turco Crovi ya no podría hablar y para él ¿qué significó todo esto? ¿una venganza? ¿una simple burla al sistema? ¿su despedida triunfal de la fuerza? Ya va a tener tiempo para pensarlo. Mira por el espejo retrovisor y la ve acercarse. La deja pasar al lado del auto. Parece demasiado preocupada como para darse cuenta de que la está siguiendo. No tiene más remedio que llamar su atención de algún modo.
–Señora Garmendia… Nuria. –dice– ¿La puedo acercar a algún lado?  
La mujer sigue caminando. Está temblando.            
–Suba, voy hasta la ruta… –insiste.
–No, muchas gracias, yo voy para el puerto –dice Nuria.
–¿Va a visitar a alguna amiga en Carmelo?
–Eh… No.
–Menos mal. Porque si se le ocurriera salir del país en el ferry, en la aduana le van a revisar el bolso…
La mujer se detiene en seco. El automóvil lo hace también aunque un segundo más tarde.
–Nuria, por favor, suba al auto. Quédese tranquila, no voy a denunciarla. El caso está cerrado y yo no tengo intenciones de abrirlo.
Nuria sube al auto en silencio.
–Tomar el ferry sería un error. En la aduana van a querer saber de dónde salieron esos doscientos cincuenta mil dólares. Hasta la policía de este pueblo notaría la coincidencia ¿no le parece? –Sonríe. Trata de ser amistoso.
Nuria se coloca el cinturón de seguridad y lo mira con gesto de alivio. Parece confiar en él o prefiere hacerle creer eso.
–Relájese, ya no necesita fingir.
–El tipo ese, el Turco…
–Sí.
–El no robó la financiera.
–No. Pero todos necesitábamos un cabeza de turco, el comisario, la Federal, usted, yo.
–¿Y la llave?
–Se la puse yo.
–¿Cuánto quiere? –dice Nuria y levanta el bolsito como ofrendándoselo.
–Nada –responde y sonríe.
–¿Nada? ¿Por qué lo hizo, entonces?
No puede aguantar y deja escapar una leve carcajada.
–Yo también me lo pregunto, quédese tranquila. Si en el camino encuentro una respuesta, va a ser la primera en enterarse. Descanse que tenemos un viaje largo. En Colón cruzamos a Paysandú. Tengo conocidos en la frontera y no nos van a revisar. Desde Paysandú se puede tomar un ómnibus a cualquier punto de Uruguay y desaparecer tranquila. Ahora, descanse.
Nuria mira hacia su derecha intentando ocultar las lágrimas que le humedecen las mejillas. Cierra los ojos y se recuesta en su asiento. Deja escapar un gracias que se escucha apenas. Battista mira fijo hacia delante, atento a la ruta cargada de camiones.

jueves, 14 de noviembre de 2013

Primera clase


–No puede ser. Cuando saqué los pasajes explícitamente pedí ventanilla. No pasillo.
–Lo lamento mucho señor, pero el asiento está asignado, yo no lo puedo cambiar. 4B, pasillo. El vuelo está completo en Primera. Si fuera Económica...
–No, yo viajo sólo en Business o en Primera.
Por detrás de la empleada se acerca un tipo de traje.
–Por favor, señor, si es tan amable acompáñeme un minuto a ver como le solucionamos este inconveniente, y mientras tanto dejamos que la señorita atienda a los demás pasajeros –dice con excesiva amabilidad.
Ya me la veo venir, me ponen a un costado y atienden al resto antes que a mí. Después, ¡mierda me van a dar ventanilla!
–No. Acá no pasa nadie hasta que me atiendan –digo.
–Ya le ofrecí cambiarlo al vuelo de las 14. En ese sí le puedo dar ventanilla y sería sólo una hora más de espera –le dice la empleada al tipo.
–No. Yo tengo que viajar ahora, no puedo esperar. Que se cambie otro.
El del traje vuelve a mirar la pantalla. Parece preocupado. Alguien, desde atrás, me toca el hombro. Me doy vuelta. Es un gordo. Sonríe. Tendrá unos cuarenta y pico.
–Mire, yo tengo el 4A, se lo cambio y listo. A mi me da lo mismo pasillo o ventanilla. Además, sería una lástima que usted se perdiera este vuelo –dice y sonríe.
Yo estaba por mandarlo a la mierda y el gordo me sale con esto. No sé que responder. El tipo de traje suspira aliviado.
–Bueno, muchas gracias. Entonces hágame el favor de embarcar usted primero, ya que fue tan amable –le digo al gordo.
A ver si te pensás que el único generoso sos vos, pienso mientras el tipo pasa delante de mí hasta llegar al mostrador.
Me pongo a un costado y lo miro. Tiene en la mano un tarro de helado y come con gula mientras la empleada chequea sus datos. Casi se olvida el bolso de la notebook. Le aviso. Vuelve, lo recoge y me agradece con una empalagosa sonrisa porcina. Mientras su enorme culo se bambolea camino a la puerta de embarque, me acerco al mostrador.
Le doy mi equipaje a la empleada. Me entrega el tique y voy hasta el salón VIP. Tendría que llamar a la oficina para hablar con Analía. Yo le dije bien clarito: ventanilla. Si no fuera por el padre, la echaba a la mierda. Encima, ahora me voy a tener que bancar al gordo este todo el viaje. Abro mi notebook. Tendría que revisar la presentación para los canadienses pero no tengo ganas. Juego un rato al solitario. Leo algunos mails. Aburrido, cierro la computadora y busco distraerme con el diario.
–Pasajeros del vuelo de Air Canada 2560, presentarse para abordar por puerta 12 –dicen por los altoparlantes
Ya era hora. Subo al avión y voy hasta la fila 4. El bolso de mano en la parte de arriba y la notebook abajo, bien cerca. Mejor duermo un rato. Me pongo el antifaz para que cuando llegue el gordo no me dé charla. Supongo que todavía falta un rato para el despegue. Lo único que tiene de malo viajar en primera es que hay que presenciar el insoportable desfile de los pasajeros de económica.
Oigo el ronroneo de los motores. Estamos en el aire. El avión se sacude, abro los ojos. El gordo me mira. Sonríe. ¿Nunca deja de sonreír este imbécil?
–¿Durmió lindo, eh?
–Perdón ¿ronqué? –digo, porque no se qué decir.
–No, hombre para nada. ¿Quiere un trago? –dice y me muestra varias botellas de whisky diminutas que tiene sobre su mesita.
–No, gracias.
Me empieza a faltar el aire. Tengo palpitaciones. Aprieto la cara contra la ventanilla de plexiglás. Está frío, me gusta. Trato de pensar que estoy afuera, volando entre las nubes, eso suele calmarme. Las palpitaciones ceden. Me recuesto en el asiento y abro un poco más la ventilación. Vuelvo a respirar con comodidad.
–¿Claustrofobia? –me dice el gordo.
–Sí, ¿Cómo se dio cuenta?
–Yo tuve.
–¿Y se curó?
–Si. Me enterraron vivo. Créame que es el mejor remedio –dice y levanta el vaso de whisky como si fuera a proponer un brindis.
Lo único que me faltaba: encerrado en una lata de sardinas, a miles de metros de altura y con un imbécil al lado que se la da de gracioso.
–No es chiste –continúa–, es la pura verdad. Me enterraron vivo. También me ahorcaron, me ejecutaron en la silla eléctrica un par de veces, me dispararon, me electrocuté, me ahogué, me caí de un piso veinte, de un piso treinta y tres y hasta de un primer piso, pero de cabeza.
No sé si reírme o llamar a alguien para que venga a atar al gordo, pero el tipo me mira divertido y sigue.
–Ya perdí la cuenta de las veces que morí. Eso sí, nunca me voy a olvidar de la segunda.
No respondo. Debo parecer asombrado. El gordo hace un silencio dramático y se larga.
–La segunda ¿entiende? La primera fue bastante tonta, debo admitir. ¿Vio que en los ómnibus hay un cartel que dice “Mire atrás al descender”? Bueno, yo no miré. Supongo que morí al instante porque no recuerdo nada más. Lo extraño vino después. Desperté en una habitación gris. Me senté y miré alrededor. Salvo la cama en la que estaba, sólo había un inodoro en un rincón y un pequeño lavatorio. No tuve tiempo para hacerme muchas preguntas porque enseguida se abrió la puerta de la celda y entraron dos guardias con una bandeja. Me obligaron a comer. La verdad es que la comida estaba buena pero yo no supe disfrutarla. Antes de que pudiera terminar, vino un cura. Hablaba en alemán, creo, no le entendí un carajo. Los guardias volvieron, me llevaron por un pasillo hasta otra habitación y me ataron a una camilla. La comida debería haber tenido alguna droga porque yo estaba demasiado tranquilo. Un tipo vestido de blanco me clavó una aguja con una cánula en el brazo derecho. Un tipo de traje leyó algo que no entendí. Al rato empecé a sentir un extraño sopor, después un aumento de peso en todo el cuerpo y un rato más tarde flotaba en la nada. ¿Estaba muerto? ¿Cómo saberlo si nunca antes lo había estado? Bueno, ahora que lo pienso, sí, una vez antes que esa, pero la verdad es que no tenía mucha experiencia como para poder comparar, en cambio ahora, se imaginará, ya me volví un especialista. –dice y me sonríe como si yo entendiera  algo de lo que me está contando.
Una azafata pasa por el pasillo y el gordo le pide más whisky. La chica hace como si no lo hubiera escuchado; evidentemente tiene orden de no traerle más bebidas.
–Después, poco a poco empecé a tener noción de mi cuerpo –sigue–. De pronto, una luz muy fuerte y un estruendo me hicieron abrir los ojos. Di un volantazo  y esquivé el camión por centímetros. Frené sobre la banquina. Traté de razonar lo que me pasaba, pero no llegué muy lejos. Un micro de dos pisos me llevó puesto a más de cien kilómetros por hora. El auto quedó hecho mierda y yo, otro tanto. No se cuánto tiempo estuve atascado ahí adentro. Me sacaron con los bomberos y me metieron en una ambulancia. Creo que hice dos o tres infartos hasta que al fin me morí. De nuevo sentí que flotaba y otra vez a empezar…
Es gracioso. El tipo está loco, pero me doy cuenta de que prefiero escuchar su historia antes que abrir la notebook y volver a revisar, por milésima vez, la presentación para los canadienses.
–Muchas veces me pregunté por qué me pasa esto –dice.
–Me imagino –digo ¿Pero a mí que mierda me importa? me contesto casi al instante.
–Tengo una teoría. Supongo que morir es algo muy traumático para la gente común. Entonces, alguien allá arriba pensó evitarles a algunos ese mal trago. Imagínese, usted vive lo más tranquilo setenta u ochenta años y el día que le toca mudarse al otro barrio, para ahorrarle el sufrimiento, me ponen a mí en su lugar y a usted le encajan las alitas y lo mandan a tocar el arpa. Es una buena explicación ¿no le parece? Bueno, en un principio me costó aceptarlo pero todo es cuestión de costumbre, créame. La cosa es aprender a disfrutar el tiempo que me toca. Total, mañana voy a estar en otro cuerpo y me voy a morir de nuevo.
Lo miro con curiosidad.
–Ya sé qué me va a preguntar: lo del túnel, ¿me equivoco? –dice el tipo.
–No se equivoca –le digo.
–Nada de túnel. No pasé por ahí ni una vez. Será que, como yo me quedo de este lado…
–Y… dígame, ¿cuál fue la peor muerte? –pregunto por compromiso o quizás no tanto.
–Yo suponía que lo peor sería morir ahogado, pero no. Me morí ahogado como diez o doce veces y no es tan jodido. Es como tomar agua hasta reventar, si puede imaginarse algo así. Ahorcado, sí. Me ahorcaron tres veces y no me puedo acostumbrar. Es una desesperación tremenda. Uno hace fuerza por tragar aire y no pasa nada. Hasta que al fin, crack, se parte el cogote. Pero mientras tanto se lo encargo. El infarto es bastante embromado, pero de tan común se vuelve rutinario. Me infarté como setenta veces. El dolor es insoportable, pero como yo ya me sé los síntomas, lo dejo llegar y hago lo posible para que pase rápido. Una vez sí fue una joda.
–¿Qué le pasó?
–Estoy comiendo en un restaurante y empiezan los síntomas. Yo estaba en el cuerpo de un tipo de sesenta y pico que fumaba y chupaba de lo lindo. Bueno, entonces me quedo tranquilito y le digo a la mina que tengo enfrente: llamá una ambulancia que me está dando un infarto. Se ve que además el tipo era medio jodón porque la mina me mira con cara de “otra vez sopa” y me dice: dale, no te hagás el pavo y terminá las mollejas. Ahí nomás empiezo a sentir un dolor terrible en el brazo izquierdo. Me caigo de la silla. Trato de relajarme y el dolor afloja. Cuando llega la ambulancia ya estoy mucho mejor. Igual me suben a una camilla y me llevan para el sanatorio. Antes de llegar, se nos cruza un camión y nos hacemos peomada. Me salvé del infarto pero palmé en el accidente. Parece joda ¿no?
El tipo ya está totalmente borracho. Desde que me desperté no paró de tomar whisky. Pasa otra vez la azafata. Él le pide más bebidas. La chica se niega. El tipo ni se inmuta. Abre el bolso de la notebook. Lo tiene lleno de botellas. Saca una de Chivas. Acá se arma, mejor aprovecho para ir al baño.
Me lavo la cara. Miro el reloj. Todavía faltan un par de horas para llegar a Toronto. Mejor que me ponga a revisar la presentación y de paso aprovecho para tomar distancia del gordo, a ver si todavía la ligo de rebote. Se enciende la señal de abrocharse los cinturones. Salgo al pasillo y voy hasta mi asiento. Cuando llego, la azafata le pide al gordo que le entregue las botellas de whisky que tiene en el bolso. Él se niega. No puedo pasar, así que espero a que la chica se vaya para volver a sentarme.
–Qué pelotuda, pensaba que le iba a dar las botellas. Si las acabo de comprar en el free shop –dice el gordo.
Me vuelvo a sentar sin hablar y me abrocho el cinturón. Abro mi notebook y arranco la presentación para los canadienses. La azafata está de vuelta con refuerzos. Ahora viene con un asistente que mide como un metro noventa y debe pesar más de cien kilos. Ahora te quiero ver, gordo. El avión da un bandazo. La azafata y el asistente caen al piso. El gordo suelta una carcajada y vuelve a llenar su vaso de whisky. Oigo algo parecido a un trueno. Desde el techo caen las mascaras de oxígeno. Me ahogo. Tengo palpitaciones. Me pongo la máscara y apoyo la cara contra la ventanilla. Miro hacia atrás, hacia el lugar del que pareciera provenir el ruido. Veo parte del ala envuelta en humo negro y espeso. Dentro de la cabina, mi notebook cae hacia el frente del avión, junto con un montón de otros objetos. Miro hacia el asiento de al lado. El gordo sonríe, me guiña un ojo y levanta su vaso de whisky, como si fuera a proponer un brindis.