sábado, 20 de octubre de 2012

Herencia



Tendrías que haber visto esa casa. Bueno, casa. Era más bien un toldo con cuatro chapas. Ahí vivía. Ni te imaginás lo flaquita que estaba. Apenas si se le notaba la panza.
El que arregló todo fue el primo de Toribio que en ese entonces era juez en Posadas. Lo primero que hicimos fue sacarla de ese lugar. Yo estaba horrorizada. No quería ni bajar de la camioneta que nos llevó. Con el auto que habíamos alquilado en el aeropuerto no pudimos entrar, por el barro. Raúl me dijo que me quedara, pero el primo de Toribio dijo que no, que era mejor que la chica viera una imagen femenina. ¿La madre? Ni habló. Se quedó sentada en la puerta del ranchito tomando mate. En realidad parecía más la abuela que la madre. No tendría ni cuarenta pero estaba muy avejentada, viste cómo es esa gente. Ella había arreglado antes con el juez así que nosotros le dimos la plata a él. Nunca supimos con cuánto se quedaba el tipo. Raúl me dijo que con la mayor parte, seguro. No me extrañó: tenía una cara de chanta. Ahora es diputado provincial.
Ni bien la pusimos en el asiento de atrás, la chica saltó y corrió de vuelta para el rancho. Te juro que me partió el alma, parecía un animalito asustado, pobre. Por poco me arrepiento. Pero, ni bien entró, salía otra vez con una muñeca en la mano. Pasó al lado de la madre que seguía tomando mate. La chica se quedó un instante ahí, callada, le tomó la mano a la mujer, se la besó y volvió corriendo a la camioneta. No le dijo nada, sólo le besó la mano y volvió corriendo a la camioneta. Raúl me dijo que le pareció verla llorar a la madre. No creo.
Me senté atrás, al lado de la chica, y traté de conversar con ella. Quise tocarle la panza pero no se dejó. Se retorcía de tal modo que Raúl me gritó que no la molestara más. No sé por qué estaba tan furioso. Yo me puse mal, pero traté que nadie en la camioneta se diera cuenta. De pronto ella solita me agarró la mano y se la apoyó en la panza. No sabés, cuando sentí que el bebé daba pataditas me puse a llorar como una estúpida. Raúl se dio vuelta y me miró con odio. No entendió nada.
En Posadas la internamos en una clínica. Estaba con anemia, nos dijo el doctor. La tuvieron en observación una semana. Ahí nos dijeron que en realidad estaba de seis meses. Raúl se puso loco porque nos habían dicho que estaba de ocho.
–¿Y ahora qué hacemos? –me dijo– ¿Vamos a tener que mantener a esta india hasta que nazca la beba?
¿Vos podés creer que dijera semejante barbaridad? La chica estaba en la otra habitación, pero pobrecita no entendía nada.
Cuando fuimos a verlo al primo de Toribio al juzgado, nos dijo que si la llevábamos a Buenos Aires él no iba a poder hacer los papeles. También nos dijo que conocía un convento donde la podían cuidar hasta que estuviera en fecha. Era lo mejor –nos aseguró– porque muchas, después de que una les da de comer y las viste, se escapan. Se vuelven para el rancho o se van a parir a otro lado. Nos dijo que cuando estuviera por nacer la criatura, él nos iba a llamar para volver a llevarla a la clínica. Lo tenía todo organizado. Le pagamos a la madre superiora.
–Al final, lo único que hacemos acá es poner plata –dijo Raúl.
Yo estuve a punto de decirle que no era por mi culpa, justamente, que estábamos pasando por todo eso; pero me contuve.
Una vez que la dejamos en el convento nos peleamos mal con Raúl. Yo le dije que pensaba quedarme en Posadas, en el hotel en el que estábamos parando, que no era muy caro.
–¿Pero vos sos pelotuda? –me dijo.
Yo sabía que él tenía razón, que tres meses en un hotel, por más barato que fuera, nos iba a salir una fortuna. Pero, ¿qué quería que hiciera? Te juro que si hubiera podido me la habría metido dentro para tenerla yo. Entonces se lo dije.
–Si no podemos tener hijos vos sabés muy bien por qué es –Te juro que se me escapó.
Raúl nunca me levantó la mano. Cuando se enoja rompe cosas o le da trompadas a las paredes. Pero ese día pensé que me pegaba. Salió del hotel y no volvió hasta la madrugada. Yo estaba destruida. Imaginate, mi beba apenas a diez cuadras y me tenía que volver a Buenos Aires. ¿Y si la chica se escapaba? ¿y si le pasaba algo? Cuando regresó Raúl me di cuenta de que había tomado, pero por lo menos se le había pasado la bronca. Me dijo que si quería, podíamos ver de alquilar algún departamentito barato en
Posadas y que él podría venir algunos fines de semana a acompañarme. No podía ser tan turra. Le dije que no, que me volvía con él y que, si podíamos, viajáramos cada tanto para ver como estaba nuestra hija.
Así que volvimos a Buenos Aires. Desde acá yo llamaba al convento todos los días. La pobre chica casi no hablaba así que yo pedía por la superiora. No sabés lo amable que era esa mujer. Se notaba que tenía una gran paz interior. Viajamos casi todos los fines de semana. En avión, obvio. Raúl se ponía como loco cada vez que llegaba el resumen de la tarjeta.
Al final, el primo de Toribio nos llamó el 20 de julio para decirnos que estaba en fecha. Igual, nosotros ya teníamos los pasajes reservados porque nos habían dicho en el sanatorio que iba a ser para esos días. Llegamos el 22. Ayelén nació el 23 a la tarde pero la trajimos recién los primeros días de agosto. Era divina, chiquitita y tenía la carita toda roja. Raúl le puso “hormiga colorada”. Daba miedo tocarla porque parecía que se iba a romper. Le pregunté al obstetra y me aseguró que estaba sanita. El parto había sido normal y la chica también estaba bien. Yo la vi desde la puerta de su habitación. Estaba mucho mejor de cara que cuando la sacamos del ranchito. El médico nos dijo que fue una suerte que la lleváramos en el sexto mes, porque si no, seguro que la beba hubiera nacido con menos peso del aconsejado. Fuimos a ver a un escribano y la anotamos, no nos hicieron ningún problema. Después se la llevamos a la superiora para que la viera. Qué mujer, hasta le dijo a Raúl que si la mirabas de perfil, Ayelén se le parecía. Nos dijo también que la chica se iba a quedar en el convento, que la iban a cuidar. Raúl, como siempre, no le creyó.
Si, seguro –me dijo cuando salimos–. A nosotros nos cobraron tres lucas por tenerla unos meses y ahora la van a dejar quedarse gratis.
Él no me lo quiso reconocer nunca, pero yo sé que le dio plata a la chica antes de que nos fuéramos de la clínica.
Años más tarde –Ayelén entraba a preescolar, así que tenía que estar por cumplir los 5– Toribio me contó que la chica había ido a verlo al primo, para preguntarle si sabía cómo estaba la nena. Me lo dijo como si nada. Yo casi me muero. Pensé que nos la iba a querer quitar. Toribio me dijo que no, que la chica tenía como veintiún años, que se había casado y ya tenía tres nenes, rubiecitos como Ayelén, me dijo. Mirá vos, para qué venir a molestar ahora que tiene una familia, pensé. Toribio me dijo que su primo el diputado –ya no era más juez en esa época–, la asustó diciéndole que le podían hacer un juicio por abandono de persona, o algo así. De ese chanta se podía esperar cualquier cosa. Por suerte nosotros no supimos nada más ni de él ni de la chica.
Si, eso fue hace mucho tiempo, ya sé. Pero, hace tres días... estábamos con Ayelén y con la modista en casa. La mujer había traído el vestido de los 15 para que se lo probara. No sabés, le queda divino. Sólo falta hacerle un par de retoques, así que la modista le dijo que se lo sacara. Entonces Ayelén se fue para la pieza a cambiarse y de pronto se paró, se dio vuelta, me miró y volvió corriendo. No dijo nada, lo único que hizo fue besarme la mano y se volvió para la pieza. No me dijo nada, ¿te das cuenta? Solamente me besó la mano y se fue. Sólo eso.

*Primer Premio del Primer Concurso de Cuentos en Twitter, organizado por Grupo 23. 

domingo, 22 de julio de 2012

¿Silvestre?



Levanté la mirada del diario y lo vi sentado en una mesa al lado de la puerta. Estaba seguro de que cuando yo llegué, esa mesa estaba vacía. Me extrañó que no se hubiera acercado a saludar. No me debe haber visto, pensé. Mi primer impulso fue seguir leyendo como si no hubiera notado, yo tampoco, su presencia. No podía hacerle eso. Llevábamos por lo menos dos años sin vernos. Me puse de pie y fui hasta su mesa.
–¿Silvestre? ¿cómo andás, negro? –me miró como si no me conociera–. Soy yo, Santiago ¿No me vas a decir que ya te olvidaste de mí?
–Discúlpeme, pero me está confundiendo con otra persona –dijo con aire cansado, como si repitiera un guión.
–Siempre el mismo, vos. Dejate de embromar. ¿Qué andás haciendo por acá?
–Créame –dijo–. No es la primera vez que me pasa. Está equivocado. 
Me hizo dudar. Estuve a punto de volver a mi mesa pero él corrió la silla a su lado. Entendí que debía sentarme. Prendió un Marlboro. Silvestre siempre había fumado Gitanes.
–Pensé que iba a poder pasar cinco minutos tranquilo… No es su culpa, discúlpeme, es que no estoy de humor.
No me imaginaba a dónde quería llegar con todo esto. Lo único que sabía era que el negro me estaba tomando el pelo y que yo iba a seguirle la corriente, como en los viejos tiempos. No dije nada.
–Siempre me confunden. No se imagina lo que es esto –continuó.
Pensé que ya estaba bien con la broma y estuve a punto de decirle que si seguía con eso me volvería a mi mesa. Sin embargo, quizás la historia que iba a escuchar valiera la pena. El negro siempre había tenido una gran imaginación. Después diría “te lo creíste, zoquete” y se burlaría de mi credulidad. Lo dejé seguir.
–La primera vez que me pasó fue apenas cumplidos los treinta. Por entonces trabajaba en la oficina de Clearing del Banco de Italia y tomaba el colectivo 86 en Av. de Mayo y Chacabuco, todos los días, un rato antes de las tres de la tarde.
Por poco le digo que él nunca podría haber tomado ese ómnibus porque vivía en la otra punta de la ciudad, pero la seriedad con la que me miró me hizo cambiar de idea.
–Volvía a mi casa. Recién empezaba la primavera y se me dio por bajar en la mitad del recorrido. No sé por qué, un impulso que no pude controlar ¿A usted nunca le pasó? –dijo y no esperó mi respuesta–. Fui derecho por Independencia y di vuelta en una esquina. Me sentía extraño, como si recorriera un camino conocido, aunque estaba seguro de que era la primera vez que andaba por esas calles.
Hizo una pausa. Dio una larga pitada a su cigarrillo. Un tipo que acababa de entrar al bar vino hasta nuestra mesa.
–¿Cómo andás, Daniel? –dijo mirando a Silvestre.
–Bien –dijo Silvestre mientras le daba la mano sin levantarse–. Disculpame, estoy con un amigo.
–Bueno. Llamame y arreglamos lo de la cena ¿te parece?
–De acuerdo –dijo Silvestre sin sacarme la vista de encima– ¿Ve lo que le digo? A veces lo mejor es seguirles la corriente. ¿Dónde estábamos?
Le dije dónde se había quedado. Él continuó.
–Llegué hasta un barrio obrero. Me paré enfrente de una de esas... casitas municipales creo que las llaman. ¿Vio que son todas iguales? Bueno, no sé por qué pero ésta me resultó familiar. Tomé el picaporte y abrí. El living comedor estaba en penumbras. Cerré la puerta y puse la traba. Subí tanteando por una estrecha escalera y llegué hasta la habitación principal. Empujé la puerta y entré. Estaba iluminada sólo por la luz que venía de la calle. Una mujer lloraba boca abajo en la cama. Me senté a su lado y apoyé mi mano en su hombro. ¿Mario? dijo. La puerta no tenía llave, respondí con una voz que me sonó extraña. Pude verla mejor. Tenía la cara enrojecida por el llanto pero aun así era hermosa. La besé sin importarme no ser Mario. Enseguida descubrí que estaba ciega. Hicimos el amor y al rato nos quedamos dormidos. Cuando me desperté ya era de noche. Ella seguía acurrucada a mi lado. La besé con suavidad y me fui sin hacer ruido. Jamás regresé a esa casa. Ahora sé que aunque quisiera no podría encontrarla.
Se quedó unos segundos callado. Después continuó.
–Desde entonces me pasa. Al principio fue muy duro, créame. Con el tiempo aprendí que casi siempre lo mejor, como le dije, es seguirles la corriente.
–¿No me estás tomando el pelo, negro? –pregunté.
No me respondió. Apagó el cigarrillo y se puso de pie.
–La cuenta páguela usted, imagínese que está invitando a su amigo ¿Cómo dijo que se llamaba? –Sonrió, me hizo un guiño y salió del bar.

viernes, 1 de junio de 2012

La Jauría

 
Jauría, de Julio Flores

Oigo los aullidos con claridad. Vienen de más allá de las vías. Poco a poco se multiplican, se mezclan con otros gritos, algunas sirenas. No me alegro pero no puedo dejar de sentir un cierto alivio. Supongo que esto me convierte en un ser despreciable, pero… ¿Acaso no lo fueron ellos también cuando clausuraron la estación del ferrocarril, cuando alambraron el barrio y cuando pusieron los puestos de requisa en la avenida Rivadavia? Fueron despreciables, pero no inteligentes. Creyeron que con eso iban a poder mantener a la jauría dentro, alejada de sus casas. Y una vez que se sintieron más seguros, nos abandonaron. Los que tenían dónde ir dejaron todo y se mudaron lo más lejos que pudieron. El resto nos quedamos acá. Tratamos de fortificarnos, reforzamos las puertas de los edificios, enrejamos las ventanas, hicimos todo lo que pudimos pero no alcanzó. Poco a poco la jauría nos fue diezmando. Pero eso no era todo. Cada vez que salíamos del barrio nos trataban como ciudadanos de segunda. Muchos, que antes se consideraban nuestros amigos, ahora nos negaban el saludo. No nos querían atender en los restaurantes, como si fuéramos nosotros los culpables de la desgracia que sufríamos. Nunca supimos cómo nos reconocían, tal vez era algo en nuestro aspecto, nuestra actitud resignada, acaso algún olor que nos distinguía y nos hacía fácil de identificar en cualquier sitio. Eso, principalmente, nos fue recluyendo. Eso también, no sólo la jauría.
Me acuerdo cuando me llamó el gerente de sistemas para decirme que habían decidido “prescindir” de mis servicios. Después de tantos años, me qujé. Insistí en saber por qué me echaban. Casi le rogué que me dijera qué podía hacer para evitarlo. Entonces el muy mierda me aconsejó que me mudara. Y con qué plata le escupí, si me estás echando. Además, le dije, si vos vivís apenas tres o cuatro cuadras del otro lado de la vía, no podés ser tan cretino. Me sacaron a empujones de su oficina. Desde entonces, poco más o menos, no volví a salir del barrio. Para qué. Ya sabía lo que me iba a pasar en cada trabajo al que me presentara. Acá, por lo menos, no me sentía un extraño.
Desde mi ventana puedo ver, día tras día, como la basura se va acumulando en las calles. La recolección por las tardes se suspendió hace meses y ya ni siquiera vienen a hacer la recorrida por las mañanas. La noche es sólo de la jauría. Nos quedamos dentro de nuestras casas apenas el sol comienza a ocultarse. Lo máximo que nos atrevemos a hacer es acercarnos a espiar entre las cortinas cuando se escucha algún grito.
Todo empezó hace menos de un año, aunque a veces siento que siempre ha sido así. Fue como si explotara una bomba en mi propia casa. Salí corriendo del baño todavía con la cara llena de espuma para afeitar y cuando llegué al comedor no encontré nada raro. Fui hasta la ventana. El tren aún se movía lentamente. Un camión estaba volcado a un costado de la vía con la caja partida como si fuese una enorme lata. El conductor abrió la puerta de una patada y salió. Parecía un poco mareado por el choque, pero no se lo notaba herido. Nadie en el tren, aparentemente, estaba lastimado. Fui a buscar el teléfono y llamé al trabajo. Avisé que iba a llegar muy tarde porque el servicio del ferrocarril estaría suspendido. Me dijeron que si no podía ir me quedara a trabajar desde casa. Les dije que bueno y me quedé, todavía con la cara llena de espuma de afeitar, contemplando la escena del accidente. Estoy en un tercer piso y la ventana del living de mi departamento da sobre el paso a nivel, así que mi ubicación era inmejorable.
Fui a buscar la cámara de fotos y saqué algunas. Las subí a la computadora y recién entonces me di cuenta de que el camión llevaba comida para perros. Al rato me aburrí y prendí el televisor. Dieron la noticia como diez veces, no había heridos de gravedad y el servicio se reanudó un par de horas después del accidente, nada especial como para que fuera recordado más allá de ese día. Por la noche oí los aullidos. Jamás había escuchado algo así. Ciertos cambios en la tonalidad, en la frecuencia, o vaya a saber qué, hacían que pareciera una especie de lenguaje oscuro, alguna forma de comunicación. Abrí la ventana del living. Las luces de la calle estaban apagadas. Poco a poco me fui acostumbrando a la penumbra. Al principio sólo vi algunas sombras negras, que se destacaban apenas sobre la oscuridad de la noche. Iban y venían de un lado al otro del paso a nivel. Al rato percibí más claramente sus formas. Parecían perros con sus cuerpos algo alargados que se movían entre los restos de comida abandonados a los costados de las vías. Creí descubrir una cierta organización en sus movimientos, casi como si respondieran a alguna orden más allá de mi comprensión. Cuando parecía que el grupo se comenzaba a desbandar, volvían los extraños aullidos y las sombras retomaban el orden. No sé por qué pero entonces no le di demasiada importancia a este comportamiento. Al rato volví a la cama y me dormí.
A la mañana siguiente, al pasar junto a las vías me asombró la rapidez con la que habían limpiado el desastre del día anterior. No quedaban rastros de la comida que se había desparramado sobre la calle y la vereda. Un vecino me hizo un comentario acerca de la eficiencia de los equipos del nuevo gobierno. Le dije que ahora la ciudad sí que estaba en buenas manos y seguí de largo.
Fui a trabajar como siempre, ese y los días que siguieron hasta que me echaron. Sin embargo las cosas ya nunca volvieron a ser cómo siempre. Apenas una semana después del accidente comenzaron las desapariciones. El primero, creo, fue un vecino de mi edificio. Era un contador de unos sesenta años que vivía con su esposa en el 5to B. Tenían un caniche toy que acostumbraban pasear justo antes de irse a dormir. Una noche, el hombre salió con su perro y no volvió. Al principio, en el barrio se comentó el tema entre risas. La mujer era insoportable así que muchos suponían que el tipo se había ido por su propia voluntad. Sin embargo, las desapariciones continuaron. Todos –hombres o mujeres, viejos o jóvenes– desaparecían por la noche y todos, sin excepción, habían salido a pasear a sus perros justo antes de esfumarse. Ni los dueños ni las mascotas regresaron jamás.
La primera reacción del gobierno fue incrementar las guardias nocturnas de la comisaría del barrio. Llenar las calles de policías pareció una buena idea en un principio, hasta que una mañana se encontraron tres coches patrulleros vacíos, a lo largo las vías del ferrocarril. Salvo algunas manchas de sangre en los asientos, no había ningún indicio de lo que podía haber pasado con sus ocupantes. Nadie había escuchado disparos. Las patrullas nocturnas también cesaron desde entonces.
Durante las primeras dos semanas desaparecieron más de treinta vecinos. Ya nadie se animaba a pasear a sus perros cuando caía el sol. Las noches se convirtieron en un insoportable concierto de ladridos. Algunos dueños, desesperados, dejaban salir a sus mascotas solas a la calle para que hicieran sus necesidades. Los animales nunca volvieron. En apenas un mes ya no quedaban perros en el barrio. Casi al mismo tiempo todos los gatos desaparecieron de las casas. Los callejeros habían dejado de verse durante los primeros días, pero recién entonces lo notamos. Las paredes del barrio se llenaron de carteles con fotos de mascotas extraviadas.
Fue por esa época que se hizo ver por primera vez la jauría. Varias personas volvían de sus trabajos, cerca de las siete de la tarde, y al doblar una esquina fueron atacadas. Una mujer del grupo alcanzó a entrar al edificio donde vivía. Dos animales se metieron dentro con ella. Un vecino que era policía consiguió matarlos. Tuvo que vaciarles un cargador entero para que dejaran a la mujer, que ya estaba muerta hacía rato. Algunos patrulleros y un camión celular bloquearon la cuadra. Sólo encontraron a la mujer muerta en el hall del edificio junto a los dos animales. La jauría y el resto de los cadáveres habían desaparecido antes de que llegara la policía.
Al día siguiente, desde la ducha escuché el discurso del Jefe de Gobierno. Cuando salí del baño en todos los noticieros hablaban del ataque de la noche anterior. En el ascensor me crucé con el vecino del 3ro H.
–¿Vio el discurso? preguntó
–Sí.
–Voy a tener que hablar en mi trabajo porque yo salgo a las seis y media de la tarde y el toque de queda va a ser a partir de las siete. Me van a tener que dejar salir antes.
–Yo no diría nada.
–¿Por qué?
–No me parece. Yo por lo menos no pienso hacer mención del tema, total no creo que muchos sepan dónde vivo. Por las dudas…
–¿Le parece?
–…uno nunca sabe. Yo, si fuera usted no lo diría. No es bueno hacerse notar y en ningún trabajo les gusta dejar salir a nadie antes de hora, sea por lo que fuere.
El tipo se quedó pensando, o al menos a mi me lo pareció. Nos despedimos en la puerta del edificio. No lo volví a ver.
Un mes más tarde, después de cincuenta animales sacrificados y casi la misma cantidad de empleados desaparecidos, los operativos de la Perrera Municipal se suspendieron hasta nuevo aviso. Hoy estoy seguro de que la eliminación de esos pocos animales lo único que consiguió fue mejorar a la jauría. Los que sobrevivieron fueron los más inteligentes, los mejor adaptados. Desde mi ventana creía poder escucharlos aparearse frenéticamente, noche tras noche, para recuperar en poco tiempo a los caídos en los operativos de la Perrera. La nueva generación, me imagino ahora, resultó más apta para sobrevivir y mucho más feroz.
El Gobierno de la Ciudad decidió entonces levantar un alambrado de cuatro metros de altura a lo largo de las vías del ferrocarril, alrededor del barrio, formando un trapecio de poco menos de cincuenta manzanas. La razón, informaban unos carteles pegados frente al Centro de Gestión Barrial, era circunscribir el fenómeno a una zona más manejable, para así reanudar los operativos de la Perrera. El local del Centro de Gestión apareció al día siguiente con las cortinas bajas y no volvió a abrir. La estación del ferrocarril quedó del otro lado del alambrado, igual, ya hacía más de una semana que ningún tren se detenía allí, aunque nunca se dieron explicaciones por este cambio. Los colectivos debían ingresar y salir del barrio por los dos puestos de requisa de la avenida Rivadavia. Algunas empresas modificaron su recorrido para evitar ingresar a la zona y el resto sólo entraba de día. Muchos colectiveros, sin embargo, bajaban a todos los pasajeros en el puesto de requisa y se desviaban por su propia voluntad. En poco tiempo ningún medio de transporte público circulaba por el barrio. Los taxis ya hacía rato que no tomaban viajes dentro del cerco. Al principio cobraban un plus por zona peligrosa, a los que los tomaban afuera y les pedían que los trajeran hasta acá, pero al poco tiempo directamente se negaron a hacerlo por más dinero que se les ofreciera.
Los que no teníamos automóvil propio no tuvimos más remedio que caminar. A los que sí tenían auto las cosas no les iban mucho mejor. Las requisas con el tiempo se hicieron tan exhaustivas que se formaban largas colas para entrar o salir del barrio. Los muy imbéciles revisaban los vehículos para verificar que nadie llevara escondida a una de esas bestias fuera del perímetro, como si algo así fuera remotamente posible. Pasaba hasta una hora o más antes de que un conductor pudiera trasponer la barrera. Los que aún conservaban sus autos, entonces, debieron buscar un estacionamiento fuera del barrio o venderlos. En un par de meses solamente se veían algunos pocos autos oficiales o algún que otro coche de la policía por las calles. El aire, de algún modo se volvió más diáfano sin los escapes arrojando su veneno como en otras épocas. Los que venían de afuera, sin embargo, decían que sentían un insoportable olor, como a carne descompuesta, aunque nosotros nunca lo notamos. A mí con el tiempo dejó de importarme el haber perdido contacto con el exterior. Al final uno termina acostumbrándose a todo. Lo importante era saber manejar los horarios. No alejarse tanto que no se pudiera regresar con luz a la seguridad del hogar. Como todos los negocios habían cerrado, una vez por semana venía una Feria Municipal que vendía comestibles y productos de limpieza a muy bajo precio. El teléfono, Internet y la televisión por cable dejaron de funcionar. No me preocupé gran cosa porque de todos modos hacía ya tiempo que no pagaba las cuentas. Se nos informó, mediante un camión blindado que cada día circulaba a lo largo de la avenida Rivadavia, con altoparlantes en el techo, que se había decidido bonificar el servicio de gas y electricidad a los habitantes del barrio, lo que no quería decir que el Gobierno creyera que tenía alguna responsabilidad por lo que nos estaba sucediendo. Muchos vecinos lo agradecieron con aplausos. Algunos, sin embargo, se dedicaron a lanzar piedras hacia el camión, que nunca regresó.
Hoy a la tarde salí a la calle. No tenía ninguna razón para hacerlo. Todavía tengo suficiente comida en la alacena y además la Feria vendrá recién pasado mañana. Se me dio por pasear a lo largo de las vías del ferrocarril, recorriendo el alambrado que encierra todo el barrio. Caminé unas cuadras hasta llegar a la avenida Carrasco, donde el cerco dobla hacia el sur, hasta la avenida Alberdi. Miré hacia el cielo, todavía faltaba un rato para que oscureciera. Estaba a unas ocho o nueve cuadras de mi departamento, podía llegar tranquilo así que volví bordeando el alambrado hasta unos metros antes de mi casa. Escuché el ruido de un tren que se acercaba. Me alejé para verlo pasar. Cuando estaba llegando a mi lado comenzó a disminuir la velocidad hasta que se detuvo. Miré dentro del vagón que estaba frente a mí. Viajaba poca gente y se notaba que todos se sentían bastante incómodos, intuí, no tanto por la demora como por el lugar de la detención. Nadie miraba hacia donde yo estaba, como si de pronto me hubiera vuelto invisible. Me acerqué algo a una ventanilla que estaba apenas entreabierta. Sólo alcancé a ver una mano que la cerró violentamente. El tren volvió a arrancar y se perdió rumbo al centro de la ciudad. Retomé mi camino. Entonces lo vi. Estaba en la zanja al lado del alambrado lamiéndose una herida que tenía en la pata trasera derecha. Todavía era de día y estaba solo. No podía ser un perro. Todos habían desaparecido. Miré al frente y pasé a su lado como si no existiera. Apenas lo superé noté como el animal se ponía en cuatro patas y me seguía. Unos metros más adelante apuró el paso y se colocó delante de mí. Me di cuenta de que su cuerpo era algo alargado y completamente negro. Caminó unos metros hasta que se detuvo, giró y me miró a los ojos. Intenté esquivar los suyos pero no pude, como si algo me obligara a mirarlo fijo como él lo hacía conmigo. Gruñó, con un gruñido que parecía venir de lejos. Otros gruñidos se fueron acercando como respondiendo a su llamado. Supe que no tenía ninguna oportunidad de escapar. Una docena de bestias de ojos amarillos me miraban fijo apenas a unos metros. Los gruñidos cesaron, sólo se escuchaba algún que otro jadeo. Los colmillos superiores les sobresalían enormes de sus bocas, recordé entonces algunos dibujos de tigres prehistóricos. Esperé. Lentamente me rodearon y se fueron acercando, pero no me atacaron. Retrocedí hasta apoyar mi espalda contra el alambrado. El tiempo pasaba sin que ellos mostraran ningún cambio. En ese momento entendí lo que querían de mí o acaso fueron ellos los que supieron qué era lo que yo estaba dispuesto a hacer. Uno a uno se dieron la vuelta y desaparecieron entre las sombras que empezaban a alargarse. Sólo quedó el primero, fijos aún sus ojos en los míos. Fui hasta mi departamento y rebusqué en el ropero hasta que encontré la caja de herramientas. Allí estaba, algo oxidada pero iba a servir. Regresé. Él seguía sentado en el mismo lugar. De rodillas corté un buen trozo del alambrado hasta dejar abierto un agujero de más o menos un metro de diámetro. Cuando terminé mi trabajo, me puse de pie. Empezaron a pasar. Conté más de doscientos. Él se quedó unos segundos más de este lado, se metió a través del agujero y desapareció en la oscuridad.

Finalista del XXXVI concurso de cuentos cortos "HUCHA DE ORO" (Madrid, mayo de 2010)

martes, 22 de mayo de 2012

La pieza

–Conmigo no cuentes –dijo Andrea–. Andá vos y tirá todo a la basura o hacé lo que mejor te parezca. A mi no me interesa quedarme con nada. Después arreglá con una inmobiliaria de la zona y que ellos se encarguen. Corté. La verdad es que a mí tampoco me interesaba quedarme con nada de la casa ni tenía la menor intención de volver a allá después de tantos años… ¿Cuántos? Más de tres, seguro. La última vez había sido cuando internamos al viejo, unos días después de la muerte de mamá. Guardé las llaves en un cajón y allí estarían todavía si mi hermana no hubiese vuelto a llamar, semanas más tarde, para preguntar en cuánto habían tasado la propiedad. –¿Cómo que todavía no fuiste ni a limpiar? Así nunca la vamos a vender. Vos sabés muy bien que los precios se vienen abajo cuando termina la temporada. –¿Si querés vender la casa por qué no vas vos a tirar todo a la mierda? –Eso debería haber respondido. En cambio dije: –El fin de semana que viene voy sin falta. No te preocupes. En la inmobiliaria me dieron la dirección de una mujer del barrio para hacer la limpieza. Fui a buscarla, le entregué las llaves y le pedí que me llamara al hotel en cuanto hubiese terminado. Cuando volví, la cosa pintaba un poco mejor. La mujer había hecho un buen trabajo. Le ofrecí que se llevara alguno de los muebles que aún quedaban, si quería. Total pensábamos liquidar la casa con todo adentro y a mí, al menos, me daba lo mismo que se los quedara ella, el comprador, o el dueño de la inmobiliaria –Lo único que dejé sin acomodar –dijo la mujer–, fueron las cosas de la piecita del fondo. Me imaginé que usted querría ver primero qué hacer con ellas. Por si hay algo personal ¿vio? Se imaginó mal, pensé, pero no dije nada. La mujer ya se había cambiado para irse así que decidí terminar la limpieza yo. Le pagué y fui al supermercado a comprar bolsas de consorcio lo suficientemente grandes como para tirar todo lo que encontrara. El viejo no guardaba más que porquerías en esa pieza. Recordé cómo renegaba mamá cada vez que salía el tema. Yo ahí no entro más, dijo una vez. No cumplió. Volvió a entrar, por última vez, vaya uno a saber por qué razón. La encontré yo. El banco me había mandado por una auditoría a la sucursal de la costa y tenía medio día libre. El viejo tomaba mate en la vereda. No me reconoció. Si busca a Irma, me dijo, está en la piecita del fondo. Ahí estaba, sentada en una silla y recostada sobre la mesa, como si descansara. La cabeza apoyada sobre el brazo derecho, el brazo izquierdo colgando ya rígido y el pelo suelto desparramado sobre la tabla. Recuerdo que me quedé unos segundos contemplándola. Tan hermosa estaba a pesar de todo. En un primer momento me pregunté que habría estado haciendo allí sentada, sola, sin siquiera un libro sobre la mesa. Sin embargo, reconocí de inmediato que no tenía sentido hacer esa pregunta porque mi madre, literalmente, se había llevado su respuesta a la tumba. Después del velorio no quedó más remedio que internar al viejo, que a esa altura estaba totalmente consumido por el Alzheimer. Desvariaba pero, por suerte, en ningún momento preguntó por mamá. No sé por qué no vendimos la casa en ese momento. Al viejo no lo volví a ver. Igual, hacía años que él no reconocía a nadie. Qué sentido tenía ir a verlo si ni se iba a enterar de mi visita. Cuando murió yo estaba en el exterior por trabajo, por más que hubiera tomado el primer avión, habría llegado para después del velorio. De todos modos, supongo que algo de culpa cargaría sino no habría aceptado hacerme cargo de la limpieza de la casa, cuando Andrea me lo propuso. Llené once bolsas de consorcio. Toda la mierda que mi padre había juntado durante su vida, estaba ahí. Tornillos, hojitas de afeitar usadas, botones, planchas descompuestas, lámparas quemadas… Tiré todo, sin detenerme a mirar lo que tiraba, hasta que la pieza quedó vacía. Casi, porque cuando sacaba la última bolsa descubrí la caja. Estaba sobre la vitrina, pegada a la pared. Por eso no la había visto mientras vaciaba los muebles. Dejé las bolsas en la puerta de calle y volví a la pieza. Me subí a una silla para alcanzar la caja y recordé una escena de mi infancia que hasta ese momento había estado oculta en mi memoria, no sabía entonces por qué: …Estoy subido a esa misma silla, haciendo equilibrio sobre su respaldo, estirándome todo lo que mis siete años me permiten. No sé como descubrí la caja allá arriba pero estoy convencido de que contiene alguna clase de secreto mágico. La bajo y la observo unos segundos. Es alargada pero no muy alta. Rectangular. 50 por 20, más o menos. Parece de cartón pero pesa demasiado y no se deforma a pesar del contenido que la hace tan pesada. No tiene ni una sola marca, ni una sola figura en su exterior que me permita adivinar qué es lo que contiene. La abro. Dentro descubro un rompecabezas enorme, a juzgar por la cantidad de piezas. Tomo alguna, son de cartón, ásperas, no sé por qué me parecen extrañas. Me decido. Limpio la mesa y vuelco las piezas en un montón sobre ella. Empiezo a encastrarlas con paciencia intentando adivinar la imagen que se va formando. Se abre la puerta del cuarto. Giro la vista y descubro la enorme figura de mi padre en el hueco de la puerta. Avanza decidido hacia mí y me cruza la cara de un sopapo. Intento decir algo pero me doy cuenta de que es inútil. Mi padre me zarandea con una mano mientras con la otra guarda el juego en la caja y la coloca otra vez sobre la vitrina. No dice una palabra, solamente me mira, con un gesto que me causa terror. Grito… Después el recuerdo se desvanece, se pierde, acaso confundido con algunas pesadillas que me acosaban cuando niño. Me imagino que, como siempre, mi madre habrá salido en mi defensa y todo habrá quedado en una simple penitencia, uno o dos días sin salir a la calle a jugar con los chicos… Bajé la caja treinta años más tarde y volví a sentirme atraído por su contenido como cuando niño. Sin embargo, esta vez me di cuenta de que ahora nadie podría interrumpirme. Yo era el único habitante de la casa, por lo menos hasta que llegara la gente de la inmobiliaria a hacerse cargo. No necesité limpiar la mesa porque ya no había nada sobre ella, abrí entonces la vieja caja con las piezas del rompecabezas algo amarronadas por el paso del tiempo. Busqué en mi bolso hasta encontrar la petaca de whisky. La agité, no le quedaba gran cosa. Fui hasta la cocina, serví un vaso. De memoria fui a buscar hielo a la heladera que hacía años había dejado de funcionar y finalmente volví al cuarto del fondo a reiniciar una tarea que había dejado inconclusa durante mi infancia. Decidí empezar por los bordes. Separé todas las piezas con algún lado recto y en menos de media hora había completado el contorno de la imagen. Observé que el alto de la figura calzaba justo en la mesa. El ancho era unos treinta centímetros más pequeño, lo que me dejaba suficiente espacio como para colocar la caja y apoyar el vaso de whisky que a esa altura ya estaba casi vacío. La imagen que estaba armando retrataba una pequeña habitación con las paredes cubiertas por muebles vacíos. En la pared del frente se adivinaba una vitrina con las puertas abiertas. En el centro de la habitación parecía haber una mesa con una sola silla. Sobre la mesa se alcanzaba a entrever el codo de una persona, lo que indicaba que había alguien sentado en esa silla. Luego de un buen rato reparé en la semejanza entre la imagen que estaba develando y la habitación en la que me encontraba. Me levanté de la silla extrañado. Miraba una y otra vez hacia el rompecabezas y luego a la pared que tenía enfrente. El parecido entre ambas imágenes me sobresaltó. Tal vez era mejor no continuar, pensé. Sin embargo, casi al mismo tiempo sentí una absurda necesidad de completar el rompecabezas. Volví a mi tarea. Pude descubrir, minutos más tarde, que la imagen mostraba a un hombre en la silla que estaba aparentemente armando otro rompecabezas. El hombre de la imagen tenía camisa a cuadros y jeans, igual que yo. Mis manos continuaron completando el cuadro hasta que no me quedaron dudas de que ese hombre era realmente yo, aunque en el rompecabezas se me viera recostado sobre la mesa, la mirada vidriosa, la cabeza apoyada sobre el brazo derecho y el izquierdo colgando rígido. En la imagen, a la izquierda, había un vaso de whisky medio lleno. Miré mi vaso. Estaba lleno hasta la mitad. Pensé en lanzarlo contra la pared pero no me animé, o no pude hacerlo. Mis manos seguían ocupadas colocando las piezas, yo no podía detenerlas. Mientras se completaba la figura mi cabeza lentamente se reclinaba hacia delante, tomando la posición reflejada por la imagen. Por más que me esforzaba no lograba detener ese movimiento. Mi mano izquierda, ajena a mi desesperación, seguía encajando los restos de la imagen como si lo hiciera en respuesta a una voluntad que no era la mía. Recién cuando el rompecabezas mostraba sólo un pequeño hueco casi en su centro –lugar que debía ser ocupado inequívocamente por la última pieza– se detuvo un instante y fue hasta la caja. Estaba vacía. Sin poder contenerme me vi arrastrado bajo la mesa, luego, volteé la vitrina y removí todos los muebles que aún quedaban en pie en la habitación en busca de esa última pieza desaparecida. Recién cuando no quedó un solo rincón sin revisar, logré calmarme, liberado finalmente de esa fuerza que me había obligado a continuar el rompecabezas contra mi voluntad. Me sentí repentinamente vacío, pero al mismo tiempo, libre, como si hubiera dejado atrás alguna maldición que me seguía desde la infancia. Recordé en ese momento el día que internamos al viejo, las explicaciones pueriles que le dimos y cómo él aceptó sin una queja el destino de reclusión que le imponíamos. Volví a ver, como aquella última vez, su sonrisa, mientras subía a la ambulancia masticando, con esmero, un pequeño trozo de cartón amarronado.
1er premio concurso de cuentos cortos Instituto Henry Moore (2010)