lunes, 14 de septiembre de 2020

Claromecó

 



Valentín atendía el bar del Castillo Hotel, en Claromecó. Por esos años –hará unos treinta–, el hotel solo funcionaba de noviembre a marzo. El resto del año, cuando el personal, los dueños y todos los turistas se volvían a sus ciudades, Valentín se quedaba en el hotel como sereno, mientras Claromecó se convertía en un pueblo fantasma. Las playas y los restaurantes se vaciaban, y las cinco cuadras de la avenida Costanera, de noviembre a marzo llenas de turistas, se convertían en una desolación de carteles polvorientos agitados por el viento, playas desiertas y negocios cerrados a cal y canto.

Ninguno de nosotros hubiera aceptado, ni por todo el oro del mundo, quedarse en Claromecó entre abril y octubre. A Valentín, en cambio, parecía encantarle. Su humor comenzaba a mejorar a partir de la primera quincena de marzo y, llegando el fin de la temporada, hasta se quedaba horas de más suplantando a cualquiera de los empleados que necesitara un par de horas para despedirse de alguna turista ocasional que volvía para sus pagos. Los últimos días de marzo incluso se animaba a compartir con nosotros sus ratos libres y, a veces, también participaba de las salidas con las que nos despedíamos hasta la siguiente temporada.  Fue en una de esas pocas salidas que terminamos los dos tomando en una mesa del parador la Barra de Claromecó. 

Aunque yo no lo supiera en ese momento, esa iba a ser mi última temporada como botones del Castillo Hotel. Eran las cuatro de la mañana y ya habíamos tomado lo suficiente como para que tanto Valentín como yo estuviéramos por demás comunicativos. 

–Vos llevás cuatro años ya en el hotel, ¿no? –dijo de golpe Valentín. 

–No. Este es el tercero.

–¡Qué bárbaro! Tres años y nunca tuvimos ni quince minutos para charlar de nada, ¿no?

–Bueno, en realidad, para ser estrictos, solo llevamos quince meses trabajando juntos. Cinco meses por año, ¿no? –dije, creyendo que ese era un comentario inteligente.

En vez de hacerme notar la estupidez que había dicho, Valentín cambió de tema. 

–¿No estudiabas en la universidad, vos? –dijo.

–Filosofía. Pero dejé.

–¿Por qué?

–No sé, me parece que quizás la verdadera filosofía está acá, no en la universidad.

–Eso es lo más pelotudo que escuché en mi vida. Con todo respeto –dijo Valentín.

 Era la primera vez que lo escuchaba putear. Entendí que su comentario era producto del alcohol y decidí dejarlo pasar.

–En serio pibe, no te equivoques. Esto que hacemos acá es apenas sobrevivir. No vas a aprender nada de nosotros. Bueno, no de mí, por lo menos, salvo que necesités un mal ejemplo.

Nadie conocía la historia de Valentín. Según los dueños, cuando compraron el hotel él ya venía dentro del paquete. Los anteriores dueños le daban solo tareas de mantenimiento porque no lo creían muy inteligente. Los nuevos dueños, en cambio, vieron que Valentín siempre se mostraba dispuesto a aprender cosas nuevas. Con el tiempo fue ascendiendo hasta llegar a ser el responsable del bar del hotel, el puesto más alto al que podía aspirar un empleado en el Castillo Hotel. Me imaginé que si averiguaba algo de su vida iba a poder lucirme delante de mis compañeros. Lo animé a seguir hablando.

–Mi padre era médico y tenía su propia clínica. Yo, en vez de estudiar algo que me gustara, me dejé llevar por el mandato familiar y me metí en medicina. Al cuarto año todavía debía materias de primero… Aunque no me hubiera pasado lo que me pasó, igual no me habría recibido nunca. Ya pasó tanto tiempo que ni me acuerdo qué quería ser cuando tenía tu edad. De lo que estoy seguro es de que mi sueño no era convertirme en esto que estás viendo ahora. Pero yo no tuve la posibilidad de elegir que tenés vos ahora. No seas tonto. Si te gusta la filosofía, volvé a la universidad. No pierdas más tiempo acá.

Yo siempre había creído que Valentín era un buscavidas. No daba el tipo del nene de papá que decía haber sido. Sin embargo, no pude averiguar más en ese momento porque de la nada apareció el encargado de mantenimiento, que estaba más borracho que nosotros dos juntos, acompañado por las dos mucamas del hotel, que no estaban mucho mejor que él.

–Vamos a darnos un chapuzón –invitó el de mantenimiento.

–¿Con el frío que hace? –dije–. Ya estamos en marzo, no me meto de día, menos me voy a meter a esta hora.

–Vamos Valentín… Demostrales a todos que es mentira que le tenés miedo al agua –dijo el tipo.

Valentín no respondió, el tipo se cansó y se fue con las chicas a la playa. Por más borrachos que estuvieran no creía que se animaran a meterse al agua. O al menos esperaba eso porque en las condiciones en las que estaban lo más probable era que terminaran ahogándose.

–No es miedo… O quizás, sí –dijo Valentín, más para sí mismo que para nadie más.

No quise responderle a Valentín porque esperaba que volviera a hablarme de su vida anterior, sin saber que ya lo estaba haciendo.

–¿A vos nunca te pasó que salís del mar y no podés encontrar el lugar de la playa dónde estabas cuando te metiste?

–Sí –dije–. Es porque la marea no tira hacia mar adentro sino más bien paralela a la costa. Por eso se pierden tantos chicos en la playa. Entran al mar y salen diez o veinte metros a la derecha o a la izquierda de donde habían entrado, se asustan y entonces…

–No, no, de lo que yo te estoy hablando es de otra cosa. 

No respondí.

–Te voy a contar lo que me pasó cuando tenía tu edad.

Pedí otra cerveza para cada uno. Valentín siguió:

–Había ido de vacaciones con mis padres a Claromecó. Cuando llegamos a la playa alquilamos una sombrilla y tres reposeras. El tipo nos acompañó a la orilla y las colocó en primera fila, a pocos metros del mar. Ni bien nos instalamos, mis padres quisieron que fuera con ellos al agua y yo me negué. Al rato, cuando volvieron, me vinieron las ganas de remojarme y fui solo. Estuve un rato con el agua hasta los hombros mirando hacia la playa, al lugar en el que estaban mis viejos, más para asegurarme de que no vinieran que para no perderme. Al fin me decidí a nadar un rato. Me alejé bastante de la costa. De pronto sentí un calambre en la pierna derecha. Traté de volver. Di dos o tres brazadas, pero me costaba mantenerme a flote. Me desesperé y empecé a patalear y a bracear como loco. A pesar del esfuerzo seguía lejos de la playa. Si no me calmaba me iba a ahogar. A unos veinte o treinta metros a mi izquierda vi un bote de paseo anclado. No se veía nadie abordo. Nadé como pude hasta llegar a él y me quedé ahí agarrado a la soga del ancla un buen rato. Ni se me ocurrió hacer señas a los guardavidas. Me hubiera muerto de vergüenza si me sacaban a la playa en frente de mi padre. Cuando se me pasó el calambre nadé de vuelta hasta la orilla.

Valentín se quedó callado y le dio un buen trago a su cerveza ¿Eso era todo? pensé. Como anécdota la verdad parecía bastante pava. Cualquiera que haya nadado en el mar pasó por algo parecido. Justo cuando estaba por levantarme de la mesa, Valentín siguió hablando.

–Salí en el lugar exacto donde había entrado. Sin embargo, frente a mí no estaban mis padres, bajo la sombrilla que habíamos alquilado, sino otra pareja junto a una chica más o menos de mi edad. Sus caras me resultaron algo familiares, o eso creí. Pensé en acercarme y preguntarles si mis padres habían cambiado lugar con ellos, pero algo me contuvo. No sé exactamente qué, quizás la vergüenza por haberme perdido. Caminé primero hacia el norte, y después al sur, buscándolos. Al principio estaba seguro de que los encontraría, pero poco a poco fui sintiendo una opresión en el pecho que aumentaba más y más. No podía ser que no pudiera encontrarlos. Me sentía ridículo. ¿Qué podía hacer? ¿Pedir ayuda? ¿Llorar como un nene y decir que me había perdido? 

Entendí lo que Valentín quería decir. Yo tenía veinticinco años cuando él me contó su anécdota y me imaginé que en su lugar tampoco me hubiera animado a confesar que estaba perdido.

–Mi viejo siempre fue un bromista –continuó Valentín–, así que me convencí de que, seguro, se había confabulado con mi madre para esconderse de mí por no haber querido acompañarlos al mar. Volví al lugar donde había salido y me acerqué, ahora sí, al matrimonio que estaba con la hija. Pensé que mis padres estarían en ese preciso momento muertos de la risa a pocos metros viéndome hacer el ridículo. Cuando me acerqué y saludé al tipo, me di cuenta de que hablaba en un idioma extranjero. No era ninguno que hubiera escuchado en mi vida. La mujer también sonrió y dijo algo que tampoco pude entender. 

–Qué raro –dije–, turistas extranjeros en Claromecó y hace veinte años… 

–Eso pensé –dijo Valentín–. No es que fuera imposible pero sí era muy raro. Como no tenía ni idea del idioma que hablaban, les sonreí y seguí buscando en la segunda y tercera fila de sombrillas. Ahora que atendía más a lo que hablaba la gente noté que casi todos parecían extranjeros. Eso sí que era imposible, pero al rato la cosa empeoró porque me di cuenta de que los carteles a lo largo de la playa tenían leyendas en un idioma incomprensible al lado de imágenes como una botella de gaseosa, una chica en bikini o un auto último modelo. Empecé a temblar y pensé que quizás el estrés de haber estado a punto de ahogarme me había afectado y todo era producto del shock. Traté de calmarme a ver si así se me pasaba lo que fuera que tenía.

–Afasia –dije.

–¿Qué?

–Afasia. Es una enfermedad que produce esos síntomas. Uno deja de reconocer su propia lengua. En algunos casos no pueden hablar y en otros no pueden leer.

–Lo que sea. Ahí me quedé, entonces, sentado en la arena, muerto de miedo, esperando a que se me pasara. Pero no se me pasó. Ya llevaba casi dos horas en la playa, al menos por mi reloj, que era lo único que tenía encima aparte del short de baño. Con mis viejos alquilábamos un dúplex a pocas cuadras. Pensé que podía ir hasta ahí y esperar a que volvieran o en una de esas ya habían vuelto y era por eso que no podía encontrarlos. Una vez en el dúplex seguro mi viejo iba a saber dónde llevarme para que me revisaran. Lo había escuchado hablar alguna vez de estos síntomas y creía haber escuchado también que eran algo pasajero. Cuando llegué al dúplex me tranquilicé. Toqué el timbre. Nada. Entonces estaban en la playa todavía. Los imaginé yendo a reclamarle a los guardavidas, pensando que yo me había ahogado o que estaba intentando volver a la orilla o quién sabe qué. Tenía que volver, seguro que los encontraba en la casilla de los guardavidas, cómo no se me había ocurrido antes. Entonces llegaron. Abrieron la puertita de entrada y encararon por el camino de piedras que llegaba hasta la puerta del dúplex. 

–¿Eran tus viejos? –dije, aunque sospechaba lo que iba a decirme Valentín.

–No, no eran mis viejos. Era la pareja que estaba bajo la sombrilla. Venían con su hija. Me miraron asombrados. Seguramente me habían reconocido de la playa. No supe cómo reaccionar. De golpe me sentía indignado. ¿Qué hacía esa gente ahí? ¿Dónde estaban mis padres? El hombre se puso delante de las dos mujeres y me hizo frente. Le grité: “¿Dónde están mis viejos? Dame las llaves hijo de puta”. El tipo se me vino encima. Lo bajé de una trompada. Las mujeres corrieron hacia la calle. No me importó. Agarré las llaves del dúplex y me metí.  Recorrí las habitaciones del primer piso buscando a mis padres. No estaban ahí. Abrí los placares. La ropa que encontré no era la de ellos, ni la mía, pero estaba ciento por ciento seguro de que el dúplex era el correcto. Bajé a la planta baja. Ya se había juntado gente en el jardín de entrada. Los vecinos estaban ayudando a levantarse al hombre y algunos amagaban con entrar. Corrí hasta el fondo y salí al patiecito. Salté la medianera que daba a un terreno baldío. Escapé corriendo. Por suerte nadie me siguió. Caminé durante horas sin rumbo. 

El gesto de Valentín, a medida que avanzaba el relato, fue cambiando. Cuando empezó hasta parecía divertido, pero ahora lo veía devastado como si realmente estuviera volviendo a vivir lo que me estaba contando.

–Volví a la playa por la noche –dijo después de dar un trago a su cerveza–. Estaba desierta. Forcé la puerta de una casilla de alquiler de sombrillas y dormí ahí. A la madrugada, antes de salir, revisé el lugar. Encontré un par de ojotas y también algo de plata. Los billetes no eran los billetes que yo conocía; ni los números, ni las imágenes de los próceres me eran familiares. Creo que recién en ese momento me di cuenta. No estaba en mi mundo. De alguna manera había entrado al mar en un mundo y había salido en otro, en uno paralelo. Un mundo casi idéntico al mío, con las mismas playas, los mismos autos, las mismas calles, las mismas casas, pero otra gente, otros idiomas, otros billetes, y quién sabe qué otras diferencias. Desesperado me metí en el mar en el mismo lugar en el que había entrado y traté de repetir lo que recordaba había hecho la tarde anterior. No pasó nada. Estuve todo el día intentándolo, como un loco, y también todos los días que siguieron hasta el final de la temporada.

En ese momento volvió el tipo de mantenimiento con las chicas y un par de compañeros del hotel. Valentín clavó la vista en su cerveza y se quedó callado.

–Vino a buscarnos la combi del hotel –dijo uno de los muchachos–. Vamos a llevarlo a este que está en pedo, ¿vienen? 

Valentín se paró y empezó a caminar hasta el estacionamiento. Lo seguí. Cuando llegamos al hotel nos separamos. Él tenía una habitación individual y yo dormía en una pieza con dos compañeros. Antes de que desapareciera me acerqué y lo tomé del brazo.

–Esperá. Falta que me cuentes cómo hiciste al final para volver a nuestro mundo.

Valentín me miró con una sonrisa malévola.

–¿Nuestro mundo? ¿Quién te dijo que pude volver?

El día siguiente fue domingo y no nos vimos. El lunes él estuvo de franco y yo me volví a la capital a la noche. La temporada que siguió me quedé en casa porque mi viejo se enfermó. Murió en marzo. Me inscribí otra vez en la facultad y conseguí un trabajo de tiempo completo cerca de casa. No volví al Castillo Hotel hasta diez o doce años más tarde. Desde entonces vine muchas veces a Claromecó. Primero con mi esposa y ahora también con mis hijos. Siempre que lo hago pregunto por Valentín, por más que nunca encuentre a nadie que lo haya conocido. Al principio mis hijos me decían que no lo hiciera, que los avergonzaba preguntando siempre por alguien que ellos dudan que haya existido. Ahora ya se acostumbraron y no se quejan, lo toman como una más de mis manías, como la de quedarme parado vigilante en la orilla, cada vez que alguno de ellos decide meterse solo en el mar.