jueves, 22 de abril de 2010

Cazador



Andrés supo que su mujer le metía los cuernos. No tenía pruebas, pero él siempre se guió por su intuición y cuando estaba en actividad nunca se le habían exigido pruebas para actuar. Al principio le costó creer que, después de lo del tipo del gimnasio, Laura se animara a volver a engañarlo tan pronto. Hizo como si nada pasara pero de a poco comenzó a cercarla. Deslizó preguntas aparentemente inocentes que dieran cuenta de los movimientos de su esposa. Comenzó a llamarla a distintos horarios para tratar de descubrir dónde estaba a cada momento. Apeló también a sus contactos para seguir la pista de los llamados que llegaban al teléfono móvil de ella y que la obligaban a ocultarse para responderlos. Encontró un número desconocido que se repetía mucho más que otros. También detectó un anormal crecimiento de los llamados desde y hacia la oficina de Laura. Tanta devoción por el trabajo de parte de su mujer le resultó extraña, sobre todo porque ella respondía con evasivas siempre que le preguntaba cómo había sido su día. Averiguó que el número que aparecía varias veces era el de un celular comprado a un bolsero, lo que hacía imposible saber quién era su verdadero dueño. Los llamados de la oficina podían ser de cualquiera que trabajara allí. Iba a tener que esmerarse.
La vez anterior había sido simple terminar con el asunto. Él estaba en actividad y le fue fácil conseguir la información y los recursos. Supo enseguida que su esposa estaba saliendo con un tipo que trabajaba en el gimnasio al que ella iba. Uno de los compañeros de Andrés fue a verlo con la excusa de contratarlo para ayudar en la rehabilitación de su mujer recién operada. El tipo entró como un caballo. En la casa lo esperaban dos de los muchachos. El amante de Laura terminó en una zanja en González Catán. El quilombo fue cuando se enteraron los de arriba. Cómo se te ocurre pelotudo, había dicho el Coronel. Andrés le juró que la idea era apretarlo pero que se les había ido la mano. A los muchachos les metieron una suspensión pero a él lo obligaron a pedir la baja. De todos modos, le dijeron, ya estaba en edad para retirarse. Después de tantos años, se quejó, pero no hubo caso. Por lo menos el Coronel le consiguió ese trabajo en la empresa de seguridad. A Laura, por supuesto, no le dijo nada de lo del pendejo aunque Andrés siempre sospechó que había recibido el mensaje. Pero ahora todo volvía a suceder. Si cree que se va a salvar porque estoy retirado está en pedo, pensó Andrés. Hacía varios meses que no le encargaban nada de la empresa así que aprovechó el tiempo libre para profundizar la investigación. Revisó las cosas de Laura sin pasar por alto ni un solo papel. Entró en su casilla de correo electrónico –siempre supo la clave–, pero no encontró nada.
La siguió. Se quedaba horas frente al trabajo de ella, frente a la peluquería, frente a los lugares a los que iba con sus amigas. Nada. Hasta que un día los vio salir juntos de la oficina. Él era un flaquito de un metro setenta y pico, bastante insulso. Mientras se alejaban, Andrés llamó al número que aparecía repetido en el registro del celular de Laura. El hombre se detuvo, miró el visor de su teléfono pero no atendió. Esa noche, Andrés le dijo a Laura que le habían ofrecido un trabajo y que iba a tener que pasar algún tiempo fuera. Como siempre, ella no preguntó nada.
Pudo averiguar sólo que se llamaba Mariano Raso, que era contador público, soltero y tenía justo la edad de Laura: 39 años. Lo odió, por ser más joven que él, casi tanto como por acostarse con su esposa. Si yo tuviera veinte años menos, pensó, éste no me dura más que un par de horas, como el pendejo del gimnasio. Pero ahora, sabía, la cosa no iba a ser tan fácil. No podía involucrar a sus ex compañeros pero por lo menos podía pedirles más información. El tipo trabajaba como asistente de Laura desde hacía un mes. Hijo de puta, pensó, apenas un mes y ya se la está cogiendo. Según el resumen de su tarjeta de crédito el contador iba todos los jueves al mismo albergue transitorio. Ese era el día de la semana en que Laura supuestamente tenía sus clases de teatro y no volvía antes de las diez de la noche. Revisó el listado del teléfono: los jueves no había registro de llamadas entre ambos celulares. No necesitó más evidencias para decidirse. Ahora tenía que aprender los gustos, costumbres y debilidades de su presa. Se sentía otra vez activo. No recordaba haber estado tan excitado en años. Sonrió. Al final, se dijo, le voy a tener que dar las gracias a la puta de Laura.
El contador vivía en el centro. Andrés se instaló frente a su casa y lo siguió mientras el tipo recorría el camino hacia su trabajo. Lo vio detenerse largo rato frente a la vidriera de una armería. Andrés creyó entender que era uno de esos tipos que se pasan horas mirando armas pero que nunca dispararon una en su vida. Se tanteó la axila izquierda y sintió que, si hubiera querido, podría haberlo matado ahí mismo. De alguna manera, eso lo confortó. Por la tarde fue a la peluquería, se hizo rapar y afeitar el bigote.
–¿El bigote? –preguntó el peluquero, sorprendido.
Hacía años que Andrés se atendía en la misma peluquería.
–Sí, ahora soy civil, no me hace falta –bromeó.
Ya en su casa, delante del espejo comprobó satisfecho su nueva imagen. Al regresar del trabajo Laura parecía divertida con el cambio operado en su marido.
–Parecés más joven –dijo–. Qué lastima que le prestamos la camarita a tu hermana, sino te sacaba una foto para poner en la compu de la oficina.
–Ni cagando –dijo Andrés–. Sabés que no me gusta que me saques fotos –Si, justo, pensó, mirá si te voy a dejar que me saques una foto para que el pelotudo de tu amante me reconozca cuando lo vaya a encarar.
Al día siguiente llegó temprano a la armería y se quedó esperando frente a la vidriera. Al rato apareció el tipo y se detuvo como de costumbre.
–Esa es una buena escopeta –dijo Andrés–. Browning 425 sporter calibre 20, belga.
El tipo se dio vuelta y lo miró sin ninguna expresión en la cara. O bien el cambio de imagen era efectivo o Laura nunca le había mostrado al contador una foto de su esposo.
–Perdón, no sé mucho de escopetas –dijo el hombre.
–Sin embargo parece tener buen ojo porque se paró delante de la mejor que hay en la vidriera. ¿Seguro que no sabe nada de armas? –dijo Andrés.
–No, de verdad.
–Bueno, yo tengo una igualita. Es mi orgullo, la llevo siempre que salgo de cacería.
La conversación no duró demasiado pero el tipo parecía estar muy interesado. Antes de despedirse, Andrés le dijo que solía ir por las tardes a un bar de la zona.
–Si le gustan las historias de caza, péguese una vuelta que yo tengo una colección. Eso sí, el café lo paga usted.
No necesitó volver a invitarlo. Un par de días más tarde el contador apareció por el bar. Los encuentros se repitieron. Al mes, las reuniones ya eran una costumbre para los dos hombres. Andrés todavía no había decidido como seguir pero, como buen cazador, dejó que la presa se confiara, que se sintiera segura. Tarde o temprano, no tenía dudas, el contador lo invitaría a su casa y entonces el final sería inevitable.
Una noche, en la cena, Laura contó a su marido que el gerente le había propuesto ir a la sucursal Bariloche a hacer una auditoría. Andrés sospechó que su mujer estaba preparando el terreno para irse de luna de miel con su amiguito. No me vas a cagar tan fácil, pensó, si te vas con el boludo ese, los hago boleta a los dos.
Una semana más tarde volvió a preguntar por el viaje y Laura le contestó de mal modo. Le dijo que la gerencia había decidido enviar a su asistente, un tal Mariano.
–¿Y desde cuándo tenés asistente vos? –preguntó divertido.
–Desde hace un mes y pico. Es un pesado, me lo puso el gerente. Encima, ahora van y lo mandan a él en mi lugar –Laura parecía realmente ofuscada–. Si hubiera ido yo –agregó– vos podrías haberme acompañado y aprovechabas para ir de caza a esa Estancia, ¿San Esteban se llamaba? Y después nos podríamos haber quedado el fin de semana en Bariloche.
Andrés la dejó seguir hablando aunque ya no podía escucharla. Como en los viejos tiempos, sintió que su mente funcionaba por cuenta propia. Se imaginó cada uno de los pasos a seguir: Investigar en aeroparque fecha y hora del vuelo del tipo. Sacar pasajes en un vuelo anterior. Averiguar en qué hotel se alojaría y reservar una habitación. Alquilar una 4x4 y un par de armas; una de ellas, por supuesto, la Browning 425 sporter calibre 20. Dejar pasar un par de días. Después, el encuentro accidental (Pero mire que casualidad, usted trabajando y yo de cacería… ¿Qué va a hacer el fin de semana? ¿Nada? No se hable más amigo, se viene de caza conmigo y le muestro lo bien que anda la Browning. Vamos anímese, no me va a decir que le da miedo disparar unos tiritos). Eso sí, cuidar que nadie los viera juntos y el sábado, bien temprano, salir para la estancia...

Un par de kilómetros antes de llegar Andrés detiene la 4x4.
–Sabe, el único problema es que usted no tiene licencia de caza y en el puesto de control no lo van a dejar pasar –dice.
El contador lo mira decepcionado.
–Tranquilo amigo. Mire, lo que podemos hacer es lo siguiente: si no le molesta, se queda en el asiento de atrás, acostado en el piso, y yo lo tapo con los bolsos. Nunca revisan el vehículo a la entrada y a la salida no piden los permisos, así que podemos volver los dos sin problemas.
El tipo desconfía.
–No me parece, ¿y si nos descubren?
Andrés piensa que todo se termina ahí y que va a tener que liquidarlo en el medio de la ruta, lo que implica más riesgo del que quiere correr.
–Pero hombre. No vamos a pegar la vuelta ahora. Estamos tan cerca… No se me va a echar atrás.
El contador duda. Andrés aprovecha esa indecisión. Insiste. Minutos más tarde el tipo se acuesta en el piso de la camioneta mientras él lo cubre con una manta. Acomoda los bolsos. Pasan el control sin problemas.
Se internan bien profundo en el bosque, en un sector dónde, le han asegurado en el puesto, no hay ningún otro cazador. Andrés le enseña al contador cómo se maneja la escopeta. El tipo parece confiado así que un rato más tarde Andrés le explica que lo mejor es separarse para poder cercar a una buena presa. Le cede gentilmente la Browning 425. El contador parece encantado.
–Le apuesto lo que quiera que hoy nos volvemos con un ciervo de no menos de 10 puntas. Va a ver lo que es la Browning…
Espera a que el contador se vaya y prende un cigarrillo. Lo menos que puede hacer por el pobre tipo es dejarlo ir y disfrutar al aire libre sus últimos minutos de vida. Después de rastrearlo, cuando lo tenga a la distancia justa le disparará. No va a ser un tiro mortal, tiene que vivir lo suficiente como para saber quién lo mata y por qué va a morir, igual que el del gimnasio.
Apaga el cigarrillo y se pone de pie. Gira hacia donde se acaba de ir el otro y se encuentra de frente con la boca de una Browning 425 sporter calibre 20. Sigue con la vista el cañón del arma, hasta llegar a la culata, y ve la cara de Mariano Raso o como sea que se llame en realidad. Andrés intenta ganar tiempo, hacerlo hablar, pero el otro lo interrumpe antes de que pueda abrir la boca.
–Date vuelta y no digas nada.
Andrés le da la espalda pero no se queda callado.
–¿Cómo vas a hacer para salir de acá? Te van a buscar. No me podés matar por la espalda…
No alcanza a ver como el tipo le coloca el cañón al costado de la rodilla derecha. El disparo prácticamente le arranca la pierna y lo hace caer de cara al suelo. A pesar del dolor intenta darse vuelta pero el otro le apoya con fuerza un pie en la espalda.
–Cómo voy a salir de acá ya no es tu problema. Y no te voy a matar por la espalda, te vas a morir desangrado por la herida que tenés en la pierna. Un accidente de caza, con tu propia escopeta, una Browning 425 sporter calibre 20 igualita a la que con tanto orgullo guardás en tu casa. Te descuidaste y te volaste la pierna. Le pasa al mejor cazador. Si hubieras venido acompañado por ahí te salvabas, pero viniste solo –el tipo habla sin emoción–. Tu mujer me pidió que no te murieras sin saber que fue ella la que me contrató.
Andrés intenta responder pero las palabras no llegan a salir de su boca.
Minutos más tarde, quizás porque ya no siente ninguna resistencia, el cazador retira el pie de la espalda de su presa, limpia con cuidado las pocas huellas que dejó y empieza a caminar en dirección a la ruta.

Publicado en el número 58 de La mujer de mi vida (http://www.lamujerdemivida.com.ar/)
Foto gentileza de Harrison Haines

miércoles, 10 de febrero de 2010

Cristiano Pereyra, centrojás de El Progreso Fútbol Club

El hombre llegaba al bar todos los días a media mañana. Casi siempre con el diario o alguna revista bajo el brazo. Pedía primero una y después otra ginebra doble y las hacía durar hasta las 12:00. A esa hora ordenaba siempre el plato del día con un vaso de vino tinto de la casa y otro de hielo. Comía en silencio mientras leía, o simplemente observaba hacia la calle. Nunca miraba el televisor.
Plasma. 65 pulgadas. Lo saqué en 24 cuotas. Cuando empiecen a llegar los clientes se paga solo, había dicho don Antonio cuando lo compró.
No se pagó solo, pero lo cierto es que yo, que pasaba la mayor parte de mi vida detrás del mostrador o caminando entre las 17 mesas del bar, lo agradecí. Sin embargo, cuando don Antonio insinuó que recibiría con buenos ojos una colaboración desde el jarro de las propinas para el pago de las cuotas, Claudio —el mozo de la noche— y yo, nos negamos. Viejo pijotero, me dijo Claudio cuando le comenté, no le alcanza con no darme un aumento en dos años que encima quiere que le pague los lujos.
El hombre, por su parte, nunca le prestó demasiada atención al plasma. Es más, generalmente se sentaba de espaldas al televisor, sobre todo cuando daban algún partido de fútbol.
Una de las cosas que me gustaban de él era que, a pesar de ser habitué, no se creía dueño de ninguna mesa, como solía suceder con el resto de la clientela. Bastaba que un tipo viniera tres o cuatro veces más o menos seguidas como para que se sintiera con derecho a recriminarme porque había dejado que alguien ocupara “su” mesa. Pero el hombre era distinto. Se sentaba en cualquier sitio. Con el tiempo creí descubrir que esta elección no era del todo caprichosa. Parecía optar por un lugar u otro de acuerdo al humor que tenía. Por ejemplo: Cuando estaba deprimido prefería las mesas junto a las ventanas. En esos días, en vez de enfrascarse en la lectura, pasaba horas mirando hacia la calle, en silencio, mientras saboreaba su ginebra. Cuando estaba de buen humor, prefería las mesas cerca de la barra. Esos eran los días en los que conversábamos, del tiempo o de alguna noticia publicada en la primera plana del diario, que era mi límite noticioso por entonces. Un par de veces se me ocurrió hacerle algún comentario de fútbol –que el ignoró– con la intención de adivinar de qué club era hincha (información útil para evitar comentarios que pudieran reducir mis propinas). No volví a tocar el tema.
Un día le pregunté a don Antonio qué sabía del hombre.
–Si paga, se lo atiende, si no paga se lo echa. No se le da charla y, si no es para recibirle el pedido o para cobrárselo, se hace de cuenta que no existe –dijo, y se negó a dar más explicaciones.
La respuesta me resultó curiosa. Llevaba más de un año trabajando en el bar y hasta donde yo podía opinar, el hombre era el cliente más fiel del negocio. Sin embargo don Antonio se negaba a tratarlo como tal. Si no le caía bien, pensé, ¿por qué no lo echa? No hubiera sido la primera vez que nos obligara a Claudio y a mí a maltratar a un cliente que le caía mal, hasta que el punto se iba y no volvía más por el bar.
Desde ese día aproveché cada ausencia de don Antonio para acercarme al hombre con cualquier excusa. Con el tiempo construimos una relación, si no amistosa, por lo menos cordial; que era mucho más de lo que había imaginado posible con alguien tan reservado como él. Supe su nombre. Cristiano Pereyra, me dijo, pero por más que intenté, no pude averiguar a qué se dedicaba. No parecía tener problemas económicos, pero a pesar de andar por los setenta, tampoco estaba jubilado, a juzgar por la total indiferencia que demostraba por las noticias previsionales. Eso me desconcertó. Si no cobraba ninguna jubilación o pensión, ni parecía dedicarse a ningún trabajo rentado, no me podía imaginar de dónde sacaba el dinero para pagar lo que consumía. Calculé que debería gastar en el bar un promedio de 19 pesos diarios. No cenaba ahí pero tenía que hacerlo en algún sitio, lo que le insumiría no menos de 22 más, con lo que se llegaba a un total de 41. Sumados a éstos los gastos en cigarrillos (varias veces lo había visto fumar al llegar o al irse) y en el diario y las revistas que traía bajo el brazo, mas otros “extras”, llevaban la cifra a no menos de 47 pesos por día. Esto daba un total mensual superior a los 1000 pesos sin contar el alquiler de alguna piecita (si alquilaba) o los impuestos (si era propietario). Llegué a la conclusión de que sus gastos totales deberían estar en el orden de los mil quinientos pesos, que era una suma superior a la que yo cobraba por doce horas diarias de servir cortados y atender mesas. Por eso, solamente, Cristiano Pereyra se convirtió en una especie de ídolo para mí. Casi diría, un ejemplo a imitar.
Una noche tuve que suplantar a Claudio —que había tenido que viajar de urgencia a ver a su madre— ya que su reemplazo habitual estaba enfermo. Era jueves, el día en el que don Antonio recibía a sus amigos (los sobrevivientes del Titanic, los había bautizado Claudio). Para agasajarlos, se juntaban seis de las 17 mesas en el fondo del local, en la parte más cercana a la barra.
Terminé de armar las mesas y colocar el mantel, el único de ese tamaño que teníamos, cuando vi aparecer a Pereyra en el bar. Se sentó con una extraña sonrisa en los labios enfrente de la mesa recién armada y pidió una ginebra Bols. Se la llevé y me dijo:
–Dejá la botella, Javier, gracias.
Fue la primera vez que le escuché decir mi nombre. Colocó sobre la bandeja un billete de 100 pesos.
–Quedate con el cambio –dijo.
Mientras volvía al mostrador con el billete en la mano, entendí por qué Claudio nunca me había contado de las visitas nocturnas del hombre y por qué la única vez que le pregunté si Cristiano venía a cenar al bar, me contestó que no sabía de qué cliente le estaba hablando.
Poco a poco, comenzaron a llegar los sobrevivientes del Titanic. A medida que llegaban se fueron sentando, de espaldas a Cristiano, dando la cara a la pared del fondo del bar. Los últimos ocuparon las sillas de enfrente y noté que se esforzaban por no mirarlo. Cristiano, parecía divertido con la situación como si estuviera acostumbrado a este comportamiento. Entonces él colocó sobre su mesa un portarretratos de tamaño mediano, apuntando hacia la de don Antonio y sus amigos. Cada vez que llenaba su vaso de ginebra, lo levantaba como proponiendo un brindis a los del grupo, que continuaban su charla como si él no existiera.
Sin excusa, porque ya me había pagado, me acerqué a la mesa de Cristiano para mirar de cerca lo que tenía en el portarretratos. Era una nota de una revista, ya amarillenta. Había una foto de un joven futbolista vestido con una camiseta a rayas verticales verdes negras y rojas, en cuclillas con una pelota entre las manos, aprisionada contra el césped. Alcancé a leer: “Una nueva estrella relumbra en el firmamento del barrio de Coghlan”. Don Antonio me llamó a los gritos.
–El cliente ya está atendido y pagó su cuenta. No necesita nada más que retirarse cuando termine la ginebra –dijo y siguió charlando con sus camaradas de a bordo.
Cristiano me hizo una seña que no alcancé a comprender. Esperé.
A las doce y media empezaron a retirarse los amigos de don Antonio y a la una, mientras yo le cobraba a una pareja de adolescentes que parecían empeñados en trasnochar a toda costa, se fue también Cristiano.
Don Antonio se llevó el dinero de la caja, yo cerré el local y coloqué las sillas sobre las mesas. Afortunadamente, pensé, el mozo del turno de la mañana se encargaría de baldear el piso. Mientras colocaba los candados en las cortinas metálicas descubrí con amargura que el mozo del turno de la mañana era yo. Definitivamente, este trabajo me está atontando más rápido de lo que pensaba, lamenté.
Llegué a la parada del colectivo 75, en la esquina del bar, justo a la una y media. Allí estaba esperándome, un tanto ladeado a causa de la ginebra, Cristiano Pereyra.
–¿Vos querías leer esto? –dijo y me acercó el portarretratos con la nota.
Me puse bajo la luz y la leí. Hablaba de la estrella del club El Progreso Fútbol Club de Coghlan, el centrojás venido de Misiones, Cristiano Pereyra. Decía también que El Progreso era número puesto para ascender a la B ese año y que casi no quedaban dudas de que eso sucedería de la mano de Pereyra.
Le devolví la nota intrigado.
–Yo era la estrella de El Progreso. Hasta me vinieron a buscar de Chacarita Juniors. Me ofrecieron un contrato por setecientos pesos mensuales y quince mil pesos para mí, limpitos, aparte de lo que arreglaran entre los clubes por el pase. Los dirigentes de El Progreso eran gente de plata. Me pusieron veinte mil mangos arriba de la mesa y un contrato por 10 años de novecientos cincuenta pesos mensuales. Una fortuna, creeme. Me quedé en el club. Llegamos al último partido, invictos y con 9 goles de ventaja sobre el segundo. Todos daban por sentado que ascendíamos. Perdimos 11 a 1. Yo hice el único gol pero me echaron a los quince del primer tiempo. Los dirigentes dijeron que me hice echar, que me había vendido, ¿podés creer? Yo, que llevaba años soñando con jugar en primera para El Progreso. Los de la comisión directiva ni quisieron escuchar mi versión. Me suspendieron por 6 meses. Fui a Misiones a visitar a mi familia. Cuando estaba allá recibí un telegrama del club que decía que habían decidido olvidarse para siempre del asunto y de mí. Yo era muy joven y con pocas luces. Como vos. No entendí lo que significaba el telegrama. Volví a Buenos Aires meses más tarde a presentarme en el club. Ya no estaba. Nosotros jugábamos en Platense, pero el club estaba en esta misma manzana. Ocupaba lo que hoy es la sodería Sodex, el Taller de radiadores y el bar donde vos trabajás. Los muy hijos de puta habían loteado el terreno y vendido todo. Yo tenía mi pieza en el club así que mis cosas desaparecieron junto con él. No se que hicieron con los socios ni con los vecinos ni con el resto del plantel, pero nadie parecía reconocer que aquí había existido ningún Club. Lo único que me quedaba era la nota de El Gráfico que acabás de leer. Algunos años después traté de encontrar el número de la revista pero no había ningún ejemplar disponible. Todos habían desaparecido y no tenía mucho sentido reimprimir un número sin importancia, me dijeron.
Miré nuevamente el recorte. En la parte inferior de la hoja se leía: “Revista El Gráfico” pero la fecha estaba ilegible.
–Fui a visitar a los de la comisión a sus casas, a sus negocios. Todos me ignoraron, dijeron no conocerme, me acusaron de acosarlos. Estuve preso en la comisaría 37a y después me internaron en el Borda. Cuando salí fui a probarme a varios clubes pero ya no era el mismo. Me habían matado. Peor, me habían borrado. Me fui a Misiones pero cuando llegué a la casa de mis viejos la habían tirado abajo. En el barrio mis vecinos y mis amigos de la infancia decían no conocerme. Pero yo no me voy a rendir, y ellos lo saben. Saben que no voy a dejar que se olviden mientras vivan. No señor. No. Ellos van a recordar siempre a Cristiano Pereyra, centrojás de El Progreso, la estrella que relumbra en el firmamento… dijo y se tambaleó un poco por la excitación y otro poco por las ginebras. Lo sostuve antes de que se cayera al piso, pero no pude evitar que el portarretratos se golpeara y se rompiera el vidrio. Guardé la nota en mi mochila después de sentar al pobre viejo en un umbral. Reaccionó al rato y le pedí que me indicara dónde quedaba su casa. Parecía desorientado pero me lo dijo. Era una casita de no más de tres ambientes, casi llegando a la esquina de Estomba y Tamborini, a pocas cuadras de ahí. Lo ayudé a entrar y me despedí en la puerta. Ya eran más de las dos de la mañana y ese día tenía que abrir el bar a las ocho.
De camino a mi casa, vaya a saber por qué, me cuestioné por primera vez, qué había hecho hasta ese momento con mi vida. El trabajo en el bar me estaba convirtiendo en un ser limitado, básico, como el mismo don Antonio o como el triste remedo de hombre que parecía ser Cristiano Pereyra. Al día siguiente llamé temprano para avisar que renunciaba a mi trabajo.
Volví dos semanas después a cobrar la liquidación final. Ya me había inscripto en la facultad y estaba buscando sin mucho éxito algún trabajo menos deprimente. Don Antonio me reclamó el uniforme de mozo que me había llevado la última noche, para lavar en casa. Recordé que lo había dejado en la mochila sobre el lavarropas y que no había vuelto a reparar en él. Seguramente mi madre lo habría puesto a lavar. Le prometí que se lo devolvería en unos días. El viejo avaro me dijo que se quedaría con mi parte en el jarro de las propinas hasta que le devolviera el uniforme. Le dije que se podía meter las propinas en el culo porque no le pensaba devolver el puto uniforme. Creo que agregué algo así como que lo pensaba guardar para no olvidarme del miserable destino que me hubiera esperado si me quedaba ahí. Todavía lo conservo.
Dejé por última vez el bar sin ningún remordimiento. Me sorprendió que Cristiano no estuviera tomando su ginebra doble pero no me preocupé gran cosa por él.
Meses más tarde encontré en el ropero la mochila que llevaba siempre al bar. Mi madre había sacado el uniforme y lo había lavado, pero no había reparado en la nota de El Gráfico que estaba en uno de los bolsillos. La leí otra vez. Sentí que no me pertenecía así que en cuanto pude volví a Coghlan y busqué la casa de Cristiano para devolvérsela. En la puerta me encontré con un cartel de la Inmobiliaria Peirano. Recordé ese apellido. Era el de uno de los sobrevivientes del Titanic. Toqué el timbre y me atendió un empleado que estaba de guardia. Me contó que la casa pertenecía desde hacía muchos años a la inmobiliaria pero que la habían puesto a la venta recién desde la muerte del señor Peirano, que nunca había querido deshacerse de ella por cuestiones sentimentales. Le pregunté por Cristiano y el tipo me dijo que no lo conocía y que la casa había estado deshabitada por décadas.
Fui hasta el bar. Las cortinas metálicas estaban bajas a pesar de ser casi mediodía. En el centro, un cartel de la inmobiliaria Peirano ofrecía a la venta “este local con sótano, inmejorablemente ubicado, con fondo de comercio para bar y restaurante”. Pasé frente al taller de radiadores. También estaba cerrado y en venta. Unos pasos más allá otro enorme cartel de la inmobiliaria Peirano anunciaba la venta o alquiler de la planta de la Sodería Sodex. En el frente, bajo el anuncio, aún se alcanzaba a leer con toda claridad, a pesar del desgaste de los años, las letras G, R, E, S, y O y, algo más alejadas, una F y una C.