martes, 22 de mayo de 2012

La pieza

–Conmigo no cuentes –dijo Andrea–. Andá vos y tirá todo a la basura o hacé lo que mejor te parezca. A mi no me interesa quedarme con nada. Después arreglá con una inmobiliaria de la zona y que ellos se encarguen. Corté. La verdad es que a mí tampoco me interesaba quedarme con nada de la casa ni tenía la menor intención de volver a allá después de tantos años… ¿Cuántos? Más de tres, seguro. La última vez había sido cuando internamos al viejo, unos días después de la muerte de mamá. Guardé las llaves en un cajón y allí estarían todavía si mi hermana no hubiese vuelto a llamar, semanas más tarde, para preguntar en cuánto habían tasado la propiedad. –¿Cómo que todavía no fuiste ni a limpiar? Así nunca la vamos a vender. Vos sabés muy bien que los precios se vienen abajo cuando termina la temporada. –¿Si querés vender la casa por qué no vas vos a tirar todo a la mierda? –Eso debería haber respondido. En cambio dije: –El fin de semana que viene voy sin falta. No te preocupes. En la inmobiliaria me dieron la dirección de una mujer del barrio para hacer la limpieza. Fui a buscarla, le entregué las llaves y le pedí que me llamara al hotel en cuanto hubiese terminado. Cuando volví, la cosa pintaba un poco mejor. La mujer había hecho un buen trabajo. Le ofrecí que se llevara alguno de los muebles que aún quedaban, si quería. Total pensábamos liquidar la casa con todo adentro y a mí, al menos, me daba lo mismo que se los quedara ella, el comprador, o el dueño de la inmobiliaria –Lo único que dejé sin acomodar –dijo la mujer–, fueron las cosas de la piecita del fondo. Me imaginé que usted querría ver primero qué hacer con ellas. Por si hay algo personal ¿vio? Se imaginó mal, pensé, pero no dije nada. La mujer ya se había cambiado para irse así que decidí terminar la limpieza yo. Le pagué y fui al supermercado a comprar bolsas de consorcio lo suficientemente grandes como para tirar todo lo que encontrara. El viejo no guardaba más que porquerías en esa pieza. Recordé cómo renegaba mamá cada vez que salía el tema. Yo ahí no entro más, dijo una vez. No cumplió. Volvió a entrar, por última vez, vaya uno a saber por qué razón. La encontré yo. El banco me había mandado por una auditoría a la sucursal de la costa y tenía medio día libre. El viejo tomaba mate en la vereda. No me reconoció. Si busca a Irma, me dijo, está en la piecita del fondo. Ahí estaba, sentada en una silla y recostada sobre la mesa, como si descansara. La cabeza apoyada sobre el brazo derecho, el brazo izquierdo colgando ya rígido y el pelo suelto desparramado sobre la tabla. Recuerdo que me quedé unos segundos contemplándola. Tan hermosa estaba a pesar de todo. En un primer momento me pregunté que habría estado haciendo allí sentada, sola, sin siquiera un libro sobre la mesa. Sin embargo, reconocí de inmediato que no tenía sentido hacer esa pregunta porque mi madre, literalmente, se había llevado su respuesta a la tumba. Después del velorio no quedó más remedio que internar al viejo, que a esa altura estaba totalmente consumido por el Alzheimer. Desvariaba pero, por suerte, en ningún momento preguntó por mamá. No sé por qué no vendimos la casa en ese momento. Al viejo no lo volví a ver. Igual, hacía años que él no reconocía a nadie. Qué sentido tenía ir a verlo si ni se iba a enterar de mi visita. Cuando murió yo estaba en el exterior por trabajo, por más que hubiera tomado el primer avión, habría llegado para después del velorio. De todos modos, supongo que algo de culpa cargaría sino no habría aceptado hacerme cargo de la limpieza de la casa, cuando Andrea me lo propuso. Llené once bolsas de consorcio. Toda la mierda que mi padre había juntado durante su vida, estaba ahí. Tornillos, hojitas de afeitar usadas, botones, planchas descompuestas, lámparas quemadas… Tiré todo, sin detenerme a mirar lo que tiraba, hasta que la pieza quedó vacía. Casi, porque cuando sacaba la última bolsa descubrí la caja. Estaba sobre la vitrina, pegada a la pared. Por eso no la había visto mientras vaciaba los muebles. Dejé las bolsas en la puerta de calle y volví a la pieza. Me subí a una silla para alcanzar la caja y recordé una escena de mi infancia que hasta ese momento había estado oculta en mi memoria, no sabía entonces por qué: …Estoy subido a esa misma silla, haciendo equilibrio sobre su respaldo, estirándome todo lo que mis siete años me permiten. No sé como descubrí la caja allá arriba pero estoy convencido de que contiene alguna clase de secreto mágico. La bajo y la observo unos segundos. Es alargada pero no muy alta. Rectangular. 50 por 20, más o menos. Parece de cartón pero pesa demasiado y no se deforma a pesar del contenido que la hace tan pesada. No tiene ni una sola marca, ni una sola figura en su exterior que me permita adivinar qué es lo que contiene. La abro. Dentro descubro un rompecabezas enorme, a juzgar por la cantidad de piezas. Tomo alguna, son de cartón, ásperas, no sé por qué me parecen extrañas. Me decido. Limpio la mesa y vuelco las piezas en un montón sobre ella. Empiezo a encastrarlas con paciencia intentando adivinar la imagen que se va formando. Se abre la puerta del cuarto. Giro la vista y descubro la enorme figura de mi padre en el hueco de la puerta. Avanza decidido hacia mí y me cruza la cara de un sopapo. Intento decir algo pero me doy cuenta de que es inútil. Mi padre me zarandea con una mano mientras con la otra guarda el juego en la caja y la coloca otra vez sobre la vitrina. No dice una palabra, solamente me mira, con un gesto que me causa terror. Grito… Después el recuerdo se desvanece, se pierde, acaso confundido con algunas pesadillas que me acosaban cuando niño. Me imagino que, como siempre, mi madre habrá salido en mi defensa y todo habrá quedado en una simple penitencia, uno o dos días sin salir a la calle a jugar con los chicos… Bajé la caja treinta años más tarde y volví a sentirme atraído por su contenido como cuando niño. Sin embargo, esta vez me di cuenta de que ahora nadie podría interrumpirme. Yo era el único habitante de la casa, por lo menos hasta que llegara la gente de la inmobiliaria a hacerse cargo. No necesité limpiar la mesa porque ya no había nada sobre ella, abrí entonces la vieja caja con las piezas del rompecabezas algo amarronadas por el paso del tiempo. Busqué en mi bolso hasta encontrar la petaca de whisky. La agité, no le quedaba gran cosa. Fui hasta la cocina, serví un vaso. De memoria fui a buscar hielo a la heladera que hacía años había dejado de funcionar y finalmente volví al cuarto del fondo a reiniciar una tarea que había dejado inconclusa durante mi infancia. Decidí empezar por los bordes. Separé todas las piezas con algún lado recto y en menos de media hora había completado el contorno de la imagen. Observé que el alto de la figura calzaba justo en la mesa. El ancho era unos treinta centímetros más pequeño, lo que me dejaba suficiente espacio como para colocar la caja y apoyar el vaso de whisky que a esa altura ya estaba casi vacío. La imagen que estaba armando retrataba una pequeña habitación con las paredes cubiertas por muebles vacíos. En la pared del frente se adivinaba una vitrina con las puertas abiertas. En el centro de la habitación parecía haber una mesa con una sola silla. Sobre la mesa se alcanzaba a entrever el codo de una persona, lo que indicaba que había alguien sentado en esa silla. Luego de un buen rato reparé en la semejanza entre la imagen que estaba develando y la habitación en la que me encontraba. Me levanté de la silla extrañado. Miraba una y otra vez hacia el rompecabezas y luego a la pared que tenía enfrente. El parecido entre ambas imágenes me sobresaltó. Tal vez era mejor no continuar, pensé. Sin embargo, casi al mismo tiempo sentí una absurda necesidad de completar el rompecabezas. Volví a mi tarea. Pude descubrir, minutos más tarde, que la imagen mostraba a un hombre en la silla que estaba aparentemente armando otro rompecabezas. El hombre de la imagen tenía camisa a cuadros y jeans, igual que yo. Mis manos continuaron completando el cuadro hasta que no me quedaron dudas de que ese hombre era realmente yo, aunque en el rompecabezas se me viera recostado sobre la mesa, la mirada vidriosa, la cabeza apoyada sobre el brazo derecho y el izquierdo colgando rígido. En la imagen, a la izquierda, había un vaso de whisky medio lleno. Miré mi vaso. Estaba lleno hasta la mitad. Pensé en lanzarlo contra la pared pero no me animé, o no pude hacerlo. Mis manos seguían ocupadas colocando las piezas, yo no podía detenerlas. Mientras se completaba la figura mi cabeza lentamente se reclinaba hacia delante, tomando la posición reflejada por la imagen. Por más que me esforzaba no lograba detener ese movimiento. Mi mano izquierda, ajena a mi desesperación, seguía encajando los restos de la imagen como si lo hiciera en respuesta a una voluntad que no era la mía. Recién cuando el rompecabezas mostraba sólo un pequeño hueco casi en su centro –lugar que debía ser ocupado inequívocamente por la última pieza– se detuvo un instante y fue hasta la caja. Estaba vacía. Sin poder contenerme me vi arrastrado bajo la mesa, luego, volteé la vitrina y removí todos los muebles que aún quedaban en pie en la habitación en busca de esa última pieza desaparecida. Recién cuando no quedó un solo rincón sin revisar, logré calmarme, liberado finalmente de esa fuerza que me había obligado a continuar el rompecabezas contra mi voluntad. Me sentí repentinamente vacío, pero al mismo tiempo, libre, como si hubiera dejado atrás alguna maldición que me seguía desde la infancia. Recordé en ese momento el día que internamos al viejo, las explicaciones pueriles que le dimos y cómo él aceptó sin una queja el destino de reclusión que le imponíamos. Volví a ver, como aquella última vez, su sonrisa, mientras subía a la ambulancia masticando, con esmero, un pequeño trozo de cartón amarronado.
1er premio concurso de cuentos cortos Instituto Henry Moore (2010)