jueves, 22 de abril de 2010

Cazador



Andrés supo que su mujer le metía los cuernos. No tenía pruebas, pero él siempre se guió por su intuición y cuando estaba en actividad nunca se le habían exigido pruebas para actuar. Al principio le costó creer que, después de lo del tipo del gimnasio, Laura se animara a volver a engañarlo tan pronto. Hizo como si nada pasara pero de a poco comenzó a cercarla. Deslizó preguntas aparentemente inocentes que dieran cuenta de los movimientos de su esposa. Comenzó a llamarla a distintos horarios para tratar de descubrir dónde estaba a cada momento. Apeló también a sus contactos para seguir la pista de los llamados que llegaban al teléfono móvil de ella y que la obligaban a ocultarse para responderlos. Encontró un número desconocido que se repetía mucho más que otros. También detectó un anormal crecimiento de los llamados desde y hacia la oficina de Laura. Tanta devoción por el trabajo de parte de su mujer le resultó extraña, sobre todo porque ella respondía con evasivas siempre que le preguntaba cómo había sido su día. Averiguó que el número que aparecía varias veces era el de un celular comprado a un bolsero, lo que hacía imposible saber quién era su verdadero dueño. Los llamados de la oficina podían ser de cualquiera que trabajara allí. Iba a tener que esmerarse.
La vez anterior había sido simple terminar con el asunto. Él estaba en actividad y le fue fácil conseguir la información y los recursos. Supo enseguida que su esposa estaba saliendo con un tipo que trabajaba en el gimnasio al que ella iba. Uno de los compañeros de Andrés fue a verlo con la excusa de contratarlo para ayudar en la rehabilitación de su mujer recién operada. El tipo entró como un caballo. En la casa lo esperaban dos de los muchachos. El amante de Laura terminó en una zanja en González Catán. El quilombo fue cuando se enteraron los de arriba. Cómo se te ocurre pelotudo, había dicho el Coronel. Andrés le juró que la idea era apretarlo pero que se les había ido la mano. A los muchachos les metieron una suspensión pero a él lo obligaron a pedir la baja. De todos modos, le dijeron, ya estaba en edad para retirarse. Después de tantos años, se quejó, pero no hubo caso. Por lo menos el Coronel le consiguió ese trabajo en la empresa de seguridad. A Laura, por supuesto, no le dijo nada de lo del pendejo aunque Andrés siempre sospechó que había recibido el mensaje. Pero ahora todo volvía a suceder. Si cree que se va a salvar porque estoy retirado está en pedo, pensó Andrés. Hacía varios meses que no le encargaban nada de la empresa así que aprovechó el tiempo libre para profundizar la investigación. Revisó las cosas de Laura sin pasar por alto ni un solo papel. Entró en su casilla de correo electrónico –siempre supo la clave–, pero no encontró nada.
La siguió. Se quedaba horas frente al trabajo de ella, frente a la peluquería, frente a los lugares a los que iba con sus amigas. Nada. Hasta que un día los vio salir juntos de la oficina. Él era un flaquito de un metro setenta y pico, bastante insulso. Mientras se alejaban, Andrés llamó al número que aparecía repetido en el registro del celular de Laura. El hombre se detuvo, miró el visor de su teléfono pero no atendió. Esa noche, Andrés le dijo a Laura que le habían ofrecido un trabajo y que iba a tener que pasar algún tiempo fuera. Como siempre, ella no preguntó nada.
Pudo averiguar sólo que se llamaba Mariano Raso, que era contador público, soltero y tenía justo la edad de Laura: 39 años. Lo odió, por ser más joven que él, casi tanto como por acostarse con su esposa. Si yo tuviera veinte años menos, pensó, éste no me dura más que un par de horas, como el pendejo del gimnasio. Pero ahora, sabía, la cosa no iba a ser tan fácil. No podía involucrar a sus ex compañeros pero por lo menos podía pedirles más información. El tipo trabajaba como asistente de Laura desde hacía un mes. Hijo de puta, pensó, apenas un mes y ya se la está cogiendo. Según el resumen de su tarjeta de crédito el contador iba todos los jueves al mismo albergue transitorio. Ese era el día de la semana en que Laura supuestamente tenía sus clases de teatro y no volvía antes de las diez de la noche. Revisó el listado del teléfono: los jueves no había registro de llamadas entre ambos celulares. No necesitó más evidencias para decidirse. Ahora tenía que aprender los gustos, costumbres y debilidades de su presa. Se sentía otra vez activo. No recordaba haber estado tan excitado en años. Sonrió. Al final, se dijo, le voy a tener que dar las gracias a la puta de Laura.
El contador vivía en el centro. Andrés se instaló frente a su casa y lo siguió mientras el tipo recorría el camino hacia su trabajo. Lo vio detenerse largo rato frente a la vidriera de una armería. Andrés creyó entender que era uno de esos tipos que se pasan horas mirando armas pero que nunca dispararon una en su vida. Se tanteó la axila izquierda y sintió que, si hubiera querido, podría haberlo matado ahí mismo. De alguna manera, eso lo confortó. Por la tarde fue a la peluquería, se hizo rapar y afeitar el bigote.
–¿El bigote? –preguntó el peluquero, sorprendido.
Hacía años que Andrés se atendía en la misma peluquería.
–Sí, ahora soy civil, no me hace falta –bromeó.
Ya en su casa, delante del espejo comprobó satisfecho su nueva imagen. Al regresar del trabajo Laura parecía divertida con el cambio operado en su marido.
–Parecés más joven –dijo–. Qué lastima que le prestamos la camarita a tu hermana, sino te sacaba una foto para poner en la compu de la oficina.
–Ni cagando –dijo Andrés–. Sabés que no me gusta que me saques fotos –Si, justo, pensó, mirá si te voy a dejar que me saques una foto para que el pelotudo de tu amante me reconozca cuando lo vaya a encarar.
Al día siguiente llegó temprano a la armería y se quedó esperando frente a la vidriera. Al rato apareció el tipo y se detuvo como de costumbre.
–Esa es una buena escopeta –dijo Andrés–. Browning 425 sporter calibre 20, belga.
El tipo se dio vuelta y lo miró sin ninguna expresión en la cara. O bien el cambio de imagen era efectivo o Laura nunca le había mostrado al contador una foto de su esposo.
–Perdón, no sé mucho de escopetas –dijo el hombre.
–Sin embargo parece tener buen ojo porque se paró delante de la mejor que hay en la vidriera. ¿Seguro que no sabe nada de armas? –dijo Andrés.
–No, de verdad.
–Bueno, yo tengo una igualita. Es mi orgullo, la llevo siempre que salgo de cacería.
La conversación no duró demasiado pero el tipo parecía estar muy interesado. Antes de despedirse, Andrés le dijo que solía ir por las tardes a un bar de la zona.
–Si le gustan las historias de caza, péguese una vuelta que yo tengo una colección. Eso sí, el café lo paga usted.
No necesitó volver a invitarlo. Un par de días más tarde el contador apareció por el bar. Los encuentros se repitieron. Al mes, las reuniones ya eran una costumbre para los dos hombres. Andrés todavía no había decidido como seguir pero, como buen cazador, dejó que la presa se confiara, que se sintiera segura. Tarde o temprano, no tenía dudas, el contador lo invitaría a su casa y entonces el final sería inevitable.
Una noche, en la cena, Laura contó a su marido que el gerente le había propuesto ir a la sucursal Bariloche a hacer una auditoría. Andrés sospechó que su mujer estaba preparando el terreno para irse de luna de miel con su amiguito. No me vas a cagar tan fácil, pensó, si te vas con el boludo ese, los hago boleta a los dos.
Una semana más tarde volvió a preguntar por el viaje y Laura le contestó de mal modo. Le dijo que la gerencia había decidido enviar a su asistente, un tal Mariano.
–¿Y desde cuándo tenés asistente vos? –preguntó divertido.
–Desde hace un mes y pico. Es un pesado, me lo puso el gerente. Encima, ahora van y lo mandan a él en mi lugar –Laura parecía realmente ofuscada–. Si hubiera ido yo –agregó– vos podrías haberme acompañado y aprovechabas para ir de caza a esa Estancia, ¿San Esteban se llamaba? Y después nos podríamos haber quedado el fin de semana en Bariloche.
Andrés la dejó seguir hablando aunque ya no podía escucharla. Como en los viejos tiempos, sintió que su mente funcionaba por cuenta propia. Se imaginó cada uno de los pasos a seguir: Investigar en aeroparque fecha y hora del vuelo del tipo. Sacar pasajes en un vuelo anterior. Averiguar en qué hotel se alojaría y reservar una habitación. Alquilar una 4x4 y un par de armas; una de ellas, por supuesto, la Browning 425 sporter calibre 20. Dejar pasar un par de días. Después, el encuentro accidental (Pero mire que casualidad, usted trabajando y yo de cacería… ¿Qué va a hacer el fin de semana? ¿Nada? No se hable más amigo, se viene de caza conmigo y le muestro lo bien que anda la Browning. Vamos anímese, no me va a decir que le da miedo disparar unos tiritos). Eso sí, cuidar que nadie los viera juntos y el sábado, bien temprano, salir para la estancia...

Un par de kilómetros antes de llegar Andrés detiene la 4x4.
–Sabe, el único problema es que usted no tiene licencia de caza y en el puesto de control no lo van a dejar pasar –dice.
El contador lo mira decepcionado.
–Tranquilo amigo. Mire, lo que podemos hacer es lo siguiente: si no le molesta, se queda en el asiento de atrás, acostado en el piso, y yo lo tapo con los bolsos. Nunca revisan el vehículo a la entrada y a la salida no piden los permisos, así que podemos volver los dos sin problemas.
El tipo desconfía.
–No me parece, ¿y si nos descubren?
Andrés piensa que todo se termina ahí y que va a tener que liquidarlo en el medio de la ruta, lo que implica más riesgo del que quiere correr.
–Pero hombre. No vamos a pegar la vuelta ahora. Estamos tan cerca… No se me va a echar atrás.
El contador duda. Andrés aprovecha esa indecisión. Insiste. Minutos más tarde el tipo se acuesta en el piso de la camioneta mientras él lo cubre con una manta. Acomoda los bolsos. Pasan el control sin problemas.
Se internan bien profundo en el bosque, en un sector dónde, le han asegurado en el puesto, no hay ningún otro cazador. Andrés le enseña al contador cómo se maneja la escopeta. El tipo parece confiado así que un rato más tarde Andrés le explica que lo mejor es separarse para poder cercar a una buena presa. Le cede gentilmente la Browning 425. El contador parece encantado.
–Le apuesto lo que quiera que hoy nos volvemos con un ciervo de no menos de 10 puntas. Va a ver lo que es la Browning…
Espera a que el contador se vaya y prende un cigarrillo. Lo menos que puede hacer por el pobre tipo es dejarlo ir y disfrutar al aire libre sus últimos minutos de vida. Después de rastrearlo, cuando lo tenga a la distancia justa le disparará. No va a ser un tiro mortal, tiene que vivir lo suficiente como para saber quién lo mata y por qué va a morir, igual que el del gimnasio.
Apaga el cigarrillo y se pone de pie. Gira hacia donde se acaba de ir el otro y se encuentra de frente con la boca de una Browning 425 sporter calibre 20. Sigue con la vista el cañón del arma, hasta llegar a la culata, y ve la cara de Mariano Raso o como sea que se llame en realidad. Andrés intenta ganar tiempo, hacerlo hablar, pero el otro lo interrumpe antes de que pueda abrir la boca.
–Date vuelta y no digas nada.
Andrés le da la espalda pero no se queda callado.
–¿Cómo vas a hacer para salir de acá? Te van a buscar. No me podés matar por la espalda…
No alcanza a ver como el tipo le coloca el cañón al costado de la rodilla derecha. El disparo prácticamente le arranca la pierna y lo hace caer de cara al suelo. A pesar del dolor intenta darse vuelta pero el otro le apoya con fuerza un pie en la espalda.
–Cómo voy a salir de acá ya no es tu problema. Y no te voy a matar por la espalda, te vas a morir desangrado por la herida que tenés en la pierna. Un accidente de caza, con tu propia escopeta, una Browning 425 sporter calibre 20 igualita a la que con tanto orgullo guardás en tu casa. Te descuidaste y te volaste la pierna. Le pasa al mejor cazador. Si hubieras venido acompañado por ahí te salvabas, pero viniste solo –el tipo habla sin emoción–. Tu mujer me pidió que no te murieras sin saber que fue ella la que me contrató.
Andrés intenta responder pero las palabras no llegan a salir de su boca.
Minutos más tarde, quizás porque ya no siente ninguna resistencia, el cazador retira el pie de la espalda de su presa, limpia con cuidado las pocas huellas que dejó y empieza a caminar en dirección a la ruta.

Publicado en el número 58 de La mujer de mi vida (http://www.lamujerdemivida.com.ar/)
Foto gentileza de Harrison Haines

2 comentarios:

A cielo abierto dijo...

Estimado Fabián, quiero felicitarte por el cuento, me gustó mucho. Lo descubrí en lamujerdemivida. Adhiero a tu blog. Desde ya espero el Próximo¡ Fabián Martinez, San Martín, Mendoza.

Profetas de la Multiplicación dijo...

Fabián: buenísimo el cuento. Las dos historias de todo policial, según Piglia, en perfecto estado. Abrazos!