viernes, 1 de agosto de 2014

Cita a ciegas

El hombre miró su reloj y volvió la vista hacia la puerta del bar. Desde atrás del mostrador el mozo sabía que ese ritual era totalmente inútil. Al tipo lo habían plantado. Veinte años de experiencia le permitían llegar a esa conclusión. Supo también que el hombre pediría un café tras otro hasta que sintiera que le hacía falta algo más fuerte. Unos minutos más tarde, el hombre lo miró y movió apenas su mano para llamarlo.
–Un whisky –el mozo no necesitó preguntarle para saber que el whisky sería nacional. Retiró el cuarto pocillo de café, le llevó el whisky y un pequeño balde con hielo, y volvió a su puesto. Desdé ahí podía ver la mesa del hombre y también la puerta de entrada. Intentó adivinar la historia que escondía el extraño. Tendría cincuenta y pico, y a pesar de mirar sin descanso su reloj, se lo veía resignado; tal vez porque había entendido, igual que el mozo, que ella nunca llegaría. El mozo no sabía por qué pero estaba seguro de que se trataba de una mujer: algo en la mirada del hombre, acaso el jazmín que había dejado sobre la mesa, tal vez su propia experiencia; aunque hoy, quién podría decirlo…

Interrumpió sus suposiciones para ir hasta otra mesa a cobrarle a una pareja de adolescentes. Una copita para ablandarla y un turno en el telo de la esquina, adivinó.

Cuando volvió a la barra, el hombre había cambiado de posición: ya no miraba hacia la puerta sino que parecía estar más interesado por una joven de algo más de veinte años que se acababa de sentar junto a la pared. Sin que le importara interrumpir el espectáculo del cliente, el mozo se acercó a la mesa para levantar el pedido de la recién llegada. Un café, seguro.

–Un whisky –pidió.

Con una extraña sensación de derrota el mozo regresó a la barra y colocó en la bandeja un vaso, la botella de whisky y el balde con hielo. Fue hasta la mesa de la joven.

–El hielo puede llevárselo, gracias.

El mozo regresó a la barra sin levantar la vista de las desgastadas baldosas del bar. El sentimiento de derrota ahora era absoluto. Encendió la radio que tenía justo debajo de la caja registradora. Solía escucharla por las noches, cuando los clientes se habían retirado y él, en soledad, terminaba la limpieza del local, pero ahora sintió la necesidad de hacerlo, tal vez para distraerse. Sentía que toda su experiencia se tambaleaba por un simple error de apreciación. Volvió a mirar al hombre que definitivamente había cambiado su objetivo: ahora no dejaba de mirar a la joven. Lo vio ponerse de pie con su whisky en la mano y acercarse a la mesa de la muchacha. Rebote en puerta; paga la cuenta y se las toma, predijo el mozo. Ajena a la predicción del mozo, la chica le sonrió al hombre maduro y lo dejó sentarse junto a ella. Quince minutos más tarde los dos reían animadamente y no paraban de hablar ni de mirarse a los ojos. Imposible, lo único que falta es que se la lleve al telo de la vuelta, pensó el mozo. El sonido de la puerta interrumpió sus pensamientos. La mujer que acababa de entrar pasó lentamente junto a la mesa desocupada por el hombre, miró el jazmín y el balde de hielo abandonados y continuó hacia la barra. Ella también traía un jazmín en la mano.

–¿Y el hombre que estaba en esa mesa? –preguntó la mujer.

–¿Cuál, el del jazmín? –El mozo supo que la mujer asentiría y supo también, mucho antes de hacer la pregunta, lo que él iba a responder.

–¿Ese? Se fue hace como una hora, lo lamento ¿Va a tomar algo? –La mujer negó con la cabeza.

–La casa invita –agregó sonriente el mozo mientras servía un vaso de whisky importado. Ella volvió a negar.

–No me va a decir que está ocupada ¿no? Si no lo quiere voy a tener que tirarlo y sería una pena –aunque ella volvió a rechazar su invitación, sonrió por primera vez desde que entrara al bar. Al mozo, su experiencia le decía que esa sonrisa significaba una sola cosa, pero al menos por esta vez, prefirió no especular.

domingo, 27 de julio de 2014

El hombre más viejo del mundo




Él era mi amigo y quizás por eso se sintió obligado a hacerlo. Sé que mis parientes lo presionaron para que lo hiciera. Si se hubiera resistido…. Visto a la distancia, no me hizo ningún favor, más bien todo lo contrario.
Supongo que no supo en ese momento el alcance de sus palabras. Quizás no conocía aún las fuerzas que estaba conjurando, quién sabe. Acaso creyó que estaba reparando una injusticia o dándome una segunda oportunidad. Creo que sí, pero lamentablemente él murió poco tiempo después y yo nunca pude preguntárselo.
Resulta paradójico el haber sido condenado por mi mejor amigo y que él lo haya hecho con la mejor de las intenciones. No lo culpo, prefiero perdonarlo. Si algo aprendí en estos años es que todo pasa y no sirve de nada arrastrar en la vida viejos rencores, mucho menos cuando uno lleva sobre sus hombros una existencia tan larga como la mía.
Además, ha pasado tanto tiempo que no tiene importancia recordar ese momento. Estoy viejo, demasiado viejo y demasiado cansado para seguir torturándome con ese fatal día hace dos mil años en que desperté en medio de la oscuridad y escuché sus palabras: “Lázaro, levántate y anda”.