domingo, 22 de julio de 2012

¿Silvestre?



Levanté la mirada del diario y lo vi sentado en una mesa al lado de la puerta. Estaba seguro de que cuando yo llegué, esa mesa estaba vacía. Me extrañó que no se hubiera acercado a saludar. No me debe haber visto, pensé. Mi primer impulso fue seguir leyendo como si no hubiera notado, yo tampoco, su presencia. No podía hacerle eso. Llevábamos por lo menos dos años sin vernos. Me puse de pie y fui hasta su mesa.
–¿Silvestre? ¿cómo andás, negro? –me miró como si no me conociera–. Soy yo, Santiago ¿No me vas a decir que ya te olvidaste de mí?
–Discúlpeme, pero me está confundiendo con otra persona –dijo con aire cansado, como si repitiera un guión.
–Siempre el mismo, vos. Dejate de embromar. ¿Qué andás haciendo por acá?
–Créame –dijo–. No es la primera vez que me pasa. Está equivocado. 
Me hizo dudar. Estuve a punto de volver a mi mesa pero él corrió la silla a su lado. Entendí que debía sentarme. Prendió un Marlboro. Silvestre siempre había fumado Gitanes.
–Pensé que iba a poder pasar cinco minutos tranquilo… No es su culpa, discúlpeme, es que no estoy de humor.
No me imaginaba a dónde quería llegar con todo esto. Lo único que sabía era que el negro me estaba tomando el pelo y que yo iba a seguirle la corriente, como en los viejos tiempos. No dije nada.
–Siempre me confunden. No se imagina lo que es esto –continuó.
Pensé que ya estaba bien con la broma y estuve a punto de decirle que si seguía con eso me volvería a mi mesa. Sin embargo, quizás la historia que iba a escuchar valiera la pena. El negro siempre había tenido una gran imaginación. Después diría “te lo creíste, zoquete” y se burlaría de mi credulidad. Lo dejé seguir.
–La primera vez que me pasó fue apenas cumplidos los treinta. Por entonces trabajaba en la oficina de Clearing del Banco de Italia y tomaba el colectivo 86 en Av. de Mayo y Chacabuco, todos los días, un rato antes de las tres de la tarde.
Por poco le digo que él nunca podría haber tomado ese ómnibus porque vivía en la otra punta de la ciudad, pero la seriedad con la que me miró me hizo cambiar de idea.
–Volvía a mi casa. Recién empezaba la primavera y se me dio por bajar en la mitad del recorrido. No sé por qué, un impulso que no pude controlar ¿A usted nunca le pasó? –dijo y no esperó mi respuesta–. Fui derecho por Independencia y di vuelta en una esquina. Me sentía extraño, como si recorriera un camino conocido, aunque estaba seguro de que era la primera vez que andaba por esas calles.
Hizo una pausa. Dio una larga pitada a su cigarrillo. Un tipo que acababa de entrar al bar vino hasta nuestra mesa.
–¿Cómo andás, Daniel? –dijo mirando a Silvestre.
–Bien –dijo Silvestre mientras le daba la mano sin levantarse–. Disculpame, estoy con un amigo.
–Bueno. Llamame y arreglamos lo de la cena ¿te parece?
–De acuerdo –dijo Silvestre sin sacarme la vista de encima– ¿Ve lo que le digo? A veces lo mejor es seguirles la corriente. ¿Dónde estábamos?
Le dije dónde se había quedado. Él continuó.
–Llegué hasta un barrio obrero. Me paré enfrente de una de esas... casitas municipales creo que las llaman. ¿Vio que son todas iguales? Bueno, no sé por qué pero ésta me resultó familiar. Tomé el picaporte y abrí. El living comedor estaba en penumbras. Cerré la puerta y puse la traba. Subí tanteando por una estrecha escalera y llegué hasta la habitación principal. Empujé la puerta y entré. Estaba iluminada sólo por la luz que venía de la calle. Una mujer lloraba boca abajo en la cama. Me senté a su lado y apoyé mi mano en su hombro. ¿Mario? dijo. La puerta no tenía llave, respondí con una voz que me sonó extraña. Pude verla mejor. Tenía la cara enrojecida por el llanto pero aun así era hermosa. La besé sin importarme no ser Mario. Enseguida descubrí que estaba ciega. Hicimos el amor y al rato nos quedamos dormidos. Cuando me desperté ya era de noche. Ella seguía acurrucada a mi lado. La besé con suavidad y me fui sin hacer ruido. Jamás regresé a esa casa. Ahora sé que aunque quisiera no podría encontrarla.
Se quedó unos segundos callado. Después continuó.
–Desde entonces me pasa. Al principio fue muy duro, créame. Con el tiempo aprendí que casi siempre lo mejor, como le dije, es seguirles la corriente.
–¿No me estás tomando el pelo, negro? –pregunté.
No me respondió. Apagó el cigarrillo y se puso de pie.
–La cuenta páguela usted, imagínese que está invitando a su amigo ¿Cómo dijo que se llamaba? –Sonrió, me hizo un guiño y salió del bar.