miércoles, 5 de enero de 2022
Sultán
La morguera negra
Me
mudé frente al Centro de Salud Zenón Santillán apenas dos meses antes de que se
desatara la pandemia. El empleado de la inmobiliaria, que resultó ser un tipo
bastante raro, me contó que desde el balcón del departamento se podía ver el estacionamiento
de la morgue del hospital.
–
Normalmente –relató con voz engolada como si explicara las bondades del salón
de usos múltiples de la terraza– por ese garaje entran las morgueras y se
estacionan en el patio descubierto, bajan los empleados, siempre dos, sacan el
carrito de la camioneta, lo arman, le montan encima el cajón, se meten adentro
de la morgue y al rato salen con el ataúd –ahora cargado–, lo suben a la
morguera, pliegan el carrito, lo suben también y esperan hasta que el guardia
les abra el portón para irse. Todo un espectáculo. A veces afuera esperan
algunos familiares, los más íntimos, y hasta algunas veces los dejan entrar
para que se despidan.
A
la semana siguiente ya me había instalado en el departamento. Yo nunca fui especialmente
morboso, pero lo primero que hice cuando me instalé fue pararme en el balcón a
ver si lo que me había contado el tipo era verdad. Y era nomás. Cada una o dos
semanas, cuando salía a fumar al balcón, me encontraba con una ceremonia
idéntica a la que el tipo tan bien me había descrito.
Esto
cambió bastante cuando se desató la pandemia. Lo principal, ya no dejaban a los
familiares esperar en la vereda, frente al portón, y mucho menos ingresar al estacionamiento
junto con la morguera. Tampoco había contacto en el estacionamiento entre el
personal de la morguera y el del hospital. Ahora, el guardia del portón
desaparecía dentro de la garita después de dejar pasar la morguera y no volvía
a aparecer hasta que estaba lista para salir. Los de la morguera, por su parte,
esperaban a que el tipo se metiera en la garita para bajar, ahora vestidos con
unos mamelucos blancos, guantes, barbijos, gorros y máscaras, de modo que siquiera
un centímetro cuadrado de piel quedara expuesto al virus. Lo del carrito, el
cajón y la entrada al galpón no cambió, solo que ahora los tipos llevaban
también un aparato raro que, me enteré después, era un soldador con el que soldaban
la tapa metálica del cajón antes de salir. Cuando salían, desinfectaban el
cajón y el carrito con unos rociadores especiales. Después de meter ambos dentro
de la morguera, se sacaban con excesivo cuidado el mameluco blanco, los guantes,
el barbijo y el resto de la protección, ponían todo dentro de un tacho de
plástico, y volvían a entrar a la cabina de la morguera. Recién en ese momento
volvía a salir el guardia de la garita, abría el portón y los dejaba salir.
Con
el tiempo esta ceremonia se me iba a volver rutina, pero la primera vez que la
vi, pude grabarla y subirla a Internet, se hizo tendencia en Instagram.
Nunca antes había tenido tantas visitas. Bah, nunca antes había tenido más
visitas que las de mis conocidos, pero cuando subí el video de la que resultó
ser la primera víctima del Covid-19 en la provincia, llegué a tener casi diez mil
likes. Hasta me contactaron de dos empresas distintas para ofrecerme monetizar
mi cuenta si conseguía llegar a los cinco mil seguidores permanentes. Ellos se
encargaban de todo, poner su publicidad y pagarme por cada visita a su página.
Yo solo necesitaba juntar los cinco mil seguidores, fácil. O al menos eso creí.
No pude llegar ni a los mil, pero no perdí las esperanzas. Por eso me pasaba
horas en mi balcón esperando la salida de algún blooper que
me hiciera famoso. Supongo que por eso aquella noche de julio que no podía
dormir terminé también en el balcón. Me había despertado a las tres menos
cuarto y había dado vueltas por el departamento sin rumbo hasta que al final
fui al balcón pensando que quizás el aire frío de la noche me pudiera devolver
el sueño perdido. Estaba algo nublado, pero por momentos la luna nueva conseguía
filtrarse y alumbraba por un instante casi como si fuera de día. Miré hacía la
vereda de enfrente y vi el furgón negro. Acababa de estacionarse frente al
galpón de la morgue. No era como las morgueras que veía de día. Era casi medio
metro más alta que el resto, aunque lo que más me llamó la atención era que
fuera negra y que tuviera los vidrios de la cabina, incluido el parabrisas, polarizados.
Todas las morgueras que había visto hasta ahora eran blancas.
Me
apoyé en la baranda del balcón y me quedé mirando. Intentaba descifrar si había
alguien dentro cuando las dos puertas de la cabina se abrieron y salieron, a
izquierda y derecha, el conductor y su acompañante. Había algo raro en ellos.
No estaban vestidos como el resto de los empleados de las cocherías. Llevaban
unos mamelucos negros y no usaban guantes, ni máscaras, ni barbijos. Los dos
tenían una barba tupida que les ocultaba buena parte de sus caras y se movían
con torpeza, como si no estuvieran acostumbrados a andar vestidos de esa forma.
O, quizás, como si no estuvieran muy acostumbrados a estar vestidos, de
cualquier forma. El portón del estacionamiento seguía abierto. El conductor se
acercó a la vereda y lo cerró. Al ponerse junto al portón me di cuenta de que
el tipo era enorme. No podía medir menos de dos metros. Al verlo iluminado por
las luces de la calle me dio la impresión de que su cara parecía deformada,
como si tuviera gigantismo, o alguna enfermedad parecida. Mientras buscaba el
celular para grabar la escena, perdí de vista a los hombres. Cuando volví no
estaba ninguno a la vista. Me pareció que el conductor había vuelto a meterse
dentro del furgón, frente al volante. El otro no aparecía por ningún lado. Salió
unos minutos más tarde por la puerta de la morgue, llevando dos enormes bolsas
negras, una en cada hombro. ¿Qué podían ser esos bultos? ¿residuos patológicos?
Difícil, pensé, la camioneta debía estar identificada si llevaba residuos de
ese tipo. Mas bien parecían cuerpos, pero eso era imposible porque nadie tiene
tanta fuerza como para llevar dos cadáveres, uno en cada hombro, sin apenas
mostrar esfuerzo. Después de meter los bultos en la parte trasera de la
camioneta, volvió al galpón y salió unos minutos más tarde, ahora con un solo
bulto sobre el hombro derecho. Mientras lo cargaba, el conductor abrió el
portón y volvió a sentarse junto al volante. Cuando el acompañante cerró la
puerta trasera y fue hasta la cabina, me di cuenta de que era todavía más alto
y ancho que el conductor. Un rayo de luz ocasional me dejó ver su cara de
perfil. Me hizo acordar al hombre de Cromañón. Piel oscura, pómulos marcados y
frente prominente. Fue solo un par de segundos, por lo que pensé que quizás las
sombras de la noche, sumadas a la falta de sueño, se habían confabulado para
crear esa ilusión. Apenas unos segundos después de que la camioneta negra se
fuera, dejando el portón abierto, salió el guardia de la garita casi corriendo,
cerró el portón y se volvió a encerrar. Hubiera jurado que parecía asustado. Volví
a mi dormitorio y me dormí.
A
la mañana siguiente crucé hasta el hospital y le pregunté por la camioneta
negra y sus enormes ocupantes al guardia de la mañana. El guardia me dijo que
no tenía idea de lo que le estaba hablando.
–Sacaron
tres bolsas grandes, negras, tal vez ropa o sábanas, no sé. No parecían bultos
muy pesados.
–No
sé de qué me habla. A la noche no se autoriza ni carga ni descarga, y menos por
acá. Además, perdóneme, pero va a tener que circular, tengo órdenes de no
permitir que la gente se quede en la vereda –dijo el tipo y dio por terminada
la charla.
No
me llamó la atención porque sabía que el hospital había implementado un
protocolo estricto por la pandemia. Desde ese momento, sin embargo, cada vez
que lo veía, el guardia se metía en su garita o se alejaba de la reja de
entrada, como si me quisiera evitar.
Una
semana después de la noche que vi por primera vez la camioneta, me puse el
despertador y me levanté a las tres de la mañana. Era apenas una corazonada. Tomé
mi teléfono celular y fui hasta el balcón. Esperaba encontrarme con el portón
cerrado y el estacionamiento de la morgue vacío y a oscuras. No fue así. Ahí
estaba la camioneta negra y el enorme conductor cerrando el portón de entrada
como la otra noche. Empecé a filmar unos segundos antes de que saliera su
todavía más enorme compañero del galpón, esta vez con un solo bulto sobre su
hombro derecho. Casi sin esfuerzo lo dejó en la parte trasera de la camioneta.
Cuando lo hizo, algo se escurrió de la bolsa y colgó unos instantes, flácido,
pálido, casi transparente, desentonando con lo negro de la bolsa. Era un brazo
humano (no me quedaría ninguna duda, más tarde, cuando proyectara el video en mi
televisor) que el acompañante volvió a meter dentro de la bolsa sin inmutarse.
Después de hacerlo fue hasta la cabina y gruñó algo al conductor. En el
silencio de la madrugada, cualquier conversación en la vereda se escucha perfectamente
desde mi balcón. Por eso estaba seguro de que lo que había escuchado no eran
palabras, sino gruñidos, tan ininteligibles como los que el conductor emitió a
modo de respuesta. Después de este intercambio, inentendible para mí, el
conductor salió de la camioneta y volvió a gruñir. No tenía idea de lo que decían,
pero no tenía dudas de que estaban enojados, casi furiosos. Me imaginé al
guardia encerrado en la garita. Si fuera él, pensé, no saldría de ahí y, si
pudiera, me encerraría bajo llave. Los dos, el conductor y el acompañante, se
metieron en el galpón y salieron unos minutos más tarde, todavía enojados y con
las manos vacías. Cerraron la puerta trasera de la morguera de un golpe, y
mientras el conductor se ponía detrás del volante, el otro abrió el portón, luego
subió a la camioneta y se fueron dejándolo abierto. No pasaron más que un par
de segundos hasta que vi salir al guardia, cerrar el portón y volver a la garita.
Si la vez anterior me pareció asustado, ahora el tipo parecía realmente
horrorizado.
Conecté
el celular a mi televisor y revisé el video que había grabado. No había muy
buena luz, pero quizás se pudiera hacer algo. Estuve a punto de mandarle el
video a alguno de mis conocidos para que me ayudara a mejorarlo. No, pensé. El
video podía valer una fortuna. Con él podía conseguir quien sabe, diez mil,
veinte mil, cien mil seguidores en Instagram. Este video podía ser mi
pasaporte a la fama. Pasé casi toda la noche editándolo. El resultado era
muchísimo mejor que el original, pero aun así sentía que seguía faltandole
algo. Está bien, me dije, los tipos son enormes, pero no se alcanzan a ver bien
sus caras. Están sacando un cuerpo porque el brazo se ve con claridad y la cara
de horror del guardia cuando se van tampoco deja ninguna duda. Ahora, ¿qué
hacen sacando cuerpos de la morgue? ¿Adónde los llevan? Eso, pensé. Eso era lo
que me faltaba. Tenía que seguirlos a dónde fueran y filmarlos. Entonces,
usando las dos tomas desde el balcón, más la filmación a nivel de la calle,
podía armar el video que estaba buscando para volverme un verdadero instagramer.
Me fui a dormir a las siete de la mañana, soñando con todo lo que podría comprarme
el dinero que iba a ganar.
Una
semana más tarde, me levanté a las dos y media de la madrugada y dejé mi
celular en el balcón, con la cámara encendida, apuntando hacia el galpón de la
morgue. Después fui a buscar mi auto y me estacioné a unos treinta metros del
portón de la morgue del hospital. Esta vez me había conseguido una filmadora
semi profesional y la tenía colocada en un parante, disimulada junto al
parabrisas.
La
camioneta negra llegó a las tres en punto. Quince minutos más tarde volvió a
salir. Esperé unos segundos y la seguí. Cuando la morguera llegaba a la esquina
pasé junto al guardia que cerraba la puerta apurado para volver a su garita.
Nuestras miradas se cruzaron un instante y pude ver el horror reflejado en sus
ojos. Cuando llegué a la esquina vi cómo se alejaba la morguera negra a toda
velocidad hacia la avenida. Aceleré a pesar de la señal de alto. No podía
perderla. Cuando llegó a la avenida la detuvo el semáforo. Bajé la velocidad y
estacioné a mitad de cuadra. Esperé hasta que el semáforo cambió a verde y
arranqué casi al mismo tiempo que la morguera. La seguí durante diez minutos.
Tomó hacia el este, cruzó el puente sobre el río Salí sin parar frente al
puesto de control. Si me llegaban a detener, seguro la perdía. No tenía permiso
para estar en la calle a esa hora. Por suerte, no había ningún policía en el
puesto de control. Seguimos por la avenida San Martín, camino al cementerio del
este. No creía que fueran a llevar cadáveres al cementerio, sin ataúd, y menos
a esa hora. Cinco minutos más tarde, cuando pasamos frente al cementerio y
seguimos de largo, confirmé mis sospechas.
Más
allá del cementerio la avenida se volvía más oscura y el paisaje más y más descampado.
Dejé que la morguera se alejara un poco, en ese lugar era imposible perderla de
vista. Un par de minutos más tarde encendió la luz de giro y se desvió por un
camino de tierra. Apagué las luces de mi auto y la seguí hasta una construcción
blanca en medio de un enorme descampado. Estacioné el auto, tomé mi cámara y
seguí a pie. La morguera estacionó junto a la construcción. El conductor bajó y
entró en el edificio mientras el acompañante lo siguió. Me acerqué y me escondí
tras unos arbustos. Desde ahí apunté mi cámara. Pablo me había dicho que era
buenísima para tomar imágenes con poca luz y no mentía. Por más que estaba a unos
cincuenta metros casi podía leer el número de patente de la morguera. De pronto
aparecieron dos tipos enormes como el conductor y el acompañante, pero vestidos
con delantales blancos. No eran los mismos que habían sacado los cuerpos del
hospital, estaba seguro. Estos eran tan enormes como los otros, pero parecían
mucho más brutales aún. Ahora que podía verlos con claridad, estaba seguro de
que eran una especie de trogloditas que estaban uno o dos escalones evolutivos
por debajo del homo sapiens. Sentí miedo ¿Y si me iba? Ya tenía bastante
material como para armar el video para subir a Instagram. El problema, era
que, si me iba y publicaba lo que tenía hasta ahora, todo se iba a hacer
público y quizás nunca se llegaría a saber qué hacían con los cuerpos. No,
necesitaba filmar lo que pasaba dentro de ese edificio. En ese momento, los dos
cromañones de delantal blanco abrieron la puerta trasera del furgón y bajaron
los cuerpos. Esta vez la cosecha había sido mucho mejor que la de la semana
pasada. En la morguera había cuatro cuerpos. Seguro por el traqueteo del viaje,
los cuerpos estaban casi salidos de las bolsas negras. Los cromañones ni se
preocuparon. Les arrancaron las bolsas sin esfuerzo, los cargaron y los
metieron en el edificio. Apagué la cámara y me acerqué aprovechando las
sombras. Entré al garaje siempre atento a la luz de la oficina en la que
estaban el chofer y el acompañante de la morguera. De pronto, la luz de la
oficina se apagó. Apenas pude esconderme detrás de unas cajas cuando veía pasar
al chofer y al acompañante. Me quedé temblando seguro de que ellos también me
habían visto a mí. Los dos fueron hasta el frente, intercambiaron algunos
gruñidos inentendibles, bajaron de un tirón la pesada cortina del garaje y me
dejaron encerrado. Escuché como encendían la morguera y se iban. A pesar del
terror que me estaba estrujando el pecho pensé optimista que, si volvían a
aparecer con una nueva carga, yo podría escabullirme fuera del edificio sin que
notaran mi presencia. Un ruido conocido, en ese momento, me sobresaltó. Era el
ruido de algún tipo de sierra eléctrica.
El
garaje comunicaba con un pasillo, al fondo del cuál se veía una tenue
luminosidad. Estaba seguro de que arriesgaba mi vida, pero ya estaba dentro y,
por lo que había podido comprobar, no iba a poder levantar la cortina que me
separaba de la libertad. Encendí mi cámara y caminé por el pasillo pegado a la
pared de la derecha, que estaba sumida en la oscuridad. A medida que avanzaba,
un olor penetrante me invadió. Era un olor extraño, nauseabundo y atrayente a
la vez, que se metió en mi cuerpo como una cuchillada. El olor parecía venir de
lejos, casi como un sentimiento atávico. Llegué al fondo del pasillo y me asomé
con cuidado a un espacio algo más grande que el del garaje. Supe entonces que ese
edificio era un frigorífico. Congelado por una sensación de horror que no me
permitía mover un solo músculo, filmé la alucinante escrupulosidad con la cual
los dos cromañones destazaban los cadáveres de dos hombres y dos mujeres aparentemente
jóvenes, separaban las vísceras y guardaban la carne en bolsas herméticas
rotuladas con tremenda prolijidad. Viendo el envoltorio, nadie podría sospechar
siquiera que esa carne era humana. Aguantando el vómito, me dije que ahora sí tenía
material suficiente para mi video, solo necesitaba encontrar la forma de salir
de ahí entero. En ese momento oí la cortina del estacionamiento. Me di vuelta y
vi una débil claridad que llegaba desde el garaje y oí el ruido del motor de la
morguera. Hasta pude oír los gruñidos del chofer y el acompañante que había
visto, o, quizás, de otro chofer y otro acompañante distintos, pero de alguna
manera, iguales a los que había visto y seguido hasta ese horrible lugar. No
podía ir al garaje y menos meterme en la sala de corte en la que los dos
carniceros estaban descuartizando los cuatro cadáveres, cosa que, también
harían conmigo si me descubrían. Apoyé la espalda en la pared y noté que había
una especie de puerta. Estaba abierta, la empujé y noté un aire fresco que
venía de detrás. Estaba oscuro pero el aire frío era inconfundible. ¿Había encontrado
una salida al exterior? No tenía otra opción, empujé la puerta y me metí dentro
de la habitación oscura. Una vez del otro lado la cerré, asegurándome de que el
cerrojo había quedado trabado. Oí los pasos de los carniceros camino al garaje
y respiré aliviado. No habían notado mi presencia. El lugar donde me había
escondido estaba demasiado frío, más todavía que el exterior, cosa que me
sorprendió. Tanteé a mi alrededor y noté estantes. Algo que parecía estar
colgado me tocó la cara. Había demasiada humedad. Supe dónde estaba antes de
encontrar el interruptor de la luz. Me había metido un refrigerador. Lloré en
silencio. Estaba rodeado de trozos de carne humana amorosamente empacada en
bolsas con leyendas que no podía descifrar, pero ya ni ganas de vomitar tenía. El
horror de saber que mi cuerpo también iba a terminar trozado en esos estantes
era mucho más fuerte que el asco. El frío ya me estaba empezando a afectar.
Pensé que podía ir hasta la puerta y gritar hasta que me abrieran o bien
esconderme en un rincón y dejarme llevar por el sopor que ya empezaba a
invadirme. Elegí morir congelado antes que descuartizado. Me iban a
descuartizar igual, pero por lo menos lo harían después de que hubiera muerto.
Lo último que sentí fue el frío de mis lágrimas al congelarse en mi cara.
Desperté.
Noté la luminosidad a mi alrededor aún con los ojos cerrado. No me animé a
abrirlos hasta un buen rato más tarde, después de asegurarme de no oír ningún
ruido extraño a mi alrededor, ni notar sombras que se movieran delante de mí. Ya
no sentía el olor penetrante que me había atacado horas antes, pero sabía que
ese olor se había quedado dentro de mí, y que, de algún modo, crecía sin
control. Tenía una migraña horrible y me sentía hinchado como un globo. Sentía la
ropa apretada, como si se hubiera encogido dos o tres talles durante la noche. Estaba
dentro del refrigerador que ahora parecía estar apagado y vacío. La puerta
estaba abierta. Salí al pasillo. La sala de corte estaba impoluta, como si
jamás se hubieran trozado cuerpos humanos ahí dentro ni derramado jamás una
gota de sangre. No tenía mi cámara. Volví al refrigerador. Tampoco estaba ahí. Salí
al pasillo y fui hasta el garaje. Estaba abierto. Salí al exterior. ¿Por qué me
habían dejado vivo? ¿Cómo podía haber sido? Solo me sacaron la cámara y me
dejaron ir ¿Por qué no matarme y empacarme como al resto de los cuerpos? Sin la
cámara no tenía evidencia de lo que había pasado. Podía haber sido un sueño,
una pesadilla. Tenía los pies hinchados. A medio camino de mi auto, me descalcé.
Por mucho tiempo no voy a poder volver a calzarme estas zapatillas, pensé. Mis
pantalones también se habían encogido anormalmente y dejaban a la vista mis
tobillos, como los pantalones de un adolescente que acaba de pegar un estirón y
sus padres todavía no alcanzan a comprarle ropa nueva. La imagen me pareció
ridícula. Me hubiera reído si no acabara de despertar de la noche más horrenda
de mi vida. Cuando llegué al auto vi que la puerta estaba abierta, la habían forzado
sin ningún cuidado, dejando la manija colgando de un cable. La arranqué sin
esfuerzo y la lancé lo más lejos que pude. Vi como volaba por el aire y
desaparecía detrás del edificio que acababa de abandonar. No me imaginé tener
tanta fuerza. Habían revuelto todo dentro de mi auto, pero no se llevaron nada.
Me metí como pude dentro, encendí el motor y volví a mi departamento. Cuando
llegué me crucé con el portero. Me pareció mucho más bajo de lo que recordaba
que era. El tipo me saludó sorprendido. Bueno, pensé, estoy descalzo y con la
ropa explotada como si fuera el increíble Hulk, no es para menos. Subí hasta mi
departamento. Habían forzado la puerta con la misma falta de delicadeza que lo
hicieron con la del auto. Mi celular ya no estaba en el balcón. El resto del
departamento parecía estar en orden. Me metí en la ducha y abrí el agua. Olvidé
prender el calefón, pero casi ni sentí el frío por más que estábamos en pleno
invierno. Mientras me secaba me miré al espejo. Tenía la frente y los pómulos
hinchados, y el color de mi piel se había oscurecido. Esto no era solo en mi
cara sino también en el resto de mi cuerpo. Sonó el teléfono. Corrí a atender.
Del otro lado oí un gruñido.
–¿Quién
habla?
Otro
gruñido.
–¿Qué
quieren de mí?
Otro
gruñido.
Escuché
en silencio un buen rato. Ahora sí entendía con toda claridad lo que me estaban
diciendo del otro lado de la línea telefónica.