viernes, 30 de octubre de 2015

Se murió la Canela


–Que tristeza hermana... ¿Cómo están las nenas?
...
–Me imagino... Y bueno, ya estaba viejita la pobre.
...
–Me acuerdo. Carlos la trajo cuando nació Agustina y ya tenía sus añitos...
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–Y sí... No viven mucho tiempo.
...
–Yo por eso prefiero no traer ninguna a casa. Sí, porque los chicos se encariñan y después hay que andar explicándoles.
...
–¿Vas a traer otra? ¿Te parece?
...
–Pero no hace falta meterla en tu casa. Hacé como yo: que vaya, planche, limpie, te prepare la comida y se vaya.
...
–Es mejor así. Por las nenas ¿viste?

miércoles, 28 de octubre de 2015

Tío Fermín

Tío Fermín siempre fue un rebelde. Por eso cuando no se quiso dar por enterado de que había muerto, ninguno en la familia se asombró demasiado.
Fue un velorio animado. El tío charlaba y tomaba café en el patio como uno más de sus deudos, venidos algunos desde pueblos muy lejanos. Bastaba esperar la llegada de un nuevo visitante, verlo acercarse al ataúd vacío y volver a la sala con cara de sorpresa, para que todos los presentes soltáramos las carcajadas. Después, alguno de los familiares más cercanos explicaba al recién llegado la situación; porque el tío, fiel a sus principios, se negaba siquiera a mencionar el tema de su reciente pase a la posteridad. Fue divertido sí, aunque por la mañana hayamos tenido que ponernos serios y enterrar al tío Fermín a la fuerza.
Un buen rato después de que taparan el hoyo todavía se escuchaban sus gritos.

domingo, 11 de octubre de 2015

Nada Personal


http://lavacamariposalibros.com/2015/08/03/nada-personal/

La partida




La partida se armó de manera improvisada. Fuimos seis: don Oscar Reinoso, patrón de la estancia La Morita; su hijo Mauricio, recién llegado de la capital; Rodolfo, el capataz; y Sergio y Germán, dos de los peones. Yo, por entonces estudiante de leyes y compañero de Mauricio Reinoso, fui llevado nomás de convidado. Acaso por no dejarme solo entre las mujeres de la casa.
Rodolfo había sido el que descubrió la presencia del cazador furtivo en las tierras de Don Oscar.
Ha de ser un indio —dijo—, porque anda en pata y apenas si les pega unos mordiscones en crudo y deja a las pobres bestias para que se las coman los caranchos.
Eso no es de cristianos —dijo doña Dolores, la madre de Mauricio.
¿Y vos que esperás, mujer? Andá para la cocina a decirle a la Juana que nos prepare unas viandas que salimos de partida —dijo don Oscar.
El capataz repartió las armas y las municiones. A mí me dio una veintidós.
Quedátele al lado a ver si el porteño se nos pega un tiro en el pie con ese matagatos —le dijo sobrador a Mauricio.
¿No sería mejor avisar a la autoridad? —pregunté.
La autoridad ya está avisada —dijo don Oscar mientras se señalaba el pecho con el dedo índice de la mano izquierda. Gritando para hacerse oír entre las carcajadas, continuó—. Ahora va a ver usted cómo se aplica la ley en la pampa.
Salimos poco antes del mediodía, a caballo. No soy apostador, pero si lo hubiera sido, no habría puesto ni un centavo en las patas del pobre indio que a esa altura, supuse, estaría desesperado por abandonar las tierras de don Oscar, si sabía lo que le esperaba.
Yo iba confiado en que, llegado el momento, podría convencer a los cuatro bárbaros que me acompañaban (siempre creí que Mauricio estaría de mi lado) de que una reprimenda y un buen susto serían suficientes para evitar que el pobre indio se volviera a meter donde no lo mandaban.
De entrada nomás sospeché que me había equivocado fiero.
Por las huellas se nota que está hambreado el infiel —dijo uno de los peones—. Está piel y huesos.
Nos va a durar poco, entonces —dijo casi con resignación el capataz.
Ya vamos a ver cuánto lo hacemos durar —terció don Oscar—. Pensar que en los tiempos del General Roca, Dios lo tenga en la gloria, mi padre cobraba un patacón por cada par de orejas de indio. Hoy lo vamos a tener que hacer gratis, nomás.
Las carcajadas me irritaron. Sobre todo las de Mauricio. Esperé a que hiciéramos un alto para hablarle a solas.
No puedo creer que te rías, como estos tipos, de las barbaridades que dice tu viejo. ¿Dónde quedó todo lo que me decías del humanismo y de los derechos del hombre?
Jorge, no me hinchés, vos sabés como yo que estos no son hombres. Son casi como animales. Para poder lidiar con ellos no te queda otra que ponerte a su altura. Las leyes son para gente como nosotros, no para estos.
A quien te referís con “estos”, ¿al pobre indio muerto de hambre que vamos a cazar o a tu viejo y sus matones?
Dejame de joder —dijo y dio por terminada la charla.
En ese momento pensé en volverme. Sin embargo, algo me decía que debía seguir adelante. Si no podía evitar la matanza, en el peor de los casos, sería testigo de las atrocidades que se cometieran. Y no pensaba callarlas. Lo que no sabía entonces era que iba a tener que esperar casi setenta años para animarme a contar lo que vi.
Estará flaco —dijo uno de los peones—, pero por el largo de las zancadas parece que escapara del mismísimo diablo.
Me detuve yo también a mirar las huellas y me asombró la distancia que había entre cada paso. O el indio medía casi dos metros o prácticamente volaba sobre el terreno. Bravo por él, pensé, acaso pudiera llegar a los límites de la estancia antes de que nosotros lo alcanzáramos.
Bueno, menos cháchara y metámosle a estos caballos que quiero volver para la cena, carajo —dijo don Oscar tratando de disimular la decepción que parecía empezar a ensombrecer aún más su carácter.
Parece que no va a ser tan fácil, ¿no? —Me animé a decir.
Mauricio me congeló con la mirada. El resto azuzó a sus cabalgaduras y salió al galope.
Al pasar un monte los alcancé. Estaban eufóricos. Un par de kilómetros más adelante, antes de llegar a la siguiente ondulación del terreno, se veía claramente una figura corriendo. Parecía cubierto por un poncho negro que le llegaba hasta los pies. Su cabeza también estaba cubierta.
Déjemelo patrón —dijo el capataz—. Como en los viejos tiempos.
Vi que en sus manos habían aparecido como por arte de magia, un par de boleadoras.
Andá nomás. Nosotros vamos a ir al tranco y te esperamos en la próxima loma. Allá seguro vamos a encontrar un árbol que nos sirva.
Ustedes están locos —dije sin poderme contener—. Lo que van a hacer es un delito.
Decile al porteño que se calle o vamos a tener que buscar otro árbol para él —dijo don Oscar a su hijo.
Supe que hablaba en serio.
Con el alma en un hilo vi cómo Rodolfo salía al galope y al llegar a la siguiente ondulación lanzaba las boleadoras con maestría. Desapareció un instante después detrás de la loma.
Ignoré los gritos de alegría que dieron los dos peones y seguí detrás de la jauría humana en la que me había visto arrastrado. Con disimulo miré mi veintidós. Tenía sólo seis balas pero, si era necesario, estaba dispuesto a usarlas.
Ni se te ocurra, porteñito —dijo Mauricio pasando a mi lado, como si acabara de leerme la mente.
Cuando pasamos la loma encontramos el caballo de Rodolfo pastando con tranquilidad bajo un árbol. A unos cinco metros, bajo el sol del mediodía, el capataz estaba tirado boca abajo en el piso. Tenía las boleadoras enroscadas en el cuello. Una de las bolas de piedra se le había incrustado en la órbita del ojo izquierdo. Más de la mitad de la bola había desaparecido dentro del cráneo del que hasta hacía unos instantes había sido capataz de La Morita. La escena era espantosa pero en mi interior me alegré por el pobre indio que, vaya uno a saber cómo, se había zafado de la boleada de Rodolfo y se la había devuelto con semejante fuerza. Sin embargo, si hasta el momento no había podido amainar la sed de sangre de los de la partida, sabía que ahora sería imposible. Amagué a volver, creyendo que si iba con la historia a la policía podría evitar una masacre, pero me lo impidieron.
Acá nadie se abre… —dijo don Oscar—, y sigue vivo.
Anduvimos hasta que se hizo la noche. El ánimo de los peones había cambiado radicalmente después de la muerte del capataz. Ni las ofertas de recompensas por parte de Mauricio, ni el miedo que le tenían a don Oscar, parecían compensar un sentimiento aún más pavoroso que se les estaba metiendo bajo la piel.
Por la noche ellos se quedaron algo alejados de Mauricio, don Oscar y yo. Sin embargo, alcancé a escuchar parte de su conversación.
Como lo dijo la Eulogia —dijo uno de los peones.
Si nos volvemos don Oscar nos mata —dijo el otro.
Prefiero morir a manos de un hombre —respondió el primero.
Cuando se dieron cuenta de que yo estaba escuchando, se quedaron callados. Finalmente se acostaron y se durmieron. Decidí que lo mejor era imitarlos.
Por la mañana los peones habían desaparecido. Sin embargo, lo habían hecho dejando tras de sí las mantas de dormir y sus dos caballos. La sangre se me heló cuando vi las huellas que se hundían con claridad en el suelo polvoriento. Huellas bien profundas, como si nuestro perseguido se hubiera ido de allí con los dos hombres cargados sobre sus hombros.
Cagones —gritó don Oscar, con una ira que no convencía ya a nadie.
Te dije que esos dos no valían ni aca —respondió Mauricio.
¿Pero ustedes creen que los dos peones se fueron caminando en medio de la noche y dejaron todas sus cosas acá? ¿No ven las huellas? Me parece que lo mejor es volver a La Morita y avisar al comisario.
Dije que de acá no se va nadie vivo, carajo —dijo don Oscar mientras apretaba con demasiada fuerza su escopeta.
Seguimos camino los tres: don Oscar al frente, con los caballos de los peones, yo en medio y Mauricio al final, pendiente de que no se me ocurriera recular. Lo intenté más de una vez y cada una de ellas me encontré con los dos caños de la escopeta de Mauricio.
Seguí adelante, porteñito.
Estás tan loco como tu viejo. No se qué carajo estamos persiguiendo, pero estoy seguro de que nos va a dejar fríos a los tres como hizo con el capataz y los peones.
Unos kilómetros más adelante encontramos a los dos peones. Estaban enroscados en la copa de un árbol. Parecían dos muñecos de trapo.
Ninguno de los dos hombres habló, por lo que entendí que tampoco serviría de nada que yo lo hiciera.
Estábamos a punto de internarnos en un pequeño bosque cuando volví a intentar la huida. Comencé a hacer que mi caballo caminara cada vez más despacio hasta que escuché acercarse los pasos del caballo de Mauricio. Detuve el mío. Mansamente, el caballo de Mauricio se me puso a la par. Su jinete había desaparecido. Don Oscar se dio vuelta, miró al caballo de Mauricio, después a mí y luego más allá de mí, con los ojos desorbitados. Me di vuelta.
A un kilómetro de distancia se veía una figura negra, llevando un enorme bulto, que supuse sería Mauricio, sobre sus hombros. Fuera lo que fuera se movía a una velocidad inhumana.
Don Oscar comenzó a disparar. Además de dejarme sordo, los disparos espantaron a los caballos. Anduve un trecho intentando resistir sobre mi montura hasta que una sacudida me arrojó al suelo. Antes de desmayarme alcancé a escuchar algunos disparos y unos gritos horrendos. Esto último tal vez lo haya soñado. O no.
Me desperté al mediodía. Por suerte, entre todas las cosas que mi caballo había desparramado en su carrera, estaba mi cantimplora. Volví al lugar donde había dejado a don Oscar. Allí encontré su caballo a la entrada del bosquecito. Tendría que haber regresado a La Morita pero mi curiosidad fue más fuerte. Até el caballo a un árbol y entré caminando sigiloso. Seguí las delgadas huellas que se veían con claridad aún sobre el pasto.
En un pequeño claro en medio del bosquecito, los encontré. Estaban todos, en un solo montón. Me quedé mirándolos, atontado, un buen rato. Debo decir que la escena era grotesca y horrorosa, pero había algo extrañamente hermoso en ella, casi artístico. No estaban simplemente apilados, estaban acomodados. Había una cierta armonía en esa conjunción de carne y huesos. Sus cuerpos estaban retorcidos y, como si fueran de arcilla, encajaban perfectamente los unos en los otros. Aquí y allá se veían distintos miembros mezclados, fundidos. En alguna parte podía adivinarse una boca, los labios soldados, junto a un vientre abierto de un tajo que dejaba al aire un retorcijo de tripas sanguinolentas que parecían latir por los cambios de la luz que se filtraba entre las hojas del follaje. De alguna manera era la escultura más horrenda y más atractiva que he visto en mi vida. No sé cuánto tiempo estuve ahí admirándola hipnotizado, hasta que escuché unos pasos en el bosquecito, viniendo desde el lado opuesto al que yo había venido. Mi primer impulso fue escapar, pero inmediatamente comprendí que no hacía falta que lo hiciera. La morbosa escultura estaba terminada, no había lugar para mí en ella, no tenía nada que temer. Si continuaba allí con vida, y me animaría a pensar, si llegué vivo hasta este día, era quizás por mi papel de testigo. Simplemente lo supe. Por eso cuando lo vi salir al claro ni siquiera me alarmé. Eso era algo indescriptible, difuso. Una especie de sombra desenfocada. Se quedó un rato observándome, acaso para asegurarse de que nunca pudiera olvidar su obra.
Al rato estaba nuevamente sobre el caballo de don Oscar cabalgando hacia La Morita. Cuando llegué, inventé que me había perdido por la noche y no había vuelto a ver al resto de la partida. Me creyeron y a las pocas semanas pude irme de vuelta a Buenos Aires sin que nadie sospechara nada. Durante meses la policía peinó la zona, pero no encontraron ni siquiera rastros de los cinco hombres. Yo nunca, hasta hoy, conté a nadie lo que había pasado. Y mucho menos que en esa última visión, que hasta el día de mi muerte recordaré con la misma nitidez, pude percibir con absoluta claridad que, tanto Mauricio como su padre, todavía estaban vivos cuando los abandoné en medio del bosquecito.

Incluido en Nada Personal - Colección Mulita

martes, 21 de abril de 2015

Fotografía de playa




Sonríe. Tiene los ojos abiertos pero –ocultos tras sus lentes oscuros– nosotros no podemos verlos. En primer plano, dos jóvenes en bikini miran sensuales a cámara. Unos metros atrás, casi fuera de foco, él sonríe.
Aguarda la toma mientras un extraño adormecimiento se extiende por su cuerpo. El sol, supone. Súbitamente, se excita. Imagina el bulto que crece antiestético en su entrepierna pero no deja de posar para la foto. Después, piensa, girará para ocultarlo.
Sus palmas, vueltas al cielo, ofrecen al sol la parte interna de ambos brazos, alejados del cuerpo para que se le bronceen también los costados del torso. Dejó su Rolex en el hotel; en su muñeca le arruinaría el bronceado. Calcula mentalmente el tiempo que lleva en esta posición desde que vio al fotógrafo y giró apenas la cabeza para ofrecer su mejor perfil. Entonces, sonrió.
Aún sonríe, mientras intenta darse la vuelta y descubre que ya no puede mover su cuerpo, los brazos apenas separados del torso, las palmas hacia el cielo. En vano trata de gritar, congelado para siempre en la imagen capturada por la fotografía. Revuelve horrorizado los ojos pero –ocultos tras sus lentes oscuros– nosotros no podemos verlos.