jueves, 7 de agosto de 2014

Nieto




Todos festejan, lloran de alegría y se abrazan. Celebran la recuperación de un nuevo bebe secuestrado hace casi cuatro décadas y que hoy, ya hombre, se reconoce en las caras de sus abuelos, de sus tíos, de sus primos. Son un puñado de niños, adultos, ancianos. Mezclado en el grupo está él. Es un hombre de casi cuarenta años. También se abraza, se emociona, sonríe y saluda a todos a su alrededor. Sin embargo, cada tanto, su alegría pareciera amortiguarse. En esos momentos se lo ve cabizbajo, aislado del resto de sus compañeros, casi como si fuera un espectador, un convidado de piedra. Me acerco, con mi bloc de notas y mi grabador, y le pregunto. Me dice que su historia es la misma de muchos: el secuestro de su madre, los meses de embarazo en cautiverio, su nacimiento en el Hospital Militar y la entrega vil a una pareja de amigos de los militares, acaso de los mismos asesinos. Los años viviendo en una familia que siempre, de alguna u otra manera, le hizo saber que no pertenecía a ella. La soledad de la adolescencia, potenciada al infinito por una sombra de duda que siempre le nubló su capacidad de amar a esos extraños que sabían lo que él no se atrevía a imaginar. Después, los años de cavilaciones, la esperanza y el miedo de conocer la verdad, y finalmente la decisión y el coraje de presentarse para dar muestra de sangre que le cambió la vida. Entonces ¿por qué la sombra de tristeza? quisiera preguntarle aunque no llego a hacerlo porque el hombre me responde antes, con sus pocas palabras:
Pero llegué tarde. Mi madre era hija única, de mi padre no habló nunca, en esos tiempos era normal que se ocultaran los nombres... Mi abuelo murió en los noventa, no pudo soportarlo, y mi abuela me buscó durante años...
No insisto, sé que no vale la pena porque él continúa.
Ella murió un mes antes de que yo me animara y viniera a averiguar –Como disculpándose, me muestra la foto que lleva siempre con él...– Acá están los tres, unos meses antes de que se la llevaran.