domingo, 10 de mayo de 2009

La pobrecita

Desde la silla de ruedas mira a las cámaras con cara de sufrimiento. El pelo recogido y el gesto amargado que se repite hasta el hartazgo emerge del televisor y se clava directo en el corazón del ama de casa de clase media que, al verla, sólo atina a decir:
–Pobrecita.
Todo el mundo necesita sentir lástima. Un chiquito descalzo, con la cara tiznada, se acerca a una turista yankee en San Telmo y se gana un dólar. Una joven mujer extremadamente delgada camina con su bebé en brazos por los pasillos del subterráneo, contándole a los pasajeros que tiene SIDA, y recoge un puñado de monedas ¿Por qué podría resultar extraño que ella, la pobrecita, se canse de cosechar votos simplemente refregándonos su imagen de víctima postrada de por vida en su silla de ruedas?
Sus votantes no saben bien qué fue lo que hizo para llegar al cargo que ocupa, ni tampoco que es lo que ha hecho desde entonces. El sillón que debería ocupar la presidenta de la Legislatura de la Ciudad, todavía la espera, casi intacto. Esa Ciudad, la que ella “vicepreside”, sigue siendo tanto o más hostil para quienes no pueden moverse utilizando sus propias piernas. Las veredas destrozadas, los colectivos que no se detienen al verlos, las muy escasas estaciones de subterráneos con ascensores para discapacitados (menos del 20% del total), no los invitan a salir de sus casas, al menos a los que no tienen autos oficiales ni choferes que los lleven de un sitio a otro. Una simple recorrida por la ciudad permite comprobar que son muy pocos los discapacitados que andan con sus sillas de ruedas por las calles. No es que sean pocos los discapacitados en la Ciudad, es que no pueden salir de sus casas. Es dable suponer que muchos habrán pensado que elegir a “una de ellos” los iba a beneficiar, pero aparentemente no ha sido así.
Pero este no es el caso de nuestra ama de casa. Acaso en ella esté viva la ilusión, alimentada por años de telenovelas mexicanas, de que el playboy multimillonario que enamora a todas las mujeres (hoy devenido en abanderado de la “nueva” política), se conmueva un día, y, delante de las cámaras de televisión –por qué no en algún programa de “entretenimiento” con más de cuarenta puntos de rating– le declare el amor a la muchachita de la silla de ruedas. Acaso también aparezca en ese mismo programa algún famoso médico (recibido universiad privada y con master en los EEUU) que obre el milagro de hacerla volver a caminar utilizando alguna técnica médica revolucionaria.
Mientras tanto, ella, cómodamente sentada en su silla rodante, seguirá recogiendo votos y renunciando a los cargos para los que fue votada, con el único objetivo de gobernar la ciudad y alguna vez hasta el país, impulsada únicamente por, quizás, el más poderoso combustible político jamás encontrado. Ése que, según algunos analistas, le permitió a un ex presidente lograr la reelección por el desafortunado hecho de perder a su primogénito en una “picada” en helicóptero; el mismo que posibilita hoy que un político de segunda o tercera línea se alce hasta los primeros lugares de una de las principales listas opositoras al gobierno, por el simple hecho de haber perdido recientemente a su padre: La lástima, ese sentimiento que le oprime el pecho a muchas amas de casa porteñas al ver a esta joven mujer postrada en su silla de ruedas, y que las inspira a decidir su voto una vez más, mientras dicen compungidas:
–Pobrecita.