jueves, 14 de noviembre de 2013

Primera clase


–No puede ser. Cuando saqué los pasajes explícitamente pedí ventanilla. No pasillo.
–Lo lamento mucho señor, pero el asiento está asignado, yo no lo puedo cambiar. 4B, pasillo. El vuelo está completo en Primera. Si fuera Económica...
–No, yo viajo sólo en Business o en Primera.
Por detrás de la empleada se acerca un tipo de traje.
–Por favor, señor, si es tan amable acompáñeme un minuto a ver como le solucionamos este inconveniente, y mientras tanto dejamos que la señorita atienda a los demás pasajeros –dice con excesiva amabilidad.
Ya me la veo venir, me ponen a un costado y atienden al resto antes que a mí. Después, ¡mierda me van a dar ventanilla!
–No. Acá no pasa nadie hasta que me atiendan –digo.
–Ya le ofrecí cambiarlo al vuelo de las 14. En ese sí le puedo dar ventanilla y sería sólo una hora más de espera –le dice la empleada al tipo.
–No. Yo tengo que viajar ahora, no puedo esperar. Que se cambie otro.
El del traje vuelve a mirar la pantalla. Parece preocupado. Alguien, desde atrás, me toca el hombro. Me doy vuelta. Es un gordo. Sonríe. Tendrá unos cuarenta y pico.
–Mire, yo tengo el 4A, se lo cambio y listo. A mi me da lo mismo pasillo o ventanilla. Además, sería una lástima que usted se perdiera este vuelo –dice y sonríe.
Yo estaba por mandarlo a la mierda y el gordo me sale con esto. No sé que responder. El tipo de traje suspira aliviado.
–Bueno, muchas gracias. Entonces hágame el favor de embarcar usted primero, ya que fue tan amable –le digo al gordo.
A ver si te pensás que el único generoso sos vos, pienso mientras el tipo pasa delante de mí hasta llegar al mostrador.
Me pongo a un costado y lo miro. Tiene en la mano un tarro de helado y come con gula mientras la empleada chequea sus datos. Casi se olvida el bolso de la notebook. Le aviso. Vuelve, lo recoge y me agradece con una empalagosa sonrisa porcina. Mientras su enorme culo se bambolea camino a la puerta de embarque, me acerco al mostrador.
Le doy mi equipaje a la empleada. Me entrega el tique y voy hasta el salón VIP. Tendría que llamar a la oficina para hablar con Analía. Yo le dije bien clarito: ventanilla. Si no fuera por el padre, la echaba a la mierda. Encima, ahora me voy a tener que bancar al gordo este todo el viaje. Abro mi notebook. Tendría que revisar la presentación para los canadienses pero no tengo ganas. Juego un rato al solitario. Leo algunos mails. Aburrido, cierro la computadora y busco distraerme con el diario.
–Pasajeros del vuelo de Air Canada 2560, presentarse para abordar por puerta 12 –dicen por los altoparlantes
Ya era hora. Subo al avión y voy hasta la fila 4. El bolso de mano en la parte de arriba y la notebook abajo, bien cerca. Mejor duermo un rato. Me pongo el antifaz para que cuando llegue el gordo no me dé charla. Supongo que todavía falta un rato para el despegue. Lo único que tiene de malo viajar en primera es que hay que presenciar el insoportable desfile de los pasajeros de económica.
Oigo el ronroneo de los motores. Estamos en el aire. El avión se sacude, abro los ojos. El gordo me mira. Sonríe. ¿Nunca deja de sonreír este imbécil?
–¿Durmió lindo, eh?
–Perdón ¿ronqué? –digo, porque no se qué decir.
–No, hombre para nada. ¿Quiere un trago? –dice y me muestra varias botellas de whisky diminutas que tiene sobre su mesita.
–No, gracias.
Me empieza a faltar el aire. Tengo palpitaciones. Aprieto la cara contra la ventanilla de plexiglás. Está frío, me gusta. Trato de pensar que estoy afuera, volando entre las nubes, eso suele calmarme. Las palpitaciones ceden. Me recuesto en el asiento y abro un poco más la ventilación. Vuelvo a respirar con comodidad.
–¿Claustrofobia? –me dice el gordo.
–Sí, ¿Cómo se dio cuenta?
–Yo tuve.
–¿Y se curó?
–Si. Me enterraron vivo. Créame que es el mejor remedio –dice y levanta el vaso de whisky como si fuera a proponer un brindis.
Lo único que me faltaba: encerrado en una lata de sardinas, a miles de metros de altura y con un imbécil al lado que se la da de gracioso.
–No es chiste –continúa–, es la pura verdad. Me enterraron vivo. También me ahorcaron, me ejecutaron en la silla eléctrica un par de veces, me dispararon, me electrocuté, me ahogué, me caí de un piso veinte, de un piso treinta y tres y hasta de un primer piso, pero de cabeza.
No sé si reírme o llamar a alguien para que venga a atar al gordo, pero el tipo me mira divertido y sigue.
–Ya perdí la cuenta de las veces que morí. Eso sí, nunca me voy a olvidar de la segunda.
No respondo. Debo parecer asombrado. El gordo hace un silencio dramático y se larga.
–La segunda ¿entiende? La primera fue bastante tonta, debo admitir. ¿Vio que en los ómnibus hay un cartel que dice “Mire atrás al descender”? Bueno, yo no miré. Supongo que morí al instante porque no recuerdo nada más. Lo extraño vino después. Desperté en una habitación gris. Me senté y miré alrededor. Salvo la cama en la que estaba, sólo había un inodoro en un rincón y un pequeño lavatorio. No tuve tiempo para hacerme muchas preguntas porque enseguida se abrió la puerta de la celda y entraron dos guardias con una bandeja. Me obligaron a comer. La verdad es que la comida estaba buena pero yo no supe disfrutarla. Antes de que pudiera terminar, vino un cura. Hablaba en alemán, creo, no le entendí un carajo. Los guardias volvieron, me llevaron por un pasillo hasta otra habitación y me ataron a una camilla. La comida debería haber tenido alguna droga porque yo estaba demasiado tranquilo. Un tipo vestido de blanco me clavó una aguja con una cánula en el brazo derecho. Un tipo de traje leyó algo que no entendí. Al rato empecé a sentir un extraño sopor, después un aumento de peso en todo el cuerpo y un rato más tarde flotaba en la nada. ¿Estaba muerto? ¿Cómo saberlo si nunca antes lo había estado? Bueno, ahora que lo pienso, sí, una vez antes que esa, pero la verdad es que no tenía mucha experiencia como para poder comparar, en cambio ahora, se imaginará, ya me volví un especialista. –dice y me sonríe como si yo entendiera  algo de lo que me está contando.
Una azafata pasa por el pasillo y el gordo le pide más whisky. La chica hace como si no lo hubiera escuchado; evidentemente tiene orden de no traerle más bebidas.
–Después, poco a poco empecé a tener noción de mi cuerpo –sigue–. De pronto, una luz muy fuerte y un estruendo me hicieron abrir los ojos. Di un volantazo  y esquivé el camión por centímetros. Frené sobre la banquina. Traté de razonar lo que me pasaba, pero no llegué muy lejos. Un micro de dos pisos me llevó puesto a más de cien kilómetros por hora. El auto quedó hecho mierda y yo, otro tanto. No se cuánto tiempo estuve atascado ahí adentro. Me sacaron con los bomberos y me metieron en una ambulancia. Creo que hice dos o tres infartos hasta que al fin me morí. De nuevo sentí que flotaba y otra vez a empezar…
Es gracioso. El tipo está loco, pero me doy cuenta de que prefiero escuchar su historia antes que abrir la notebook y volver a revisar, por milésima vez, la presentación para los canadienses.
–Muchas veces me pregunté por qué me pasa esto –dice.
–Me imagino –digo ¿Pero a mí que mierda me importa? me contesto casi al instante.
–Tengo una teoría. Supongo que morir es algo muy traumático para la gente común. Entonces, alguien allá arriba pensó evitarles a algunos ese mal trago. Imagínese, usted vive lo más tranquilo setenta u ochenta años y el día que le toca mudarse al otro barrio, para ahorrarle el sufrimiento, me ponen a mí en su lugar y a usted le encajan las alitas y lo mandan a tocar el arpa. Es una buena explicación ¿no le parece? Bueno, en un principio me costó aceptarlo pero todo es cuestión de costumbre, créame. La cosa es aprender a disfrutar el tiempo que me toca. Total, mañana voy a estar en otro cuerpo y me voy a morir de nuevo.
Lo miro con curiosidad.
–Ya sé qué me va a preguntar: lo del túnel, ¿me equivoco? –dice el tipo.
–No se equivoca –le digo.
–Nada de túnel. No pasé por ahí ni una vez. Será que, como yo me quedo de este lado…
–Y… dígame, ¿cuál fue la peor muerte? –pregunto por compromiso o quizás no tanto.
–Yo suponía que lo peor sería morir ahogado, pero no. Me morí ahogado como diez o doce veces y no es tan jodido. Es como tomar agua hasta reventar, si puede imaginarse algo así. Ahorcado, sí. Me ahorcaron tres veces y no me puedo acostumbrar. Es una desesperación tremenda. Uno hace fuerza por tragar aire y no pasa nada. Hasta que al fin, crack, se parte el cogote. Pero mientras tanto se lo encargo. El infarto es bastante embromado, pero de tan común se vuelve rutinario. Me infarté como setenta veces. El dolor es insoportable, pero como yo ya me sé los síntomas, lo dejo llegar y hago lo posible para que pase rápido. Una vez sí fue una joda.
–¿Qué le pasó?
–Estoy comiendo en un restaurante y empiezan los síntomas. Yo estaba en el cuerpo de un tipo de sesenta y pico que fumaba y chupaba de lo lindo. Bueno, entonces me quedo tranquilito y le digo a la mina que tengo enfrente: llamá una ambulancia que me está dando un infarto. Se ve que además el tipo era medio jodón porque la mina me mira con cara de “otra vez sopa” y me dice: dale, no te hagás el pavo y terminá las mollejas. Ahí nomás empiezo a sentir un dolor terrible en el brazo izquierdo. Me caigo de la silla. Trato de relajarme y el dolor afloja. Cuando llega la ambulancia ya estoy mucho mejor. Igual me suben a una camilla y me llevan para el sanatorio. Antes de llegar, se nos cruza un camión y nos hacemos peomada. Me salvé del infarto pero palmé en el accidente. Parece joda ¿no?
El tipo ya está totalmente borracho. Desde que me desperté no paró de tomar whisky. Pasa otra vez la azafata. Él le pide más bebidas. La chica se niega. El tipo ni se inmuta. Abre el bolso de la notebook. Lo tiene lleno de botellas. Saca una de Chivas. Acá se arma, mejor aprovecho para ir al baño.
Me lavo la cara. Miro el reloj. Todavía faltan un par de horas para llegar a Toronto. Mejor que me ponga a revisar la presentación y de paso aprovecho para tomar distancia del gordo, a ver si todavía la ligo de rebote. Se enciende la señal de abrocharse los cinturones. Salgo al pasillo y voy hasta mi asiento. Cuando llego, la azafata le pide al gordo que le entregue las botellas de whisky que tiene en el bolso. Él se niega. No puedo pasar, así que espero a que la chica se vaya para volver a sentarme.
–Qué pelotuda, pensaba que le iba a dar las botellas. Si las acabo de comprar en el free shop –dice el gordo.
Me vuelvo a sentar sin hablar y me abrocho el cinturón. Abro mi notebook y arranco la presentación para los canadienses. La azafata está de vuelta con refuerzos. Ahora viene con un asistente que mide como un metro noventa y debe pesar más de cien kilos. Ahora te quiero ver, gordo. El avión da un bandazo. La azafata y el asistente caen al piso. El gordo suelta una carcajada y vuelve a llenar su vaso de whisky. Oigo algo parecido a un trueno. Desde el techo caen las mascaras de oxígeno. Me ahogo. Tengo palpitaciones. Me pongo la máscara y apoyo la cara contra la ventanilla. Miro hacia atrás, hacia el lugar del que pareciera provenir el ruido. Veo parte del ala envuelta en humo negro y espeso. Dentro de la cabina, mi notebook cae hacia el frente del avión, junto con un montón de otros objetos. Miro hacia el asiento de al lado. El gordo sonríe, me guiña un ojo y levanta su vaso de whisky, como si fuera a proponer un brindis.