miércoles, 5 de noviembre de 2014

Compañero




El taxi se detuvo frente a la estación de ómnibus de Retiro. Pagué y bajé apurado.
Se olvida el bolso, joven –dijo el taxista.
Gracias –respondí. Abrí la puerta trasera, lo recogí y caminé rápido, conteniéndome para no correr, hasta las boleterías.
Había sido una simple llamada. Hasta hoy no sé quién la hizo. Sin saludos ni preámbulos, sólo un “Mataron a Ana. La policía va para tu departamento. Rajá”. Después, el sonido inequívoco de un tubo que se cuelga y el tono de ocupado como único pésame. Un segundo apenas para decidir no tirarme por el balcón y terminar todo ahí y una eternidad para seguir como un autómata las lecciones aprendidas durante meses de entrenamiento: Ir hasta el ropero y retirar los ahorros escondidos. Meterlos en el bolso  color azul y en ningún momento mirar hacia el costado, hacia el lugar donde está el otro bolso, el rojo, ese que contiene algunas mudas de ropa femenina y un pequeño álbum de fotos que nunca volveré a hojear. Salir del departamento y repasar el resto de las indicaciones hasta recuperar la conciencia frente a la estación Retiro, cuando un taxista me avisa que estoy por dejar atrás lo poco que queda de mi vida, en un bolso de viaje color azul.
Gracias –repetí y cerré la puerta.
Busqué en los carteles indicadores los horarios de los ómnibus. Encontré uno a Puerto Madryn que estaba por salir. Perfecto, me dije. Sacar pasaje hasta el fin del recorrido pero bajarse antes, en una parada intermedia, mezclado entre  el pasaje, para pasar desapercibido y nunca, pero nunca, quedarse en ese sitio. Buscar algún transporte de la zona para perderse en un barrio alejado o en alguna ciudad cercana. Una vez ahí, buscar una pensión y esperar a que las cosas se calmen. Después llamar a alguno de los números de emergencia y esperar que del otro lado no nos respondan diciendo “número equivocado” y, de ser así, volver a subirme a un ómnibus y repetir las instrucciones y esperar que todo se solucione antes de que se acabe la plata.
Subí al ómnibus y caminé por el pasillo hasta mi asiento. A mi lado había una chica. Tendría unos diecisiete años. Simulaba estar durmiendo pero supe enseguida que estaba despierta por cómo reaccionó cuando la toqué por accidente. Cuando el ómnibus cerró sus puertas respiré aliviado. Ella también. Anduvimos un corto trecho. Nos detuvimos. Se abrió la puerta y subió un soldadito, un colimba, seguro. La chica empezó a temblar. Si se delataba yo podía caer con ella. Le tomé la mano y se la apreté fuerte. No abrió los ojos. Yo también me hice el dormido.  El soldado pasó a mi lado. Abrí los ojos inconscientemente. Me miró y sonrió. Su mirada fue hasta la chica a mi lado y con el dedo índice de su mano izquierda sobre los labios, me indicó que no la despertara. Al rato volvió a pasar junto a mí y bajó del ómnibus.
Todo en orden –dijo. El chofer cerró la puerta del ómnibus y continuamos nuestro camino.
Intenté dormir sin éxito, leí un rato y traté de no pensar por el resto del viaje. No pude. A esa altura ya habrían tirando abajo la puerta de mi departamento y estarían revolviéndolo todo. Recordé el bolso rojo con las cosas de Ana. Los imaginé abriéndolo y desparramando sobre el piso su ropa interior. Seguro se llevarían las fotos que encontraran. Siempre se quedaban con las fotos para buscar en ellas una cara, un lugar, cualquier cosa reconocible. No iban a encontrar las agendas, ni la de Ana ni la mía. Hacía varias semanas que las habíamos quemado junto con los libros. Es al pedo, si nos agarran te creés que va a cambiar algo que nos encuentren algún libro prohibido, había dicho cuando Ana me lo propuso. Sabía que no era eso lo que me jodía, era otra cosa, algo más profundo lo que se rompió en mí cuando vi que las llamas se llevaban tantas ideas, tantos recuerdos. Los libros no se queman, le dije a Ana. Ella tampoco estaba feliz. Me abrazo y después hicimos el amor. En ese momento recordé que esa había sido la última vez que lo hicimos. Miré a la chica a mi lado. Dormía como si a nuestro alrededor nada pasara. Al final yo también me quedé dormido.
Paramos a desayunar en Punta Alta, frente a la base Naval de Puerto Belgrano. No era el mejor lugar para mostrarse pero si me quedaba arriba del ómnibus me iba a hacer notar. Bajé con el resto del pasaje. La chica seguía durmiendo. Mientras yo bajaba, que ella se quedara no iba a despertar sospechas. A mi mesa se sentaron los dos choferes. Por suerte no me hicieron preguntas personales así que me ahorraron la necesidad de mentir. Tomé un café cortado y unas medialunas. Me disculpé con mis compañeros de mesa, por suerte entretenidos en su discusión sobre la mejor formación del seleccionado de futbol y fui hasta la barra. Pedí un café con leche para llevar. Pensé en llevárselo a la chica que seguro estaría despertando en ese momento. El tipo de la barra me miró con una sonrisa sobradora.
¿Para llevar? –dijo.
Sí. Un café con leche para llevar, no para tomar acá ¿se entiende?
Esto no es un bar americano, señor. El café se toma acá.
Bueno. Hagamos una cosa. Preparame un café con leche y dame dos vasitos de plástico, de esos para gaseosa.
Refunfuñando, el tipo me trajo el café con leche y los vasitos. Tuve que esperar unos minutos a que el café se enfriara un poco. Estaba casi hirviendo. Me pregunté, cuántos mierdas como él me tendría que cruzar hasta llegar a mi destino. No, no era éste tipo el problema, mi problema eran otros mierdas, unos mucho más canallas y con mucho más poder que este pobre tipo cuyo placer radicaba en hacerle la vida imposible a los clientes ocasionales que caían en su mugriento bar.
Regresé al colectivo. El asiento a mi lado estaba vacío. Comprobé que la chica se había llevado también su bolso. Me sentí desconsolado, como si hubiera perdido a una amiga de años. Pobre chica, pensé. ¿Cómo se le ocurrió bajarse justo en Punta Alta, con la base naval a pocos metros? El lugar estaba lleno de milicos, policías, simpatizantes y soplones. Ojalá pueda zafar, pensé, mientras me tomaba su café con leche. Por suerte no habíamos subido juntos así que nadie tenía por qué sospechar de mí.
¿Por qué me sentía tan mal? Me dí cuenta de que no era la desaparición de la chica la que me dolía. Todo el peso de la muerte de Ana me cayó encima. Hasta ese momento había actuado como autómata. No me había detenido ni un segundo a pensar en ella.  Su cara, su cuerpo, toda ella era ya recuerdo. Ya no podría volver a tocarla. Sentí un dolor horrible en las manos, como si me las acabaran de amputar. Lloré en silencio tratando de no hacerme notar. Por suerte, los dos asientos del otro lado del pasillo estaban vacíos. Me pasé junto a la ventanilla. Pensé en los compañeros. Llevábamos cuatro años peleándola juntos. Ahora quizás no volviera a verlos jamás. Aunque fuera imposible, traté de olvidarme de sus caras, de sus nombres, de sus apodos. Alguno de ellos había hecho la llamada que me salvó la vida ¿Quién habría sido? ¿Llegaría alguna vez a agradecérselo? Si no hubiera sido por él no estaría aquí sentado, me dije, muerto de miedo esperando a ser descubierto en cada parada del ómnibus o en alguna requisa sorpresiva en medio de la ruta, pero vivo.
Rato después de que el ómnibus comenzó a moverse, uno de los choferes se me acercó.
¿Su amiga se quedó abajo?
¿Mi amiga? Ah, la chica. Me parece que se bajó pero no venía conmigo, estaba acá antes de que yo subiera. Es más, ni siquiera se despertó desde que salimos de Retiro. Cuando volví de desayunar ya no estaba –dije.
Ah, pensé que iban juntos. No debería haberse bajado porque tenía pasaje hasta Madryn.
Quién sabe –dije–. Tal vez se arrepintió de haberse escapado de casa y volvió con papá y mamá.
Puede ser. De todos modos voy a dar aviso. Hoy día hay que estar atento a cualquier hecho extraño, no hay que confiarse. De última lo dejo anotado en el registro y cuando lleguemos a Madryn ellos verán –dijo.
Podía imaginarme quiénes eran ellos así que preferí no preguntar nada y salir de la charla con un comentario intrascendente.
Es cierto, hoy en día no se puede confiar en nadie. –dije. Pensé en cuántos habría como él: colectiveros, taxistas, mozos de bar, porteros de edificios, maestras primarias… Sentí asco. El tipo se quedó unos segundos más, con la esperanza de que yo dijera algo, al final se dio media vuelta y volvió a su asiento en la primera fila.
Intenté dormir pero no pude. Nos detuvimos en un parador a almorzar. No tenía hambre pero bajé igual a estirar las piernas. En el bolso tenía algunos libros. Una novela policial, un libro de filosofía y un par de clásicos. Nada comprometedor. Sin embargo, fui hasta un kiosco de revistas y compré El Gráfico y Gente, para disimular.
Me senté en una mesa con mis revistas y pedí una gaseosa y un sándwich de jamón y queso. Me pareció que el chofer con el que había charlado en el pasillo, el buchón, me hacía señas para que lo acompañara a él y a su colega. Hice como que no lo veía y hundí más mi cabeza en la Gente que había comprado. Ni sé que decía la revista, sólo pasaba las páginas y esperaba que el botón del chofer no me viniera a buscar para sonsacarme información sobre la pobre chica que se había bajado del colectivo. Pasé las páginas sin leer siquiera los títulos, mejor así. Escuché el llamado al pasaje para que volviéramos al coche. Nos quedaban todavía unas seis o siete horas para llegar a Madryn. Si el tipo iba a buchonear a la piba ahí, yo tenía que bajarme antes. Ahora era imposible porque estaba muy expuesto. Quizás en General Conesa o San Antonio Oeste. Para cuando llegaran a Madryn ya habrían pasado tres o cuatro horas. Sierra Grande era la última opción pero estaba muy cerca y además no estaba seguro de que hubiera parada allí. Sí, Conesa o San Antonio Oeste, me dije, y me quedé dormido.
Llevaba varios días sin dormir. Cuando volví a abrir los ojos vi con espanto el cartel que indicaba que acabábamos de dejar Sierra Grande. A partir de ahí, 130 kilómetros de desierto nos separaban del destino final del ómnibus, Puerto Madryn, quizás, también mi destino final. Como llamado por mi desesperación, apareció el buchón.
Ana Matilde Pérez.
¿Cómo dice? –El apellido no me decía nada, pero el nombre me había impactado, esperé que esto no se hubiera traducido en un gesto demasiado aparatoso que hiciera sospechar al tipo.
Digo si escuchó el nombre, el de la chica. Acá dice que se llama Ana Matilde Pérez –dijo el tipo mientras me mostraba el nombre anotado en una planilla, como si eso pudiera significar algo para mí.
No. Le dije que ni hablamos. Estaba dormida cuando yo llegué y siguió durmiendo cuando bajé a desayunar. Cuando volví ya se había ido.
Bueno, igual, si ella se bajó antes, en Madryn puede ser que alguien la vaya a esperar… –dejó la frase inconclusa, como una amenaza.
Si alguien la estaba esperando en Madryn, seguro, tendría que dar alguna explicación de por qué la chica se había bajado del ómnibus. Yo sabía muy bien cómo hacían ellos para sacarle información a la gente y lo último que necesitaba era que me metieran en el medio de todo ese asunto. Me encogí de hombros y dije:
Me imagino.
El tipo se volvió a su asiento. Me cago en tu madre, pensé. Si llegaba a meter a la policía en todo esto y yo quedaba en el medio, aunque más no fuera como testigo, seguramente me iban a sacar los documentos y me iban a demorar. Entonces, una llamada a Buenos Aires podía bastar para que todo terminara de la peor manera posible. Pendeja de mierda, pensé, por qué te bajaste tan rápido. Podríamos haber seguido juntos, teníamos la excusa perfecta. Yo le llevaba unos años pero no tantos como para no pasar por su pareja o por un hermano mayor acaso. Se debe haber desesperado, pobre. No podía culparla. ¿Quién se animaba a confiar en un extraño en esos tiempos?
Traté de organizar mis ideas pero la imagen de Ana se instaló súbitamente en mi pensamiento. La mataron, había dicho la voz en el teléfono. ¿Y si era mentira? ¿Y si era una broma pesada? No, no podía ser una broma, pero se podía haber equivocado… No tiene sentido pensar en eso, me dije, ahora lo importante era pensar en cómo iba a hacer para zafar de ésta. Si el tipo ya había llamado a los milicos en San Antonio Oeste nos estarían esperando en Madryn. Iba a tener que negarlo todo e intentar que me dejaran ir con la promesa que pasaría a declarar al día siguiente por la comisaría. Siempre en tono casual, decir que el viaje, que el cansancio, que tenía que buscar un hotel. No se preocupen, en cuanto me pegue una ducha y duerma unas horitas voy y les digo todo lo que vi; que no es nada, pero bueno, uno lo único que quiere es ayudar, ¿me entiende? Seguí imaginando la escena durante una eternidad, rogando por ser lo suficientemente convincente como para que me dejaran salir de la estación de ómnibus para poder desaparecer, quizás tomar otro ómnibus o buscar algún camionero que me llevara a Río Gallegos o de vuelta hacia el norte.
Llegamos a Madryn. Tomé el bolso, me puse rápido en la fila para ser uno de los primeros en bajar del coche y una vez en el andén empecé a alejarme sin mirar hacia atrás. No fue fácil abrirme paso entre la gente que esperaba a sus familiares. Mejor porque así le sería más difícil al chofer ubicarme.  Llegué junto a un quiosco. Busqué con la vista al chofer. Estaba hablando dos soldados armados con fusiles automáticos. Miraban hacia un punto alejado de mi posición, hacia la gente que esperaba en el andén. Estaba libre, podía ir a la primera ventanilla y comprar un boleto o bien subirme a cualquier coche que estuviera a punto de salir y pagar el pasaje al conductor. Podía irme, pero no me fui. Me quedé parado mirando hacia el andén mientras se iba vaciando. Con desesperación intenté adivinar en alguna cara el secreto que buscaba, hasta que lo vi. Enseguida miré al buchón y al soldado. Todavía no lo habían descubierto pero faltaba bajar poca gente. En unos segundos lo verían. No lo pensé, casi corriendo me acerqué al pibe, dejé el bolso en el suelo y lo abracé. ¿Y si no era? ¿Y si me había equivocado? ¿Qué podía pasar si el tipo se ponía a gritar? No lo hizo. Intentó hablar pero no lo dejé.
Ana Matilde se bajó en Punta Alta, se ve que se asustó. Te están buscando. Disimulá o nos llevan a los dos. Voy a agarrar mi bolso y vamos a salir charlando, como si fuéramos amigos, ¿de acuerdo?
No respondió pero hizo todo lo que yo le dije.
Minutos después nos despedíamos en la calle. Él tomó un taxi y yo me subí al primer colectivo de línea que pasaba. No quise saber su nombre. A él tampoco le convenía conocer el mío. El breve lapso que estuvimos juntos, nos llamamos, simplemente, compañero.
*Mención especial 8va edición del Premio Municipal de Literatura “Manuel Mujica Láinez”, Municipalidad de San Isidro

Foto: “El Siluetazo desde la mirada de Eduardo Gil”. El siluetazo, fue realizado por los artistas visuales Julio Flores, Rodolfo Aguerreberry y Guillermo Kexel, el 21 de septiembre de 1983, durante la dictadura cívico militar, en el marco de la III Marcha de la Resistencia.