sábado, 20 de octubre de 2012

Herencia



Tendrías que haber visto esa casa. Bueno, casa. Era más bien un toldo con cuatro chapas. Ahí vivía. Ni te imaginás lo flaquita que estaba. Apenas si se le notaba la panza.
El que arregló todo fue el primo de Toribio que en ese entonces era juez en Posadas. Lo primero que hicimos fue sacarla de ese lugar. Yo estaba horrorizada. No quería ni bajar de la camioneta que nos llevó. Con el auto que habíamos alquilado en el aeropuerto no pudimos entrar, por el barro. Raúl me dijo que me quedara, pero el primo de Toribio dijo que no, que era mejor que la chica viera una imagen femenina. ¿La madre? Ni habló. Se quedó sentada en la puerta del ranchito tomando mate. En realidad parecía más la abuela que la madre. No tendría ni cuarenta pero estaba muy avejentada, viste cómo es esa gente. Ella había arreglado antes con el juez así que nosotros le dimos la plata a él. Nunca supimos con cuánto se quedaba el tipo. Raúl me dijo que con la mayor parte, seguro. No me extrañó: tenía una cara de chanta. Ahora es diputado provincial.
Ni bien la pusimos en el asiento de atrás, la chica saltó y corrió de vuelta para el rancho. Te juro que me partió el alma, parecía un animalito asustado, pobre. Por poco me arrepiento. Pero, ni bien entró, salía otra vez con una muñeca en la mano. Pasó al lado de la madre que seguía tomando mate. La chica se quedó un instante ahí, callada, le tomó la mano a la mujer, se la besó y volvió corriendo a la camioneta. No le dijo nada, sólo le besó la mano y volvió corriendo a la camioneta. Raúl me dijo que le pareció verla llorar a la madre. No creo.
Me senté atrás, al lado de la chica, y traté de conversar con ella. Quise tocarle la panza pero no se dejó. Se retorcía de tal modo que Raúl me gritó que no la molestara más. No sé por qué estaba tan furioso. Yo me puse mal, pero traté que nadie en la camioneta se diera cuenta. De pronto ella solita me agarró la mano y se la apoyó en la panza. No sabés, cuando sentí que el bebé daba pataditas me puse a llorar como una estúpida. Raúl se dio vuelta y me miró con odio. No entendió nada.
En Posadas la internamos en una clínica. Estaba con anemia, nos dijo el doctor. La tuvieron en observación una semana. Ahí nos dijeron que en realidad estaba de seis meses. Raúl se puso loco porque nos habían dicho que estaba de ocho.
–¿Y ahora qué hacemos? –me dijo– ¿Vamos a tener que mantener a esta india hasta que nazca la beba?
¿Vos podés creer que dijera semejante barbaridad? La chica estaba en la otra habitación, pero pobrecita no entendía nada.
Cuando fuimos a verlo al primo de Toribio al juzgado, nos dijo que si la llevábamos a Buenos Aires él no iba a poder hacer los papeles. También nos dijo que conocía un convento donde la podían cuidar hasta que estuviera en fecha. Era lo mejor –nos aseguró– porque muchas, después de que una les da de comer y las viste, se escapan. Se vuelven para el rancho o se van a parir a otro lado. Nos dijo que cuando estuviera por nacer la criatura, él nos iba a llamar para volver a llevarla a la clínica. Lo tenía todo organizado. Le pagamos a la madre superiora.
–Al final, lo único que hacemos acá es poner plata –dijo Raúl.
Yo estuve a punto de decirle que no era por mi culpa, justamente, que estábamos pasando por todo eso; pero me contuve.
Una vez que la dejamos en el convento nos peleamos mal con Raúl. Yo le dije que pensaba quedarme en Posadas, en el hotel en el que estábamos parando, que no era muy caro.
–¿Pero vos sos pelotuda? –me dijo.
Yo sabía que él tenía razón, que tres meses en un hotel, por más barato que fuera, nos iba a salir una fortuna. Pero, ¿qué quería que hiciera? Te juro que si hubiera podido me la habría metido dentro para tenerla yo. Entonces se lo dije.
–Si no podemos tener hijos vos sabés muy bien por qué es –Te juro que se me escapó.
Raúl nunca me levantó la mano. Cuando se enoja rompe cosas o le da trompadas a las paredes. Pero ese día pensé que me pegaba. Salió del hotel y no volvió hasta la madrugada. Yo estaba destruida. Imaginate, mi beba apenas a diez cuadras y me tenía que volver a Buenos Aires. ¿Y si la chica se escapaba? ¿y si le pasaba algo? Cuando regresó Raúl me di cuenta de que había tomado, pero por lo menos se le había pasado la bronca. Me dijo que si quería, podíamos ver de alquilar algún departamentito barato en
Posadas y que él podría venir algunos fines de semana a acompañarme. No podía ser tan turra. Le dije que no, que me volvía con él y que, si podíamos, viajáramos cada tanto para ver como estaba nuestra hija.
Así que volvimos a Buenos Aires. Desde acá yo llamaba al convento todos los días. La pobre chica casi no hablaba así que yo pedía por la superiora. No sabés lo amable que era esa mujer. Se notaba que tenía una gran paz interior. Viajamos casi todos los fines de semana. En avión, obvio. Raúl se ponía como loco cada vez que llegaba el resumen de la tarjeta.
Al final, el primo de Toribio nos llamó el 20 de julio para decirnos que estaba en fecha. Igual, nosotros ya teníamos los pasajes reservados porque nos habían dicho en el sanatorio que iba a ser para esos días. Llegamos el 22. Ayelén nació el 23 a la tarde pero la trajimos recién los primeros días de agosto. Era divina, chiquitita y tenía la carita toda roja. Raúl le puso “hormiga colorada”. Daba miedo tocarla porque parecía que se iba a romper. Le pregunté al obstetra y me aseguró que estaba sanita. El parto había sido normal y la chica también estaba bien. Yo la vi desde la puerta de su habitación. Estaba mucho mejor de cara que cuando la sacamos del ranchito. El médico nos dijo que fue una suerte que la lleváramos en el sexto mes, porque si no, seguro que la beba hubiera nacido con menos peso del aconsejado. Fuimos a ver a un escribano y la anotamos, no nos hicieron ningún problema. Después se la llevamos a la superiora para que la viera. Qué mujer, hasta le dijo a Raúl que si la mirabas de perfil, Ayelén se le parecía. Nos dijo también que la chica se iba a quedar en el convento, que la iban a cuidar. Raúl, como siempre, no le creyó.
Si, seguro –me dijo cuando salimos–. A nosotros nos cobraron tres lucas por tenerla unos meses y ahora la van a dejar quedarse gratis.
Él no me lo quiso reconocer nunca, pero yo sé que le dio plata a la chica antes de que nos fuéramos de la clínica.
Años más tarde –Ayelén entraba a preescolar, así que tenía que estar por cumplir los 5– Toribio me contó que la chica había ido a verlo al primo, para preguntarle si sabía cómo estaba la nena. Me lo dijo como si nada. Yo casi me muero. Pensé que nos la iba a querer quitar. Toribio me dijo que no, que la chica tenía como veintiún años, que se había casado y ya tenía tres nenes, rubiecitos como Ayelén, me dijo. Mirá vos, para qué venir a molestar ahora que tiene una familia, pensé. Toribio me dijo que su primo el diputado –ya no era más juez en esa época–, la asustó diciéndole que le podían hacer un juicio por abandono de persona, o algo así. De ese chanta se podía esperar cualquier cosa. Por suerte nosotros no supimos nada más ni de él ni de la chica.
Si, eso fue hace mucho tiempo, ya sé. Pero, hace tres días... estábamos con Ayelén y con la modista en casa. La mujer había traído el vestido de los 15 para que se lo probara. No sabés, le queda divino. Sólo falta hacerle un par de retoques, así que la modista le dijo que se lo sacara. Entonces Ayelén se fue para la pieza a cambiarse y de pronto se paró, se dio vuelta, me miró y volvió corriendo. No dijo nada, lo único que hizo fue besarme la mano y se volvió para la pieza. No me dijo nada, ¿te das cuenta? Solamente me besó la mano y se fue. Sólo eso.

*Primer Premio del Primer Concurso de Cuentos en Twitter, organizado por Grupo 23.