martes, 8 de abril de 2014

Al ladrón, al ladrón.

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Vivimos en una sociedad llena de prejuicios. Desde ya que eso no es bueno pero debemos reconocer también que muchas veces un prejuicio nos puede salvar la vida, o al menos facilitárnosla. Por eso, cuando subí hoy al vagón, lo primero que hice fue buscar algún posible sospechoso. No me costó mucho, ahí estaba el tipo: morocho, pinta de albañil, bolsito roñoso colgando del hombro derecho y un buzo remendado en la mano. Para completar el cuadro, llevaba una riñorera de cuerina berreta atada a la cintura.
Intenté mantenerme alejado mientras circulábamos por capital, mientras tanto aproveché para estudiarlo en detalle. No hablaba con nadie, no leía, miraba a través de la ventanilla, como despreocupado por el resto de los pasajeros del vagón. Cada vez que alguien lo tocaba, cosa imposible de evitar ya que el vagón estaba repleto, tanteaba casi con desesperación su mugrosa riñonera.
En Morón subieron más pasajeros de los que bajaron. Si no se bajó acá, pensé, sigue directo a Moreno. Recién en ese momento se dejó ver ella. Veintitantos años, de un rubio algo forzado que sin embargo le quedaba bien. Tacos un tanto excesivos para esa hora del día, pero haciendo juego con una minifalda gastada que dejaba ver su excelentes piernas. La blusa tenía un insinuante escote. El conjunto era armonioso pero, pensé, yo hubiera preferido que la minifalda no fuera tan corta.
Lentamente el movimiento de la gente nos fue acercando a los tres de manera casi natural. Yo sabía que esa naturalidad era totalmente fingida pero intenté comportarme como si lo ignorara. Él, por su parte, seguía en su postura de contemplación bobina invertida, viendo pasar el paisaje desde arriba el tren. A pesar de la abstracción que parecía indicar su cara, cada vez se acercaba más a ella hasta quedar detrás de ella.
En Paso del Rey yo me había sumado a la pareja, aunque ellos parecían ignorarme. Él, ahora sí más interesado en el escote de ella y ella, removiéndose molesta como si la mirada del morocho la afectara físicamente. El resto del pasaje, entre tanto, empezó a acomodarse para el salto final al llegar a Moreno. A más tardar en cinco minutos íbamos a estar saliendo por la puerta que tenía frente a mí. En ese momento la gente empezó a empujar más fuerte para reacomodarse. A la presión de los que comenzaban a levantarse de sus asientos y los que avanzaban por el pasillo hacia la puerta, se oponía la resistencia tenaz de los que habían llegado a una posición de privilegio junto a la salida y no estaban dispuestos a perderla. Esto duró unos minutos preciosos en los cuales cualquier presión, cualquier movimiento algo brusco, cualquier búsqueda afanosa pasaría totalmente desapercibida. En un momento, incluso, fui empujado sobre mi sospechoso y éste, en un movimiento aparentemente casual presionó con la ingle la cadera de la joven que se sacudió irritada pero que, frente a la evidente inocencia del hombre, se tuvo que tragar el insulto que tenía en los labios. En cambio, lo que hizo fue girar para esconder su trasero de otro posible embate del albañil.
Finalmente el tren llegó a Moreno y un segundo después del anuncio de la llegada, comenzamos a salir en masa hacia la puerta. En el camino, el tipo trastabilló y se tomó del hombro de la joven que, ahora sí, respondió indignada.
sacá la mano de ahí, negro de...
Algunos entre el pasaje parecieron reaccionar al comentario de la chica. Algunos pocos, molestos por su insulto, otros mirando con ojos desaprobadores al morocho, la mayoría, sin embargo, más preocupada por sus asuntos que por los ajenos dejó pasar el episodio sin inmutarse.
Yo... –intentó una disculpa el tipo pero su gesto cambió de inmediato luego de tocar su riñonera en un gesto protector que hacía unos diez minutos que no hacía.
Antes de que pronunciara una sola palabra, tomé mi billetera y elevándola sobre las cabezas de los que me rodeaban, grité:
Negro de mierda, me quiso robar la billetera. Chorro.
Ahora sí, todos giraron hacia el tipo y hacia mí. La respuesta fue inmediata, no se podía esperar otra cosa. Un morocho vestido vulgarmente, con su patética riñonera gastada y su bolso remendado, que miraba sorprendido hacia mí, la imagen del perfecto oficinista, quizás un profesional, quién sabe, contador o licenciado en administración, cuarentón, seguramente un honrado padre de familia, un hombre de bien, pagador de impuestos, harto de la inseguridad, en síntesis, el perfecto hombre común que acaba de sorprender in fraganti a una lacra como la que tantas veces nos birló nuestra billetera en un momento de distracción.
El tipo intentaba decir algo cuando recibió el primer golpe. Fue un pibe de uno ochenta que parecía volver del gimnasio. También llevaba bolso, pero este era de marca y no estaba remendado como el del albañil. Le pegó con el puño cerrado en la nuca, multiplicando por mil la sorpresa del morocho. Después el resto le cayó encima.
No soy morboso, no me quedé a ver lo que siguió. Tampoco me fui corriendo a casa a poner Canal 26, ni Crónica TV, ni TN para que me contaran hasta el vómito lo que yo ya sabía que habría pasado. No, en lugar de eso caminé unas cuadras hasta el bar Las Palmas, de la avenida Perón y Rosario, me senté en mi mesa de siempre, pedí una Stella Artois al mozo y me puse a contar la plata del sobre que le había sacado al albañil de la riñonera.
La gente dice que los carteristas siempre van de a dos. Estoy seguro de que es un prejuicio, pero no por eso deja de ser cierto, pensé cuando llegó Alejandra y le pidió al mozo un segundo vaso para ella. Venía a buscar su parte de la plata del morocho. Gustavo Mamaní, decía el recibo de sueldo. Debería haber sido un albañil calificado porque cobraba más de cuatro mil ochocientos por quincena.
Casi diez lucas por mes ganaba el morocho... –dije y sonreí.
Alejandra no contestó. Le dí mil quinientos pesos y me quedé con el resto. Antes de despedirnos le dije que iba a tener que cambiar esa minifalda porque ya estaba bastante gastada...
y aprovechá para comprarte una que no sea tan cortita, vos sabés que la gente es prejuiciosa y no nos conviene que te confundan con una puta.