sábado, 22 de junio de 2013

Puto el que lee

El presentador mira a cámara. Toda la audiencia espera que a continuación desgrane una serie de razonamientos lógicos que den por tierra los argumentos de su oponente y convenzan sin lugar a dudas de que su postura es la más sólida, la única fundada en verdades incuestionables o, al menos, mayoritariamente aceptadas. La espera llega a su fin, el presentador sonríe canchero y dice con soltura: “No voy a responder las denuncias de Fulano, simplemente porque Fulano es un pelotudo”. O tal vez, si el presentador en cuestión es un verdadero espadachín de la retórica, podría regalar a su público una pieza oratoria sublime como la que sigue: “Si uno exprime una gota de pelotudo en el vacío, esa gota de pelotudo en el vacío absoluto es este idiota que se llama Fulano”. Listo, fin de la polémica. No importa si los argumentos de Fulano son válidos o inválidos. No interesa si lo que dice Fulano se acerca aunque más no sea remotamente a la verdad, lo único que importa es que Fulano quedó olímpicamente fuera de la discusión, y con él, sus argumentos, sus verdades. Toda la polémica se licua entonces en un mar de carcajadas provenientes del grupo de aplaudidores que colma las tribunas del programa.
En la escuela, nuestras madres nos prevenían de los chicos que usaban malas palabras para expresarse. “No te juntes con esos”, nos decían. Hoy, reposadas damas en el ocaso de sus vidas, no sabrían que decirnos cuando comprobamos que estas palabras, antaño discriminadas, hoy forman parte del lenguaje periodístico de los comunicadores más respetados.
También, en la escuela primaria nos amonestaban cuando nos mofábamos de algún compañero, deformando levemente su apellido para hacerlo más gracioso, o tal vez, más representativo de algunas características evidentes de su humanidad. En la secundaria teníamos terminantemente prohibido modificar los apellidos de algunos de nuestros compañeros como Delorte, Delano o Chacón. Hoy, los comunicadores masivos que nos intentan convencer de la robustez de sus argumentos, de la veracidad de sus informaciones, solventan sus mensajes renombrando a sus opositores con mecanismos como los ejemplos que siguen: Si el intendente se llama González Padrón y se quiere hacer público el desmanejo que hace de los fondos a él asignados, simplemente se lo renombra como González Ladrón y los televidentes entenderán el mensaje sin necesidad de presentar tediosas pruebas que seguramente no son nada televisivas. Es sabido que los números no quedan bien en la tele. Otra opción, cuando se duda de las preferencias sexuales de tal o cual diputado, si el mismo ostenta un apellido del estilo de Marconi, por ejemplo, bastará con llamarlo Diputado Mariconi y listo el pollo, no hace falta mucho más para que la gente entienda. Porque este procedimiento está destinado, obviamente, a facilitarles el entendimiento, a los televidentes, ya que la pobre gente que llega con sus facultades cognitivas exhaustas después de una jornada de trabajo alienante no tiene tiempo que perder siguiendo largos razonamientos o argumentaciones y, en definitiva, los comunicadores están aquí para facilitarles el trabajo.
El filósofo esloveno Slavoj Žižek opinó en un reportaje que le hicieran durante la Feria el Libro de Frankfurt, en octubre de 2001, que la medida del verdadero amor es poder insultar al otro. “Si hay verdadero amor”, dijo “se pueden decir cosas horribles, y no pasa nada”. Recordaba el filósofo su paso por el ejército yugoslavo: “¿Cómo nos hacíamos amigos con los albanos? Cuando empezábamos a intercambiar obscenidades, insinuaciones sexuales, chistes”. Ahora, el problema es que en el caso de los comunicadores televisivos que suelen utilizar este mecanismo, no lo hacen nunca frente a sus supuestos interlocutores. Estos están fuera de la charla y tampoco, a posteriori, se les permite dar su versión de los hechos, o al menos, devolver el insulto. En este caso, parece más correcto pensar que el insulto no funciona como herramienta de unidad, de confraternidad, sino de discriminación. Porque, al calificar al interlocutor, al opositor, al ocasional adversario, utilizando palabras que condensan significaciones negativas con respecto a la estructura cultural hegemónica, se lo está discriminando, poniéndolo de lado, sacándolo del grupo que tiene capacidad para discutir un argumento, para dar su verdad. El otro es un pelotudo y ni siquiera merece que se le explique nada, porque no va a entenderlo. El otro es un maricón, debe ser segregado, quizás exiliado a la isla desierta que el cardenal Quarracino proponía para quienes elegían un tipo de sexualidad distinto del hegemónicamente aceptado.
Internet, y más precisamente las redes sociales que se alojan allí, se han convertido en una enorme propaladora de insultos y descalificaciones hacia personajes públicos, políticos preferentemente, pero también hacia otros anónimos internautas. En un principio podría pensarse que quienes se expresan de este modo, anónimos internautas que parecen tener sus cerebros rebosantes de eso que destilan en sus blogs, tuits o comentarios de Facebook, son aquellos compañeros de los cuáles nuestras madres nos prevenían con su “no te juntes con esos”. Ahora, cuando esta práctica se traslada a los medios masivos de comunicación y se pone en boca de respetados comunicadores sociales de los cuáles es dable esperar un mínimo de profesionalismo, es necesario tomar conciencia de las palabras que estos utilizan y de lo que ellas implican en términos de un “sentido común” que se ha naturalizado y debe ser puesto en discusión. Esto, o seguir el consejo de nuestras ancianas madres.