Tío Adrián llevaba un par de
días en el sanatorio. Tenía un cáncer terminal y los médicos ya lo habían
desahuciado. Hasta entonces, a pesar de la oposición de mi madre, su hermana,
el viejo tío había vivido solo en su casa, después con una enfermera, pero al
final se puso tan mal que no tuvieron más remedio que internarlo.
Nunca fuimos muy cercanos pero
mi vieja insistió en que lo visitara, así que un día antes de su muerte fuimos
a verlo con mi hermana. Ella estaba embarazada de su primera hija y cada dos
minutos nos dejaba solos para ir al baño. En uno de esos intervalos el tío giró
la vista hacia su derecha, justo al lado de su cama, como si algo hubiera
llamado de pronto su atención. Me sorprendió la velocidad con la que se había
movido. Miré yo también hacia donde él miraba. Solo vi una especie de nube
oscura, como un humito que, un instante después, desapareció bajo la cama.
Cuando volví a mirar a mi tío,
él tenía sus ojos clavados en mí. Entonces me habló, por primera y última vez
desde su internación.
–Lo viste, ¿no?
No estaba seguro de qué estaba
diciendo. Me imaginé que era el efecto de la morfina.
–Sí, lo viste. Podría decirte qué
nombre le puse, pero prefiero que vos le des el que más te guste. A mí me lo
dio también mi tío antes de morir, hace como sesenta años y desde entonces lo
cuido. Ahora es tuyo.
Pensé que el viejo estaba loco.
En vez de preguntarle de qué estaba hablando, le seguí la corriente. Le
agradecí el regalo y le dije que no se preocupara que yo también lo iba a
cuidar hasta mi muerte, fuera lo fuese de lo que estaba hablando el viejo. Mis
palabras lo calmaron. Cuando salió Laura del baño, el viejo se calló.
–¿Qué le pasa? –dijo Laura.
Me puse el dedo índice junto a
mi sien derecha y dibujé algunos círculos en el aire. Ella entendió.
Al día siguiente, mientras
estaba en el trabajo, mi vieja me llamó para avisarme que el tío había muerto. Lo
velaban a las seis de la tarde y el entierro iba a ser al día siguiente a las doce
del mediodía. Antes de ir al velorio pasé por casa a darme una ducha. Mi
familia siempre fue muy tradicionalista. Sabía que me esperaba una noche de
insomnio sentado junto a algunos familiares que no volvería a ver hasta el
próximo velorio, tomando café a pocos metros de un ataúd.
Cuando llegué a mi
departamento me pareció verlo más desordenado que de costumbre. Mi primera
impresión fue que alguien había entrado, pero, como la puerta y las ventanas
estaban bien cerradas y además no parecía faltar nada, me convencí de que no
había sido así. Al salir cerré con llave, por las dudas.
Como esperaba, esa noche dormité
apenas un rato sentado en una silla y a la mañana siguiente, después de un
desayuno horrible en un bar piojoso, manejé una hora hasta el cementerio, que
quedaba como a diez kilómetros del centro. Recién volví a mi departamento cerca
de las tres de la tarde. Lo único que quería era ducharme y dormir hasta el día
siguiente. Ya iba a tener tiempo el fin de semana para limpiar y poner un poco
de orden.
Me duché, comí algo rápido en
la cocina y me fui a dormir. No pude hacerlo por mucho tiempo, porque una hora
más tarde me despertaron los ladridos de Sultán. Técnicamente no eran todavía
los ladridos de Sultán porque lo llamé por primera vez con ese nombre un par de
días después. Sin embargo, esa tarde, la tarde del entierro de mi tío, desperté
y lo vi sentado junto a mi cama. Era un cachorro de perro negro de tamaño grande,
con el pecho ancho, la parte posterior un poco más pequeña y una cabeza enorme,
casi graciosa. Un perro cualunque. Sin embargo, parecía limpio y bien cuidado y
además llevaba collar.
Tardé un rato en entender el
porqué de sus ladridos, aunque muchísimo menos de lo que me llevaría comprender
su presencia en mi vida. Lo que estaba claro, desde un principio, era que no era
agresivo. Por eso me animé a bajar de la cama y caminar hacia la puerta del departamento.
Desde ahí silbé para que viniera. Seguro era el perro de algún vecino que se
había metido vaya uno a saber en qué momento en que yo había dejado la puerta
abierta. Volví a silbar desde el pasillo. El perro vino, obediente. En ese
momento se abrió el ascensor y bajó la ingeniera agrónoma del departamento B
que, como siempre, me miró con cara de culo. La mina nunca me había tragado
pero igual me pareció que tenía que
justificarme por andar por los pasillos con un perro ajeno.
–Se metió en mi casa. No me
imagino cómo pudo entrar. Me parece que es de algún vecino –dije señalando a
Sultán.
La mina me miró, miró hacia
donde estaba Sultán y volvió mirarme, entonces, en vez de hacer mención de tal
o cual artículo del código de convivencia del consorcio, como siempre, solo
cerró los ojos, sacudió la cabeza un par de veces y se metió en su departamento
de una manera que pareció más una huida que una entrada.
Sin preocuparme por mi vecina,
caminé hasta la escalera dejando que Sultán me siguiera y lo dejé ahí. Pensé
que él sabría cómo volver hasta su departamento o, si no, al menos podría
ladrar para que su dueño fuera a buscarlo.
Volví a mi dormitorio y me
metí otra vez en la cama. Apenas volví a dormirme me despertó un nuevo ladrido que
me sonó a reproche.
Salté de la cama. ¿Cómo pudo
volver a entrar? Saqué al perro otra vez al pasillo –por suerte esta vez no me
topé con nadie– y recorrí el departamento buscando un agujero en alguna parte que
le hubiera permitido volver a entrar. Nada. Estaba por volver a mi dormitorio
cuando se me ocurrió revisar el balcón.
La división entre mi departamento y el de la ingeniera agrónoma es
apenas un panel de acrílico. Salí y comprobé que el panel no tenía ninguna
fisura. Bueno, pensé, el fin de semana reviso de vuelta, y me metí otra vez en
la cama.
Media hora más tarde, el nuevo
ladrido sí que me alarmó. Ahora Sultán me miraba desde arriba de la cama y, de
algún modo, supe o intuí que estaba hambriento.
Miré la hora. Ya eran las ocho
de la noche. No podía seguir así. Lo único que quería era dormir así que fui
hasta la cocina, saqué del freezer un pedazo de carne, lo descongelé y lo hice
a la plancha, lo corté en pedazos y lo puse en un plato sobre el piso. Busqué
un táper, lo llené con agua y lo puse al lado de la carne. Ni me quedé a ver si
comía o no.
Me desperté al día siguiente,
como era de esperar, tarde. Sultán dormía en un rincón de la pieza, no sé cómo,
pero se había agenciado un pulóver viejo mío y se había acostado encima. No me
preocupé por sacarlo otra vez al pasillo, me bastó con que no me siguiera. Antes
de salir corriendo al trabajo volví a llenar el táper con agua.
Ese día en el trabajo, por
suerte, no me jodieron mucho. Se había corrido la noticia de la muerte de mi
tío y, por más que le dije a todo el mundo que no tenía mucha relación el
hermano de mi vieja, muchos insistieron en darme el pésame y hasta mi jefe me
dejó salir antes. Al final me rendí ante la amabilidad de mis compañeros, pasé
por lo de Laura para ver como andaba y a la noche me fui a mi casa.
Al llegar al departamento me
encontré con un desorden peor que el del día anterior. Sobre todo, porque ahora
Sultán había utilizado mi balcón como baño. Después de limpiar lo busqué para
retarlo, pero cuando lo encontré en un rincón de la pieza masticando distraído
mi viejo pulóver, me miró con una carita que no pude ni siquiera levantarle la
voz. Al final de cuentas, Sultán no es más que un cachorro. Supongo que hoy
tendrá más de doscientos años, si mi tío no me mintió, pero no deja de ser un
cachorro.
Decidí que lo mejor sería
sacarlo a la calle antes de que volviera a ensuciar. No tenía correa, pero no
parecía que tuviera intenciones de alejarse de mí, cosa que, si llegaba a
suceder, en el fondo hubiera sido una bendición para mí.
Ni bien llegamos a la plaza Alberdi,
Sultán hizo sus necesidades junto a un árbol. No tenía experiencia con mascotas
de ningún tipo así que olvidé llevar una bolsa. El vigilante que cuida la plaza
se me acercó, enojado.
–Buenas noches –dijo el hombre
con tono seco.
Saludé yo también. Pensé decirle
que el perro no era mío hasta que Sultán vino a sentarse justito a mi lado y
empezó a rascarse contra mi pierna. Puta madre.
–¿No tiene una bolsa, por casualidad?
–preguntó el tipo.
–No, me olvidé… –dije mientras
pensaba rápido qué excusa podía poner. Por ahí si me dejaba volver hasta el
departamento podría…
–Llevo dos horas acá y el
perro de algún desgraciado, sin que me diera cuenta, me cagó el árbol. Ahora
voy a necesitar una bolsa para limpiarlo yo. ¿Sabía que si no lo limpio me como
una suspensión?
Me quedé viendo como el tipo
pasaba caminando por al lado de Sultán como si no existiera, buscaba en la
basura un diario viejo, improvisaba una especie de pala, envolvía los soretes y
los tiraba en un tacho. Sentado junto a mí, podría jurarlo, Sultán me miraba
divertido. Todo era más que evidente, pero sin embargo tardé un tiempo en
entender lo que pasaba.
De eso pasaron más de cuarenta
años. No hace falta que diga la cantidad de veces que intenté deshacerme de Sultán
sin éxito. Tampoco creo que sea necesario aclarar que desde que tío Adrián
murió y, hasta el día de ayer, yo era el único que podía verlo. Su compañía es
como la de cualquier perro, pero el hecho de ser invisible complica bastante
las cosas. Por ejemplo, se hace muy difícil la vida en pareja y mucho más
intentar formar una familia. No es que no haya tratado, pero siempre terminó
mal. Por eso nunca me casé. No se lo reprocho. Tampoco se lo agradezco, pero a
esta altura ya dejé de enojarme con él. Al fin y al cabo, es solo un perro. No es
que me haya encariñado con Sultán, es que ya me resigné a su compañía.
Ayer, cuando me vino a visitar
mi hermana con el menor de sus hijos, lo noté extraño, como ansioso. Iba de acá
para allá como loco y eso que lo acababa de llevar a la plaza un rato antes. Encima
yo tenía que aguantar a Laura, que, como siempre, se preocupaba por mí y no
paraba de retarme. Que por qué no dejás el cigarrillo, que ya tenés más de
sesenta, que mirá toda la grasa que comés y cosas por el estilo.
–¿Al final te hiciste los
exámenes? Te firmé las órdenes hace un mes –dijo.
–Sí. Mañana me dan los resultados
–dije.
En ese momento me di cuenta.
El menor de mis sobrinos, Joaquín, que había acompañado a mi hermana, fumaba
distraído en el balcón cuando Sultán ladró, con un ladrido corto y seco, como
aquella tarde después del entierro de mi tío. Joaquín giró sobresaltado, miró
hacia donde estaba Sultán y un segundo después nuestras miradas se cruzaron.
Nunca había puesto demasiada atención en él. No es un chico especialmente
brillante. Lleva años intentando sin éxito recibirse de ingeniero y ya está
cerca de cumplir los treinta. Me hizo acordar a mí cuando tenía su edad. Al
final, con la promesa de que la llamaría hoy para darle el resultado de los
análisis, Laura se fue, dejándome solo con Sultán.
Ya llevo una hora en el
laboratorio esperando que me den los resultados. Me dijo la secretaria que no
me los puede dar ella porque el médico quiere entregármelos él personalmente.
Tengo que esperarlo porque ahora está atendiendo una urgencia. No sé para qué
me quedo si ya sé lo que me va a decir. En el bolsillo tengo el número de
teléfono de Joaquín. Se lo pedí antes de que se fuera de casa, ayer. Supongo
que tendría que llamarlo hoy mismo. Para qué esperar más. Como mi tío, voy a
dejar que él le ponga el nombre que más le guste. Es lo menos que puedo hacer.
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