lunes, 11 de junio de 2018

Feria artesanal


Myriam siempre tuvo una gran debilidad por las ferias artesanales. Yo, en cambio, jamás pude tolerarlas. No es que simplemente me desagradaran, las odiaba con verdadero apasionamiento. Llevábamos dos años en pareja y hasta ese momento yo siempre había encontrado alguna buena excusa y alguien —una amiga en común, o a veces alguna compañera de trabajo— en quien delegar la ingrata tarea de acompañarla en sus periódicas visitas. Sin embargo, cuando abrieron la feria del puerto me fue imposible encontrar quién me suplantara y no me quedó otro remedio que acompañarla.
—Pero... ¿qué es lo que te molesta? —preguntó Myriam.
—Mirá —dije—. A mí me gusta que me atienda alguien que conozca realmente el producto que vende.
—¿Y eso? ¿Me vas a decir que los artesanos no conocen lo que venden?
—Primero, no todos son artesanos, segundo, cuando el tipo que hace aritos se raja a mear le deja el puesto al vecino más cercano, que hoy puede ser el vendedor de pipas para fumar marihuana y mañana la mina que hace espejos repujados o muñecos de goma espuma — dije, y sin esperar su respuesta—. Ahora, cuando el que te atiende es el propio artesano, es peor. Si le preguntás cuánto sale la porquería que está vendiendo el tipo te mira con desprecio, maldiciendo que sus obras maestras vayan a parar al living comedor de burgueses despreciables como nosotros, que apenas tenemos el mérito de contar con los doscientos pesos que él dice que vale su porquería.
Myriam prefirió reírse pero aun así no pude hacerla cambiar de opinión.
Ahora me doy cuenta, sin embargo, que además de estas cuestiones, más bien inocentes, había otra cosa que me mantenía alejado de las ferias artesanales. Algo que entonces no alcanzaba a comprender y que, acaso por eso, me aterraba. No era algo obvio, algo que pudiera reconocerse a simple vista, como la suciedad o el desorden, sino una razón más perversa, mucho más oscura, que entonces no hubiera podido explicar.
Ni bien dejamos el auto en un descampado, regado de culos de botellas y latas oxidadas, y abonamos el estacionamiento por adelantado —como si previeran que uno podría no salir con vida de ese lugar— ensayé una última excusa para quedarme fuera, tomando un café en el bar que estaba en el bulevar frente a la entrada. Fue inútil, Myriam insistió y yo me resigné. Entramos primero a través de un largo pasillo repleto de quioscos de bisutería. Myriam, para mayor tortura, se detenía y examinaba en cada uno de ellos unos aros que me resultaban todos iguales. La visión de uno sólo era suficiente para saber que no iba a gustarme ninguno. Sin embargo, cada dos o tres minutos tenía que poner cara de estúpido y responder con un qué bonitos, estos me gustan más, aquellos son más formales.
La cosa continuó así más o menos a lo largo de doscientos metros de puestos. Después vendrían los pañuelos y las bufandas, los adornos para la casa, los espejos biselados, los duendes, los juguetes “ecológicos” (luego de intentar, sin éxito, que alguno de los vendedores me indicara qué tenían de ecológicos sus juguetes, me limité a desear que todo terminara de una vez). Más tarde seguirían los perfumes de imitación y los remedios naturistas. Myriam se detuvo frente a un tablón mugriento dividido en dos. De un lado había yuyos secos que para lo único que parecían servir era para una fogata, exhibidos en cajitas de madera con carteles que decían: “Para la garganta”, “Para el dolor de cabeza”, “Para la gota”...
—Siguiendo esta lógica, hubieran podido agregar otros cartelitos que dijeran “Para el HIV, “Para el cáncer de hueso”, total, no creo que estos yuyos de mierda sean menos eficaces para el SIDA que para el mal aliento —dije, suponiendo que a Myriam no le iba a resultar gracioso mi comentario.
No me respondió.
Por suerte no nos quedamos mucho tiempo en ese sector.
Lo que siguió fue lo que di en llamar “El patio de comidas”. A Myriam tampoco pareció gustarle esta humorada.
—Seguramente lo que venden acá es mucho más sano que lo que comés en McDonalds —dijo.
Estuve a punto de discutir su afirmación; primero, porque no debo haber ido a McDonalds más que una docena de veces en mi vida; segundo, porque los pasteles, las empanadas y los “sanduiches” (así decía el cartel) que teníamos delante no resistían la menos esmerada inspección bromatológica. Sin embargo, decidí que era mejor dejar el comentario sin respuesta.
Por suerte, Myriam, por más que no lo confesara, compartía mis reparos así que pudimos esquivar las ofertas de los mercaderes de comida, aun la del viejo mugriento que, cuchillo de carnicero en mano, me ofrecía amenazante un sospechoso pedazo de queso de campo.
Seguimos adelante. Myriam parecía cada vez más interesada en los objetos insignificantes que encontraba a cada paso. En determinado momento, aburrido, más bien francamente asqueado por el lugar, le pedí que abreviáramos nuestro recorrido. Ella pareció no escucharme.
—Estoy cansado —le dije—, me voy a tomar un café al boliche que está frente a la entrada.
—Andá, yo salgo en un ratito —dijo, finalmente vencida por una resistencia tenaz que yo llevaba varios minutos ejerciendo como al descuido.
Sabía que el “ratito” de Myriam podía extenderse más allá de una hora, pero no me importó. Había visto un puesto de diarios justo a la entrada de la feria. Podría fumarme un cigarrillo, tomar un café y tal vez leer el diario, mientras ella seguía recorriendo puestos.
Volví sobre mis pasos creyendo que eso bastaría para salir del lugar sano y salvo. Quince minutos más tarde me di cuenta que no iba a ser tan fácil. Terminé dos veces en el “patio de comidas”. La última, me resultó imposible no aceptar el pedazo de queso que me ofrecía el viejo del cuchillo de carnicero. Bajo su atenta supervisión, no me quedó más remedio que llevarme el queso a la boca y seguir mi camino en busca de la salida. Un instante antes de morderlo, me pareció sentir un lejano olor a azufre. El gusto era diez veces peor. Sabía directamente a amoníaco. Lo escupí. Pensé en volver para reclamarle al viejo por haberme dado esa bazofia, pero desistí de la idea al notar que el viejo me había visto escupir su mercadería. Además, la forma en que agitaba el cuchillo de carnicero terminó de convencerme de que debía continuar mi camino en silencio.
A pesar de las vueltas que habíamos dado con Myriam, estaba seguro que el bulevar debía estar a mi derecha. Estos sitios suelen tener varias salidas, algunas “oficiales” y otras simples huecos entre los puestos. En cuanto encontrara cualquiera, estaría libre, me engañé. Giré hacia la derecha y me encontré con un larguísimo pasillo que terminaba al frente de un puesto inidentificable. Giré hacia el lado opuesto y encontré otro pasillo similar. El bulevar no parecía estar hacia ninguno de los lados. No iba a volver a atrás, allí estaba el viejo del cuchillo. Decidí que lo mejor sería seguir adelante.
Caminaba cada vez más rápido, ansioso por salir a la calle, y a cada rato me daba vuelta para asegurarme de que el viejo del queso no me estuviera siguiendo. Traté de calmarme, no podía estar pasando por esto, me dije. Los puestos se repetían hasta el infinito sin que en ninguna esquina pudiera vislumbrar hacia dónde quedaba la salida. Volví a toparme con los mismos vendedores que venía viendo desde hacía horas, hasta que terminé, nuevamente, en los puestos de comida. No podía ser, esta vez estaba seguro de haber caminado en línea recta durante diez o quince minutos alejándome de ese lugar. Sin embargo, otra vez estaba a la espalda del viejo mugroso del queso de campo. Me paré en seco. Lentamente, sin girar comencé a retroceder, tomando distancia de él. Cuando decidí que estaba suficientemente lejos como para girar y correr, sentí un golpe y caí al piso. Me puse de pie en medio de un tumulto de compradores que parecían pugnar por aplastarme. Pese a quedar de espalda al viejo, tenía la sensación de que me había visto. De hecho, cuando giré para saber si había sido así, vi que el viejo caminaba hacia mí en busca de venganza. Intenté no demostrar miedo (sé que en estos casos es lo único que puede salvarlo a uno) y comencé a caminar a paso ligero sin darme vuelta para mirar a mi perseguidor.
Preocupado por escapar del viejo me interné en un sector por el que jamás había pasado. Los puestos y la gente que cruzaba me parecieron más extraños. Intenté mirar hacia el frente, unos centímetros por encima de las cabezas que me rondaban. A los lados, ominosos, se sucedían puestos que vendían productos imposibles de identificar. Caminaba cada vez más rápido. Un extraño murmullo parecía seguirme. Sin que yo hiciera ni dijera nada, había gente que a mi paso se daba vuelta y me miraba con desaprobación o directamente con un odio contenido que me hacía temblar de pies a cabeza. Otros, en cambio, fingían ignorarme por completo. Por alguna razón, estos últimos me resultaban aún más aterradores que los primeros. Giré a izquierda y a derecha varias veces en la creencia de que estos cambios de rumbo terminarían por desanimar a mis perseguidores. Minutos más tarde miré hacia atrás y comprobé que había fracasado. Por más que disimularan, podía verlos, allí, mezclados entre compradores y artesanos… No debían ser más de veinte, entre quienes creí distinguir no sólo al viejo de los quesos, sino a otros tantos, no menos abominables, con los que me había topado en el transcurso de mi huida.
Apuré el paso y, al llegar a un recodo, giré a mi izquierda y corrí tan rápido como pude hasta la siguiente encrucijada. Volví a doblar, ahora a la derecha. Seguí corriendo un corto trecho y doblé a la derecha otra vez. No me detuve y seguí corriendo y girando a uno y otro lado, siempre huyendo del murmullo que delataba a mis seguidores.
No podría seguir mucho más. Mis perseguidores aún no se habían acercado lo suficiente como para lanzárseme encima, pero podrían hacerlo en cualquier momento. Podía adivinar sus caras, sus gestos, su odio. Intentaba no pensar en qué harían conmigo en el caso de que me alcanzaran si me alcanzaban. Doblé una esquina y casi volteo un tablón repleto de libros usados que se hallaba en medio del pasillo. Frente al tablón estaba el puesto. Nadie parecía atenderlo. No sé cómo supe que podía funcionar. Ni siquiera sé a ciencia cierta si en ese momento estaba convencido de que sirviera de algo hacerlo. Simplemente salté por encima del tablón y caí del otro lado junto con algunos libros. Esperé en silencio. Después de un buen rato, un tipo se asomó por encima del tablón y me preguntó:
—¿Tenés algo de Cortázar?
Permanecí en silencio y esperé a que el tipo se fuera. Pero el hombre no se movió, siguió ahí esperando mi respuesta. Incluso parecía divertido.
—Buscá por allá —le dije señalando hacia cualquier lado, sin siquiera ponerme de pie, mientras se me hacía escuchar a la turba pasar corriendo por el pasillo, sedienta de una sangre que, al menos esta vez, no podría probar.
Al final el tipo se fue sin comprar nada y yo me quedé escondido en el puesto hasta que se hizo de noche. Entonces salí al pasillo. No quedaban ya compradores y todos los puestos tenían sus toldos plegados. Tomé el tablón con los libros y lo coloqué dentro del puesto. Plegué el toldo y me quedé despierto dentro del quiosco toda la noche.
No puedo asegurar cuántas veces he plegado este toldo y me he quedado insomne en la oscuridad acompañado por mis libros. Todavía me ilusiono con encontrar alguna salida de esta feria, así que probablemente no haya transcurrido el tiempo suficiente para resignarme a mi destino. Cada mediodía coloco sobre los libros un cartelito que dice “Fui a almorzar” y recorro el laberinto de pasillos, en busca de la salida. Intenté miles de veces dibujar un mapa del lugar, pero de nada sirve porque los puestos nunca están en el mismo lugar. Vaya por donde vaya, camine el tiempo que camine, cuando siento que mis fuerzas comienzan a abandonarme, me encuentro siempre con este puesto de libros. Entonces, paso por debajo del tablón, guardo el cartelito de “Fui a almorzar”, y me siento a esperar al próximo cliente.

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