Pensó en cómo escribir un microrrelato
en exactamente mil doscientos veintiséis caracteres (espacios incluidos).
Supuso que lo mejor y lo más simple era buscar una historia, la que fuera,
escribirla en ese número de palabras y listo. Eligió la primera que se le pasó
por la cabeza pero cuando empezó a volcarla al papel, la historia creció de una
manera colosal. Arrancó con una semilla modesta y a las diez o doce horas de
escribir sin parar, tenía un fárrago de doscientas páginas y aún no había
presentando el conflicto a resolver.
No es esta la forma, se dijo.
Se sentó entonces a pensar otra
historia. No la dejaría crecer en el papel sino que simplemente se la
representaría en su cabeza antes de escribirla. Empezó con una idea general
pero lentamente la cantidad de detalles que se sumaron segundo a segundo fue
tan formidable que lo abrumó impidiéndole cualquier pensamiento no relacionado
con la tarea que se había propuesto. Durante semanas no durmió, no comió, no
bebió, no pronunció palabra y recién pudo juntar la fuerza de voluntad
necesaria para olvidarse de la historia cuando estaba a punto de perder la
capacidad de respirar.
Esto es imposible, se dijo, y abandono
la empresa.
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