Sonríe. Tiene los ojos abiertos pero
–ocultos tras sus lentes oscuros– nosotros no podemos verlos. En primer plano,
dos jóvenes en bikini miran sensuales a cámara. Unos metros atrás, casi fuera
de foco, él sonríe.
Aguarda la toma mientras un extraño
adormecimiento se extiende por su cuerpo. El sol, supone. Súbitamente, se
excita. Imagina el bulto que crece antiestético en su entrepierna pero no deja
de posar para la foto. Después, piensa, girará para ocultarlo.
Sus palmas, vueltas al cielo, ofrecen
al sol la parte interna de ambos brazos, alejados del cuerpo para que se le
bronceen también los costados del torso. Dejó su Rolex en el hotel; en su
muñeca le arruinaría el bronceado. Calcula mentalmente el tiempo que lleva en
esta posición desde que vio al fotógrafo y giró apenas la cabeza para ofrecer
su mejor perfil. Entonces, sonrió.
Aún sonríe, mientras intenta darse la
vuelta y descubre que ya no puede mover su cuerpo, los brazos apenas separados
del torso, las palmas hacia el cielo. En vano trata de gritar, congelado para
siempre en la imagen capturada por la fotografía. Revuelve horrorizado los ojos
pero –ocultos tras sus lentes oscuros– nosotros no podemos verlos.