–Es difícil, pero no imposible –dijo el médico.
Ambos padres, sentados en el sofá a
espaldas del adicto, asentían con sus manos apretadas sobre las rodillas, como
si estuvieran rezando.
–Lo más importante –continuó el médico–, es que vos
estés convencido de dejarla.
El adicto continuó en silencio. Sus
padres se retorcían a sus espaldas. Ella, mordiéndose los labios, sus manos aún
sobre las rodillas, conteniéndose para no ir a su encuentro y tomarlo en sus
brazos. Él, con los puños apretados, como aguantando la ira que le provocaba la
debilidad de ese hijo suyo que había sucumbido al demonio de la droga.
–¿Estás convencido de dejarla?
–Sí –dijo el adicto. Quería sinceramente compartir
el odio de sus padres hacia lo único que le había dado sentido a su vida. Por
eso asintió aun sin estar convencido.
–Entonces –dictaminó el médico–. Vas a tener que
demostrar que sos capaz de dejarla.
Recién entonces subieron los cuatro a
la habitación y sacaron todos los libros, los de la biblioteca, los del
placard, los que estaban debajo de la cama y, por último, el que el adicto
escondía bajo la almohada.
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