Despertó después de un sueño
intranquilo y supo que algo en su existencia había cambiado. Su cuerpo, hasta
ayer firme y rígido, era ahora una monumental masa fláccida. Sintió que su
cabeza había crecido desproporcionada con respecto al resto de su anatomía.
Abrió los ojos con temor.
Intentó identificar dónde estaba.
Demoró en reconocer que ese recinto era el mismo en el que había transcurrido
toda su existencia, aunque ahora pareciese infinitamente más pequeño. Desde donde
estaba podía ver los rincones en los que se había ocultado hasta anoche y en
los que hoy ya no cabría.
De pronto sintió asco de su existencia
anterior, limitada a procrear y alimentarse, y comprendió que ese asco era
constitutivo de su nuevo estado. Tuvo, por primera vez en su vida, una idea
abstracta.
Con esfuerzo se puso de pie y quedó
frente al espejo. Allí, desde su colosal altura descubrió que se había
transformado en la fuente de todos sus horrores, el principal depredador de su
especie. Tambaleándose, cayó sobre la mesa que había en la habitación y su mano
tomó la billetera. Haciendo uso de su conciencia recién estrenada, leyó el
nombre grabado en ella: Gregorio Samsa.
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