El taxi se detuvo frente a
la estación de ómnibus de Retiro. Pagué y bajé apurado.
–Se
olvida el bolso, joven –dijo el taxista.
–Gracias
–respondí. Abrí la puerta trasera, lo recogí y caminé rápido, conteniéndome
para no correr, hasta las boleterías.
Había sido una simple
llamada. Hasta hoy no sé quién la hizo. Sin saludos ni preámbulos, sólo un
“Mataron a Ana. La policía va para tu departamento. Rajá”. Después, el sonido
inequívoco de un tubo que se cuelga y el tono de ocupado como único pésame. Un
segundo apenas para decidir no tirarme por el balcón y terminar todo ahí y una
eternidad para seguir como un autómata las lecciones aprendidas durante meses
de entrenamiento: Ir hasta el ropero y retirar los ahorros escondidos. Meterlos
en el bolso color azul y en ningún
momento mirar hacia el costado, hacia el lugar donde está el otro bolso, el
rojo, ese que contiene algunas mudas de ropa femenina y un pequeño álbum de
fotos que nunca volveré a hojear. Salir del departamento y repasar el resto de
las indicaciones hasta recuperar la conciencia frente a la estación Retiro,
cuando un taxista me avisa que estoy por dejar atrás lo poco que queda de mi
vida, en un bolso de viaje color azul.
–Gracias
–repetí y cerré la puerta.
Busqué en los carteles
indicadores los horarios de los ómnibus. Encontré uno a Puerto Madryn que
estaba por salir. Perfecto, me dije. Sacar pasaje hasta el fin del recorrido
pero bajarse antes, en una parada intermedia, mezclado entre el pasaje, para pasar desapercibido y nunca,
pero nunca, quedarse en ese sitio. Buscar algún transporte de la zona para
perderse en un barrio alejado o en alguna ciudad cercana. Una vez ahí, buscar
una pensión y esperar a que las cosas se calmen. Después llamar a alguno de los
números de emergencia y esperar que del otro lado no nos respondan diciendo
“número equivocado” y, de ser así, volver a subirme a un ómnibus y repetir las
instrucciones y esperar que todo se solucione antes de que se acabe la plata.
Subí al ómnibus y caminé por
el pasillo hasta mi asiento. A mi lado había una chica. Tendría unos diecisiete
años. Simulaba estar durmiendo pero supe enseguida que estaba despierta por
cómo reaccionó cuando la toqué por accidente. Cuando el ómnibus cerró sus
puertas respiré aliviado. Ella también. Anduvimos un corto trecho. Nos
detuvimos. Se abrió la puerta y subió un soldadito, un colimba, seguro. La
chica empezó a temblar. Si se delataba yo podía caer con ella. Le tomé la mano
y se la apreté fuerte. No abrió los ojos. Yo también me hice el dormido. El soldado pasó a mi lado. Abrí los ojos
inconscientemente. Me miró y sonrió. Su mirada fue hasta la chica a mi lado y
con el dedo índice de su mano izquierda sobre los labios, me indicó que no la
despertara. Al rato volvió a pasar junto a mí y bajó del ómnibus.
–Todo
en orden –dijo. El chofer cerró la puerta del ómnibus y continuamos nuestro
camino.
Intenté dormir sin éxito,
leí un rato y traté de no pensar por el resto del viaje. No pude. A esa altura
ya habrían tirando abajo la puerta de mi departamento y estarían revolviéndolo
todo. Recordé el bolso rojo con las cosas de Ana. Los imaginé abriéndolo y
desparramando sobre el piso su ropa interior. Seguro se llevarían las fotos que
encontraran. Siempre se quedaban con las fotos para buscar en ellas una cara,
un lugar, cualquier cosa reconocible. No iban a encontrar las agendas, ni la de
Ana ni la mía. Hacía varias semanas que las habíamos quemado junto con los
libros. Es al pedo, si nos agarran te creés que va a cambiar algo que nos
encuentren algún libro prohibido, había dicho cuando Ana me lo propuso. Sabía
que no era eso lo que me jodía, era otra cosa, algo más profundo lo que se
rompió en mí cuando vi que las llamas se llevaban tantas ideas, tantos
recuerdos. Los libros no se queman, le dije a Ana. Ella tampoco estaba feliz.
Me abrazo y después hicimos el amor. En ese momento recordé que esa había sido
la última vez que lo hicimos. Miré a la chica a mi lado. Dormía como si a
nuestro alrededor nada pasara. Al final yo también me quedé dormido.
Paramos a desayunar en Punta
Alta, frente a la base Naval de Puerto Belgrano. No era el mejor lugar para
mostrarse pero si me quedaba arriba del ómnibus me iba a hacer notar. Bajé con
el resto del pasaje. La chica seguía durmiendo. Mientras yo bajaba, que ella se
quedara no iba a despertar sospechas. A mi mesa se sentaron los dos choferes.
Por suerte no me hicieron preguntas personales así que me ahorraron la
necesidad de mentir. Tomé un café cortado y unas medialunas. Me disculpé con
mis compañeros de mesa, por suerte entretenidos en su discusión sobre la mejor
formación del seleccionado de futbol y fui hasta la barra. Pedí un café con
leche para llevar. Pensé en llevárselo a la chica que seguro estaría
despertando en ese momento. El tipo de la barra me miró con una sonrisa sobradora.
–¿Para
llevar? –dijo.
–Sí.
Un café con leche para llevar, no para tomar acá ¿se entiende?
–Esto
no es un bar americano, señor. El café se toma acá.
–Bueno.
Hagamos una cosa. Preparame un café con leche y dame dos vasitos de plástico,
de esos para gaseosa.
Refunfuñando, el tipo me
trajo el café con leche y los vasitos. Tuve que esperar unos minutos a que el
café se enfriara un poco. Estaba casi hirviendo. Me pregunté, cuántos mierdas
como él me tendría que cruzar hasta llegar a mi destino. No, no era éste tipo
el problema, mi problema eran otros mierdas, unos mucho más canallas y con
mucho más poder que este pobre tipo cuyo placer radicaba en hacerle la vida
imposible a los clientes ocasionales que caían en su mugriento bar.
Regresé al colectivo. El asiento
a mi lado estaba vacío. Comprobé que la chica se había llevado también su
bolso. Me sentí desconsolado, como si hubiera perdido a una amiga de años.
Pobre chica, pensé. ¿Cómo se le ocurrió bajarse justo en Punta Alta, con la
base naval a pocos metros? El lugar estaba lleno de milicos, policías,
simpatizantes y soplones. Ojalá pueda zafar, pensé, mientras me tomaba su café
con leche. Por suerte no habíamos subido juntos así que nadie tenía por qué
sospechar de mí.
¿Por qué me sentía tan mal?
Me dí cuenta de que no era la desaparición de la chica la que me dolía. Todo el
peso de la muerte de Ana me cayó encima. Hasta ese momento había actuado como
autómata. No me había detenido ni un segundo a pensar en ella. Su cara, su cuerpo, toda ella era ya recuerdo.
Ya no podría volver a tocarla. Sentí un dolor horrible en las manos, como si me
las acabaran de amputar. Lloré en silencio tratando de no hacerme notar. Por
suerte, los dos asientos del otro lado del pasillo estaban vacíos. Me pasé
junto a la ventanilla. Pensé en los compañeros. Llevábamos cuatro años
peleándola juntos. Ahora quizás no volviera a verlos jamás. Aunque fuera
imposible, traté de olvidarme de sus caras, de sus nombres, de sus apodos.
Alguno de ellos había hecho la llamada que me salvó la vida ¿Quién habría sido?
¿Llegaría alguna vez a agradecérselo? Si no hubiera sido por él no estaría aquí
sentado, me dije, muerto de miedo esperando a ser descubierto en cada parada
del ómnibus o en alguna requisa sorpresiva en medio de la ruta, pero vivo.
Rato después de que el
ómnibus comenzó a moverse, uno de los choferes se me acercó.
–¿Su
amiga se quedó abajo?
–¿Mi
amiga? Ah, la chica. Me parece que se bajó pero no venía conmigo, estaba acá
antes de que yo subiera. Es más, ni siquiera se despertó desde que salimos de
Retiro. Cuando volví de desayunar ya no estaba –dije.
–Ah,
pensé que iban juntos. No debería haberse bajado porque tenía pasaje hasta
Madryn.
–Quién
sabe –dije–. Tal vez se arrepintió de haberse escapado de casa y volvió con
papá y mamá.
–Puede
ser. De todos modos voy a dar aviso. Hoy día hay que estar atento a cualquier
hecho extraño, no hay que confiarse. De última lo dejo anotado en el registro y
cuando lleguemos a Madryn ellos verán –dijo.
Podía imaginarme quiénes
eran ellos así que preferí no preguntar nada y salir de la charla con un
comentario intrascendente.
–Es
cierto, hoy en día no se puede confiar en nadie. –dije. Pensé en cuántos habría
como él: colectiveros, taxistas, mozos de bar, porteros de edificios, maestras
primarias… Sentí asco. El tipo se quedó unos segundos más, con la esperanza de
que yo dijera algo, al final se dio media vuelta y volvió a su asiento en la
primera fila.
Intenté dormir pero no pude.
Nos detuvimos en un parador a almorzar. No tenía hambre pero bajé igual a estirar
las piernas. En el bolso tenía algunos libros. Una novela policial, un libro de
filosofía y un par de clásicos. Nada comprometedor. Sin embargo, fui hasta un
kiosco de revistas y compré El Gráfico y Gente, para disimular.
Me senté en una mesa con mis
revistas y pedí una gaseosa y un sándwich de jamón y queso. Me pareció que el
chofer con el que había charlado en el pasillo, el buchón, me hacía señas para
que lo acompañara a él y a su colega. Hice como que no lo veía y hundí más mi
cabeza en la Gente que había comprado. Ni sé que decía la revista, sólo pasaba
las páginas y esperaba que el botón del chofer no me viniera a buscar para
sonsacarme información sobre la pobre chica que se había bajado del colectivo.
Pasé las páginas sin leer siquiera los títulos, mejor así. Escuché el llamado
al pasaje para que volviéramos al coche. Nos quedaban todavía unas seis o siete
horas para llegar a Madryn. Si el tipo iba a buchonear a la piba ahí, yo tenía
que bajarme antes. Ahora era imposible porque estaba muy expuesto. Quizás en
General Conesa o San Antonio Oeste. Para cuando llegaran a Madryn ya habrían
pasado tres o cuatro horas. Sierra Grande era la última opción pero estaba muy
cerca y además no estaba seguro de que hubiera parada allí. Sí, Conesa o San
Antonio Oeste, me dije, y me quedé dormido.
Llevaba varios días sin
dormir. Cuando volví a abrir los ojos vi con espanto el cartel que indicaba que
acabábamos de dejar Sierra Grande. A partir de ahí, 130 kilómetros de desierto
nos separaban del destino final del ómnibus, Puerto Madryn, quizás, también mi
destino final. Como llamado por mi desesperación, apareció el buchón.
–Ana
Matilde Pérez.
–¿Cómo
dice? –El apellido no me decía nada, pero el nombre me había impactado, esperé
que esto no se hubiera traducido en un gesto demasiado aparatoso que hiciera
sospechar al tipo.
–Digo
si escuchó el nombre, el de la chica. Acá dice que se llama Ana Matilde Pérez
–dijo el tipo mientras me mostraba el nombre anotado en una planilla, como si
eso pudiera significar algo para mí.
–No.
Le dije que ni hablamos. Estaba dormida cuando yo llegué y siguió durmiendo
cuando bajé a desayunar. Cuando volví ya se había ido.
–Bueno,
igual, si ella se bajó antes, en Madryn puede ser que alguien la vaya a
esperar… –dejó la frase inconclusa, como una amenaza.
Si alguien la estaba
esperando en Madryn, seguro, tendría que dar alguna explicación de por qué la
chica se había bajado del ómnibus. Yo sabía muy bien cómo hacían ellos para
sacarle información a la gente y lo último que necesitaba era que me metieran
en el medio de todo ese asunto. Me encogí de hombros y dije:
–Me
imagino.
El tipo se volvió a su
asiento. Me cago en tu madre, pensé. Si llegaba a meter a la policía en todo
esto y yo quedaba en el medio, aunque más no fuera como testigo, seguramente me
iban a sacar los documentos y me iban a demorar. Entonces, una llamada a Buenos
Aires podía bastar para que todo terminara de la peor manera posible. Pendeja
de mierda, pensé, por qué te bajaste tan rápido. Podríamos haber seguido
juntos, teníamos la excusa perfecta. Yo le llevaba unos años pero no tantos
como para no pasar por su pareja o por un hermano mayor acaso. Se debe haber
desesperado, pobre. No podía culparla. ¿Quién se animaba a confiar en un
extraño en esos tiempos?
Traté de organizar mis ideas
pero la imagen de Ana se instaló súbitamente en mi pensamiento. La mataron,
había dicho la voz en el teléfono. ¿Y si era mentira? ¿Y si era una broma
pesada? No, no podía ser una broma, pero se podía haber equivocado… No tiene
sentido pensar en eso, me dije, ahora lo importante era pensar en cómo iba a
hacer para zafar de ésta. Si el tipo ya había llamado a los milicos en San
Antonio Oeste nos estarían esperando en Madryn. Iba a tener que negarlo todo e
intentar que me dejaran ir con la promesa que pasaría a declarar al día
siguiente por la comisaría. Siempre en tono casual, decir que el viaje, que el
cansancio, que tenía que buscar un hotel. No se preocupen, en cuanto me pegue
una ducha y duerma unas horitas voy y les digo todo lo que vi; que no es nada,
pero bueno, uno lo único que quiere es ayudar, ¿me entiende? Seguí imaginando
la escena durante una eternidad, rogando por ser lo suficientemente convincente
como para que me dejaran salir de la estación de ómnibus para poder
desaparecer, quizás tomar otro ómnibus o buscar algún camionero que me llevara
a Río Gallegos o de vuelta hacia el norte.
Llegamos a Madryn. Tomé el
bolso, me puse rápido en la fila para ser uno de los primeros en bajar del
coche y una vez en el andén empecé a alejarme sin mirar hacia atrás. No fue
fácil abrirme paso entre la gente que esperaba a sus familiares. Mejor porque
así le sería más difícil al chofer ubicarme.
Llegué junto a un quiosco. Busqué con la vista al chofer. Estaba
hablando dos soldados armados con fusiles automáticos. Miraban hacia un punto
alejado de mi posición, hacia la gente que esperaba en el andén. Estaba libre,
podía ir a la primera ventanilla y comprar un boleto o bien subirme a cualquier
coche que estuviera a punto de salir y pagar el pasaje al conductor. Podía
irme, pero no me fui. Me quedé parado mirando hacia el andén mientras se iba
vaciando. Con desesperación intenté adivinar en alguna cara el secreto que
buscaba, hasta que lo vi. Enseguida miré al buchón y al soldado. Todavía no lo
habían descubierto pero faltaba bajar poca gente. En unos segundos lo verían.
No lo pensé, casi corriendo me acerqué al pibe, dejé el bolso en el suelo y lo
abracé. ¿Y si no era? ¿Y si me había equivocado? ¿Qué podía pasar si el tipo se
ponía a gritar? No lo hizo. Intentó hablar pero no lo dejé.
–Ana
Matilde se bajó en Punta Alta, se ve que se asustó. Te están buscando. Disimulá
o nos llevan a los dos. Voy a agarrar mi bolso y vamos a salir charlando, como
si fuéramos amigos, ¿de acuerdo?
No respondió pero hizo todo
lo que yo le dije.
Minutos después nos
despedíamos en la calle. Él tomó un taxi y yo me subí al primer colectivo de
línea que pasaba. No quise saber su nombre. A él tampoco le convenía conocer el
mío. El breve lapso que estuvimos juntos, nos llamamos, simplemente, compañero.
*Mención especial 8va edición del Premio Municipal de Literatura “Manuel Mujica Láinez”, Municipalidad de San Isidro
Foto: “El Siluetazo desde la mirada de Eduardo Gil”. El siluetazo, fue realizado por los artistas visuales Julio Flores, Rodolfo Aguerreberry y Guillermo Kexel, el 21 de septiembre de 1983, durante la dictadura cívico militar, en el marco de la III Marcha de la Resistencia.