El hombre miró su reloj y volvió la vista hacia la puerta del bar. Desde
atrás del mostrador el mozo sabía que ese ritual era totalmente inútil.
Al tipo lo habían plantado. Veinte años de experiencia le permitían
llegar a esa conclusión. Supo también que el hombre pediría un café tras
otro hasta que sintiera que le hacía falta algo más fuerte. Unos
minutos más tarde, el hombre lo miró y movió apenas su mano para
llamarlo.
–Un whisky –el mozo no necesitó preguntarle para saber que
el whisky sería nacional. Retiró el cuarto pocillo de café, le llevó el
whisky y un pequeño balde con hielo, y volvió a su puesto. Desdé ahí
podía ver la mesa del hombre y también la puerta de entrada. Intentó
adivinar la historia que escondía el extraño. Tendría cincuenta y pico, y
a pesar de mirar sin descanso su reloj, se lo veía resignado; tal vez
porque había entendido, igual que el mozo, que ella nunca llegaría. El
mozo no sabía por qué pero estaba seguro de que se trataba de una mujer:
algo en la mirada del hombre, acaso el jazmín que había dejado sobre la
mesa, tal vez su propia experiencia; aunque hoy, quién podría decirlo…
Interrumpió
sus suposiciones para ir hasta otra mesa a cobrarle a una pareja de
adolescentes. Una copita para ablandarla y un turno en el telo de la
esquina, adivinó.
Cuando volvió a la barra, el hombre había
cambiado de posición: ya no miraba hacia la puerta sino que parecía
estar más interesado por una joven de algo más de veinte años que se
acababa de sentar junto a la pared. Sin que le importara interrumpir el
espectáculo del cliente, el mozo se acercó a la mesa para levantar el
pedido de la recién llegada. Un café, seguro.
–Un whisky –pidió.
Con
una extraña sensación de derrota el mozo regresó a la barra y colocó en
la bandeja un vaso, la botella de whisky y el balde con hielo. Fue
hasta la mesa de la joven.
–El hielo puede llevárselo, gracias.
El
mozo regresó a la barra sin levantar la vista de las desgastadas
baldosas del bar. El sentimiento de derrota ahora era absoluto. Encendió
la radio que tenía justo debajo de la caja registradora. Solía
escucharla por las noches, cuando los clientes se habían retirado y él,
en soledad, terminaba la limpieza del local, pero ahora sintió la
necesidad de hacerlo, tal vez para distraerse. Sentía que toda su
experiencia se tambaleaba por un simple error de apreciación. Volvió a
mirar al hombre que definitivamente había cambiado su objetivo: ahora no
dejaba de mirar a la joven. Lo vio ponerse de pie con su whisky en la
mano y acercarse a la mesa de la muchacha. Rebote en puerta; paga la
cuenta y se las toma, predijo el mozo. Ajena a la predicción del mozo,
la chica le sonrió al hombre maduro y lo dejó sentarse junto a ella.
Quince minutos más tarde los dos reían animadamente y no paraban de
hablar ni de mirarse a los ojos. Imposible, lo único que falta es que se
la lleve al telo de la vuelta, pensó el mozo. El sonido de la puerta
interrumpió sus pensamientos. La mujer que acababa de entrar pasó
lentamente junto a la mesa desocupada por el hombre, miró el jazmín y el
balde de hielo abandonados y continuó hacia la barra. Ella también
traía un jazmín en la mano.
–¿Y el hombre que estaba en esa mesa? –preguntó la mujer.
–¿Cuál,
el del jazmín? –El mozo supo que la mujer asentiría y supo también,
mucho antes de hacer la pregunta, lo que él iba a responder.
–¿Ese? Se fue hace como una hora, lo lamento ¿Va a tomar algo? –La mujer negó con la cabeza.
–La casa invita –agregó sonriente el mozo mientras servía un vaso de whisky importado. Ella volvió a negar.
–No
me va a decir que está ocupada ¿no? Si no lo quiere voy a tener que
tirarlo y sería una pena –aunque ella volvió a rechazar su invitación,
sonrió por primera vez desde que entrara al bar. Al mozo, su experiencia
le decía que esa sonrisa significaba una sola cosa, pero al menos por
esta vez, prefirió no especular.
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