Vivimos en una
sociedad llena de prejuicios. Desde ya que eso no es bueno pero debemos
reconocer también que muchas veces un prejuicio nos puede salvar la vida, o al
menos facilitárnosla. Por eso, cuando subí hoy al vagón, lo primero que hice fue
buscar algún posible sospechoso. No me costó mucho, ahí estaba el tipo:
morocho, pinta de albañil, bolsito roñoso colgando del hombro derecho y un buzo
remendado en la mano. Para completar el
cuadro, llevaba una riñorera de cuerina berreta atada a la cintura.
Intenté
mantenerme alejado mientras circulábamos por capital, mientras tanto
aproveché para estudiarlo en detalle. No hablaba con nadie, no leía, miraba a
través de la ventanilla, como despreocupado por el resto de los pasajeros del
vagón. Cada vez que alguien lo tocaba, cosa imposible de evitar ya que el vagón
estaba repleto, tanteaba casi con desesperación su mugrosa riñonera.
En Morón
subieron más pasajeros de los que bajaron. Si no se bajó acá, pensé, sigue
directo a Moreno. Recién en ese momento se dejó ver ella. Veintitantos años, de
un rubio algo forzado que sin embargo le quedaba bien. Tacos un tanto excesivos
para esa hora del día, pero haciendo juego con una minifalda gastada que dejaba
ver su excelentes piernas. La blusa tenía un insinuante escote. El conjunto era
armonioso pero, pensé, yo hubiera preferido que la minifalda no fuera tan
corta.
Lentamente el
movimiento de la gente nos fue acercando a los tres de manera casi natural. Yo
sabía que esa naturalidad era totalmente fingida pero intenté comportarme como
si lo ignorara. Él, por su parte, seguía en su postura de contemplación bobina
invertida, viendo pasar el paisaje desde arriba el tren. A pesar de la
abstracción que parecía indicar su cara, cada vez se acercaba más a ella hasta
quedar detrás de ella.
En Paso del Rey
yo me había sumado a la pareja, aunque ellos parecían ignorarme. Él, ahora sí
más interesado en el escote de ella y ella, removiéndose molesta como si la
mirada del morocho la afectara físicamente. El resto del pasaje, entre tanto,
empezó a acomodarse para el salto final al llegar a Moreno. A más tardar en
cinco minutos íbamos a estar saliendo por la puerta que tenía frente a mí. En
ese momento la gente empezó a empujar más fuerte para reacomodarse. A la
presión de los que comenzaban a levantarse de sus asientos y los que avanzaban
por el pasillo hacia la puerta, se oponía la resistencia tenaz de los que
habían llegado a una posición de privilegio junto a la salida y no estaban
dispuestos a perderla. Esto duró unos minutos preciosos en los cuales cualquier
presión, cualquier movimiento algo brusco, cualquier búsqueda afanosa pasaría
totalmente desapercibida. En un momento, incluso, fui empujado sobre mi
sospechoso y éste, en un movimiento aparentemente casual presionó con la ingle la
cadera de la joven que se sacudió irritada pero que, frente a la evidente
inocencia del hombre, se tuvo que tragar el insulto que tenía en los labios. En
cambio, lo que hizo fue girar para esconder su trasero de otro posible embate
del albañil.
Finalmente el
tren llegó a Moreno y un segundo después del anuncio de la llegada, comenzamos
a salir en masa hacia la puerta. En el camino, el tipo trastabilló y se tomó
del hombro de la joven que, ahora sí, respondió indignada.
–sacá la mano de ahí, negro de...
Algunos entre
el pasaje parecieron reaccionar al comentario de la chica. Algunos pocos,
molestos por su insulto, otros mirando con ojos desaprobadores al morocho, la
mayoría, sin embargo, más preocupada por sus asuntos que por los ajenos dejó
pasar el episodio sin inmutarse.
–Yo... –intentó una disculpa el tipo pero su gesto cambió de inmediato
luego de tocar su riñonera en un gesto protector que hacía unos diez minutos
que no hacía.
Antes de que
pronunciara una sola palabra, tomé mi billetera y elevándola sobre las cabezas
de los que me rodeaban, grité:
–Negro de mierda, me quiso robar la billetera. Chorro.
Ahora sí, todos
giraron hacia el tipo y hacia mí. La respuesta fue inmediata, no se podía
esperar otra cosa. Un morocho vestido vulgarmente, con su patética riñonera
gastada y su bolso remendado, que miraba sorprendido hacia mí, la imagen del
perfecto oficinista, quizás un profesional, quién sabe, contador o licenciado
en administración, cuarentón, seguramente un honrado padre de familia, un
hombre de bien, pagador de impuestos, harto de la inseguridad, en síntesis, el
perfecto hombre común que acaba de sorprender in fraganti a una lacra como la
que tantas veces nos birló nuestra billetera en un momento de distracción.
El tipo
intentaba decir algo cuando recibió el primer golpe. Fue un pibe de uno ochenta
que parecía volver del gimnasio. También llevaba bolso, pero este era de marca
y no estaba remendado como el del albañil. Le pegó con el puño cerrado en la
nuca, multiplicando por mil la sorpresa del morocho. Después el resto le cayó
encima.
No soy morboso,
no me quedé a ver lo que siguió. Tampoco me fui corriendo a casa a poner Canal
26, ni Crónica TV, ni TN para que me contaran hasta el vómito lo que yo ya
sabía que habría pasado. No, en lugar de eso caminé unas cuadras hasta el bar
Las Palmas, de la avenida Perón y Rosario, me senté en mi mesa de siempre, pedí
una Stella Artois al mozo y me puse a contar la plata del sobre que le había
sacado al albañil de la riñonera.
La gente dice
que los carteristas siempre van de a dos. Estoy seguro de que es un prejuicio, pero
no por eso deja de ser cierto, pensé cuando llegó Alejandra y le pidió al mozo
un segundo vaso para ella. Venía a buscar su parte de la plata del morocho.
Gustavo Mamaní, decía el recibo de sueldo. Debería haber sido un albañil
calificado porque cobraba más de cuatro mil ochocientos por quincena.
–Casi diez lucas por mes ganaba el morocho... –dije y sonreí.
Alejandra no
contestó. Le dí mil quinientos pesos y me quedé con el resto. Antes de despedirnos
le dije que iba a tener que cambiar esa minifalda porque ya estaba bastante
gastada...
–…y aprovechá
para comprarte una que no sea tan cortita, vos sabés que la gente es
prejuiciosa y no nos conviene que te confundan con una puta.
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