–No puede
ser. Cuando saqué los pasajes explícitamente pedí ventanilla. No pasillo.
–Lo
lamento mucho señor, pero el asiento está asignado, yo no lo puedo cambiar. 4B,
pasillo. El vuelo está completo en Primera. Si fuera Económica...
–No, yo
viajo sólo en Business o en Primera.
Por detrás
de la empleada se acerca un tipo de traje.
–Por
favor, señor, si es tan amable acompáñeme un minuto a ver como le solucionamos
este inconveniente, y mientras tanto dejamos que la señorita atienda a los
demás pasajeros –dice con excesiva amabilidad.
Ya me la
veo venir, me ponen a un costado y atienden al resto antes que a mí. Después, ¡mierda
me van a dar ventanilla!
–No. Acá
no pasa nadie hasta que me atiendan –digo.
–Ya le
ofrecí cambiarlo al vuelo de las 14. En ese sí le puedo dar ventanilla y sería
sólo una hora más de espera –le dice la empleada al tipo.
–No. Yo
tengo que viajar ahora, no puedo esperar. Que se cambie otro.
El del traje vuelve a mirar la pantalla. Parece preocupado.
Alguien, desde atrás, me toca el hombro. Me doy vuelta. Es un gordo. Sonríe.
Tendrá unos cuarenta y pico.
–Mire, yo
tengo el 4A, se lo cambio y listo. A mi me da lo mismo pasillo o ventanilla.
Además, sería una lástima que usted se perdiera este vuelo –dice y sonríe.
Yo estaba
por mandarlo a la mierda y el gordo me sale con esto. No sé que responder. El
tipo de traje suspira aliviado.
–Bueno,
muchas gracias. Entonces hágame el favor de embarcar usted primero, ya que fue
tan amable –le digo al gordo.
A ver si
te pensás que el único generoso sos vos, pienso mientras el tipo pasa delante
de mí hasta llegar al mostrador.
Me pongo a
un costado y lo miro. Tiene en la mano un tarro de helado y come con gula
mientras la empleada chequea sus datos. Casi se olvida el bolso de la notebook.
Le aviso. Vuelve, lo recoge y me agradece con una empalagosa sonrisa porcina. Mientras
su enorme culo se bambolea camino a la puerta de embarque, me acerco al
mostrador.
Le doy mi
equipaje a la empleada. Me entrega el tique y voy hasta el salón VIP. Tendría
que llamar a la oficina para hablar con Analía. Yo le dije bien clarito: ventanilla.
Si no fuera por el padre, la echaba a la mierda. Encima, ahora me voy a tener
que bancar al gordo este todo el viaje. Abro mi notebook. Tendría que revisar
la presentación para los canadienses pero no tengo ganas. Juego un rato al solitario.
Leo algunos mails. Aburrido, cierro la computadora y busco distraerme con el
diario.
–Pasajeros del vuelo de Air Canada 2560,
presentarse para abordar por puerta 12 –dicen por los altoparlantes
Ya era
hora. Subo al avión y voy hasta la fila 4. El bolso de mano en la parte de
arriba y la notebook abajo, bien cerca. Mejor duermo un rato. Me pongo el
antifaz para que cuando llegue el gordo no me dé charla. Supongo que todavía falta
un rato para el despegue. Lo único que tiene de malo viajar en primera es que
hay que presenciar el insoportable desfile de los pasajeros de económica.
Oigo el
ronroneo de los motores. Estamos en el aire. El avión se sacude, abro los ojos.
El gordo me mira. Sonríe. ¿Nunca deja de sonreír este imbécil?
–¿Durmió
lindo, eh?
–Perdón ¿ronqué?
–digo, porque no se qué decir.
–No,
hombre para nada. ¿Quiere un trago? –dice y me muestra varias botellas de
whisky diminutas que tiene sobre su mesita.
–No,
gracias.
Me empieza
a faltar el aire. Tengo palpitaciones. Aprieto la cara contra la ventanilla de
plexiglás. Está frío, me gusta. Trato de pensar que estoy afuera, volando entre
las nubes, eso suele calmarme. Las palpitaciones ceden. Me recuesto en el
asiento y abro un poco más la ventilación. Vuelvo a respirar con comodidad.
–¿Claustrofobia?
–me dice el gordo.
–Sí, ¿Cómo
se dio cuenta?
–Yo tuve.
–¿Y se
curó?
–Si. Me
enterraron vivo. Créame que es el mejor remedio –dice y levanta el vaso de
whisky como si fuera a proponer un brindis.
Lo único
que me faltaba: encerrado en una lata de sardinas, a miles de metros de altura
y con un imbécil al lado que se la da de gracioso.
–No es
chiste –continúa–, es la pura verdad. Me enterraron vivo. También me ahorcaron,
me ejecutaron en la silla eléctrica un par de veces, me dispararon, me
electrocuté, me ahogué, me caí de un piso veinte, de un piso treinta y tres y
hasta de un primer piso, pero de cabeza.
No sé si
reírme o llamar a alguien para que venga a atar al gordo, pero el tipo me mira
divertido y sigue.
–Ya perdí
la cuenta de las veces que morí. Eso sí, nunca me voy a olvidar de la segunda.
No
respondo. Debo parecer asombrado. El gordo hace un silencio dramático y se
larga.
–La
segunda ¿entiende? La primera fue bastante tonta, debo admitir. ¿Vio que en los
ómnibus hay un cartel que dice “Mire atrás al descender”? Bueno, yo no miré.
Supongo que morí al instante porque no recuerdo nada más. Lo extraño vino
después. Desperté en una habitación gris. Me senté y miré alrededor. Salvo la
cama en la que estaba, sólo había un inodoro en un rincón y un pequeño
lavatorio. No tuve tiempo para hacerme muchas preguntas porque enseguida se
abrió la puerta de la celda y entraron dos guardias con una bandeja. Me
obligaron a comer. La verdad es que la comida estaba buena pero yo no supe
disfrutarla. Antes de que pudiera terminar, vino un cura. Hablaba en alemán,
creo, no le entendí un carajo. Los guardias volvieron, me llevaron por un
pasillo hasta otra habitación y me ataron a una camilla. La comida debería
haber tenido alguna droga porque yo estaba demasiado tranquilo. Un tipo vestido
de blanco me clavó una aguja con una cánula en el brazo derecho. Un tipo de
traje leyó algo que no entendí. Al rato empecé a sentir un extraño sopor,
después un aumento de peso en todo el cuerpo y un rato más tarde flotaba en la
nada. ¿Estaba muerto? ¿Cómo saberlo si nunca antes lo había estado? Bueno,
ahora que lo pienso, sí, una vez antes que esa, pero la verdad es que no tenía
mucha experiencia como para poder comparar, en cambio ahora, se imaginará, ya
me volví un especialista. –dice y me sonríe como si yo entendiera algo de lo que me está contando.
Una
azafata pasa por el pasillo y el gordo le pide más whisky. La chica hace como
si no lo hubiera escuchado; evidentemente tiene orden de no traerle más
bebidas.
–Después,
poco a poco empecé a tener noción de mi cuerpo –sigue–. De pronto, una luz muy
fuerte y un estruendo me hicieron abrir los ojos. Di un volantazo y esquivé el camión por centímetros. Frené
sobre la banquina. Traté de razonar lo que me pasaba, pero no llegué muy lejos.
Un micro de dos pisos me llevó puesto a más de cien kilómetros por hora. El
auto quedó hecho mierda y yo, otro tanto. No se cuánto tiempo estuve atascado
ahí adentro. Me sacaron con los bomberos y me metieron en una ambulancia. Creo
que hice dos o tres infartos hasta que al fin me morí. De nuevo sentí que
flotaba y otra vez a empezar…
Es
gracioso. El tipo está loco, pero me doy cuenta de que prefiero escuchar su
historia antes que abrir la notebook y volver a revisar, por milésima vez, la
presentación para los canadienses.
–Muchas
veces me pregunté por qué me pasa esto –dice.
–Me
imagino –digo ¿Pero a mí que mierda me importa? me contesto casi al instante.
–Tengo una
teoría. Supongo que morir es algo muy traumático para la gente común. Entonces,
alguien allá arriba pensó evitarles a algunos ese mal trago. Imagínese, usted
vive lo más tranquilo setenta u ochenta años y el día que le toca mudarse al
otro barrio, para ahorrarle el sufrimiento, me ponen a mí en su lugar y a usted
le encajan las alitas y lo mandan a tocar el arpa. Es una buena explicación ¿no
le parece? Bueno, en un principio me costó aceptarlo pero todo es cuestión de
costumbre, créame. La cosa es aprender a disfrutar el tiempo que me toca.
Total, mañana voy a estar en otro cuerpo y me voy a morir de nuevo.
Lo miro
con curiosidad.
–Ya sé qué
me va a preguntar: lo del túnel, ¿me equivoco? –dice el tipo.
–No se
equivoca –le digo.
–Nada de
túnel. No pasé por ahí ni una vez. Será que, como yo me quedo de este lado…
–Y…
dígame, ¿cuál fue la peor muerte? –pregunto por compromiso o quizás no tanto.
–Yo
suponía que lo peor sería morir ahogado, pero no. Me morí ahogado como diez o
doce veces y no es tan jodido. Es como tomar agua hasta reventar, si puede
imaginarse algo así. Ahorcado, sí. Me ahorcaron tres veces y no me puedo
acostumbrar. Es una desesperación tremenda. Uno hace fuerza por tragar aire y
no pasa nada. Hasta que al fin, crack, se parte el cogote. Pero mientras tanto
se lo encargo. El infarto es bastante embromado, pero de tan común se vuelve
rutinario. Me infarté como setenta veces. El dolor es insoportable, pero como
yo ya me sé los síntomas, lo dejo llegar y hago lo posible para que pase
rápido. Una vez sí fue una joda.
–¿Qué le
pasó?
–Estoy
comiendo en un restaurante y empiezan los síntomas. Yo estaba en el cuerpo de
un tipo de sesenta y pico que fumaba y chupaba de lo lindo. Bueno, entonces me
quedo tranquilito y le digo a la mina que tengo enfrente: llamá una ambulancia
que me está dando un infarto. Se ve que además el tipo era medio jodón porque
la mina me mira con cara de “otra vez sopa” y me dice: dale, no te hagás el pavo
y terminá las mollejas. Ahí nomás empiezo a sentir un dolor terrible en el
brazo izquierdo. Me caigo de la silla. Trato de relajarme y el dolor afloja.
Cuando llega la ambulancia ya estoy mucho mejor. Igual me suben a una camilla y
me llevan para el sanatorio. Antes de llegar, se nos cruza un camión y nos
hacemos peomada. Me salvé del infarto pero palmé en el accidente. Parece joda
¿no?
El tipo ya
está totalmente borracho. Desde que me desperté no paró de tomar whisky. Pasa
otra vez la azafata. Él le pide más bebidas. La chica se niega. El tipo ni se
inmuta. Abre el bolso de la notebook. Lo tiene lleno de botellas. Saca una de
Chivas. Acá se arma, mejor aprovecho para ir al baño.
Me lavo la
cara. Miro el reloj. Todavía faltan un par de horas para llegar a Toronto.
Mejor que me ponga a revisar la presentación y de paso aprovecho para tomar
distancia del gordo, a ver si todavía la ligo de rebote. Se enciende la señal
de abrocharse los cinturones. Salgo al pasillo y voy hasta mi asiento. Cuando
llego, la azafata le pide al gordo que le entregue las botellas de whisky que
tiene en el bolso. Él se niega. No puedo pasar, así que espero a que la chica
se vaya para volver a sentarme.
–Qué
pelotuda, pensaba que le iba a dar las botellas. Si las acabo de comprar en el
free shop –dice el gordo.
Me vuelvo
a sentar sin hablar y me abrocho el cinturón. Abro mi notebook y arranco la
presentación para los canadienses. La azafata está de vuelta con refuerzos. Ahora
viene con un asistente que mide como un metro noventa y debe pesar más de cien
kilos. Ahora te quiero ver, gordo. El avión da un bandazo. La azafata y el
asistente caen al piso. El gordo suelta una carcajada y vuelve a llenar su vaso
de whisky. Oigo algo parecido a un trueno. Desde el techo caen las mascaras de
oxígeno. Me ahogo. Tengo palpitaciones. Me pongo la máscara y apoyo la cara
contra la ventanilla. Miro hacia atrás, hacia el lugar del que pareciera
provenir el ruido. Veo parte del ala envuelta en humo negro y espeso. Dentro de
la cabina, mi notebook cae hacia el frente del avión, junto con un montón de
otros objetos. Miro hacia el asiento de al lado. El gordo sonríe, me guiña un
ojo y levanta su vaso de whisky, como si fuera a proponer un brindis.
1 comentario:
Divertido y angustiante "in crescendo"!!
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