Garmendia
–Doscientos
cincuenta mil dólares –dice mientras saca los fajos de la pequeña caja de seguridad
de su oficina y los coloca bien ordenados dentro del “tupperware” azul que le
dio Nuria. Él quiso llevar el verde porque era más grande pero su mujer insistió
con el azul. Los billetes van a entrar igual y es mejor porque es opaco, dijo
ella. El otro es traslúcido y se van a notar.
El dinero cabe
perfectamente. Como siempre, Nuria tenía razón.
Termina de guardarlos, cierra la caja y alcanza a escuchar a Capurro en
la oficina del fondo, buscando el maletín que él le pidió que trajera.
Capurro vuelve a
la oficina con el maletín. Sobre el escritorio están apiladas los legajos de
los nuevos clientes y a su lado el “tupperware” azul envuelto en una bolsa de
supermercado.
–Gracias por el
maletín, Capu –dice y coloca dentro las carpetas y el “tupperware”. Capurro no
puede ni imaginarse lo que hay dentro del recipiente azul.
–Tarta de puerro
–se apura a decir–. Me sobró la mitad. A veces me parece que mi mujer me está
engordando para comerme en año nuevo –dice y se arrepiente de haber hablado. Recuerda
que Nuria siempre le dice que cuando no sepa que decir, mejor que se quede callado.
Capurro sonríe.
No sabe por qué
pero lo irrita la sonrisa de Capurro. Hijo de puta, piensa, vos siempre le tuviste
ganas a Nuria. Lo escuchó hace tiempo cuando hablaba con una de las cajeras. No
se qué le vio al viejo, había dicho. Seguro que hablabas de mí, piensa y sonríe
mientras lo invita a sentarse y le dice que acaba de recordar una vieja
anécdota de cuando trabajaba de cajero.
–Sí –dice, diez
minutos más tarde, cuando termina de aburrir a Capurro con su historia–. Pensar
que hace treinta años yo entraba a la financiera como cajero y mirame ahora…
–Ahora eso es
imposible –dice Capurro, que ya lleva siete años como tesorero de sucursal.
–Perdoname, no
me di cuenta ¿El pendejo ya se fue? –pregunta
–Ese se va a las
cinco, los jueves. Porque está haciendo un master, no porque sea el sobrino del
director, ojo –dice Capurro.
–Vos sabés que
yo te propuse a vos –miente– ¿Cómo me iba a imaginar que el turro de Almansa
nos iba a mandar al sobrino para reemplazarme?
Capurro no
responde.
–Bueno Capu.
Mejor me rajo. Si no llego a tiempo para llevarla a Nuria al ginecólogo, quién
la aguanta. Mientras la atiende me voy a entretener con los legajos que entraron
el lunes –dice y da unos golpecitos en el costado del maletín de cuero.
–Vaya nomás. Yo,
si no le molesta, me voy a quedar a contabilizar los certificados.
–Sí, no hay
drama, ¿querés que cambie el temporizador?
–No, está bien,
no creo que me lleve más de media hora.
–Listo Capu,
mañana nos vemos.
Le da un beso en
la mejilla a Capurro y no puede evitar recordar un cuadro que había en el
comedor de la casa de sus padres. Representaba la captura de Jesús por los
soldados romanos. Cuando sale por la puerta trasera se encuentra con el
vigilante que ya se cambió el uniforme.
–¿Va conectar la
alarma doctor? –pregunta el guardia.
–No. Capurro se
queda un rato más. Hasta que se active el automático.
–Si quiere que
le haga el aguante al doctor Capurro, me quedo.
–No, deje. Le
agradezco pero no hace falta. Además, con la reducción del horario de la seguridad,
la financiera se debe estar ahorrando como quinientos o hasta mil pesos al mes,
no podemos dilapidar esa fortuna, ¿no?
El guardia
responde con una carcajada. Camina junto a él hasta llegar a la esquina. Se separan.
Sigue una cuadra con el maletín bajo la axila. No se anima a llevarlo de la manija.
Intenta que no se le note lo nervioso que está cuando saluda al encargado del
estacionamiento. Sube al auto y coloca el maletín bajo el asiento del
acompañante, traba las puertas y respira aliviado. Sabe que le va a llevar unos
minutos calmarse por completo. Se sobresalta al oír sonar su teléfono móvil. Mira
el número, es el de su casa. Atiende. Del otro lado Nuria pregunta:
–¿Todo bien?
¿Dónde estás?
–Ya salí de la
oficina, estoy manejando. Hablamos cuando llegue a casa.
–Bueno –dice Nuria.
–¿Conseguiste el
celular?
–Sí.
Cuelga el teléfono
y se queda un rato largo sentado en silencio hasta que su respiración vuelve a
la normalidad.
Maneja hasta las
afueras del pueblo y se detiene ante un bonito chalet, el suyo. En la puerta lo
espera Nuria.
–Pensé que no
llegabas más.
–¿Tenés el celular?
–dice.
–Te dije que sí.
Calmate un poco, ¿querés?
–Digo si lo
tenés encima.
–Sí, no lo voy a
dejar en la mesa del comedor ¿no?
Espera a que Nuria
suba, pone primera y salen por la avenida. Avanzan unas veinte cuadras. Nuria
mira su reloj, luego lo mira a él, saca un celular enorme de la cartera y marca.
–¿No conseguiste
uno más viejo? –pregunta.
Nuria no responde.
–¿Eso anda?
Nuria ni
siquiera lo mira. Con el teléfono pegado a la oreja espera unos segundos a que
la operadora de la comisaría atienda y dice.
–Acabo de ver
movimientos extraños en la puerta trasera de la Financiera Global. Me parece
que es un asalto.
Sube el volumen
de la radio. Están pasando una cumbia de moda.
Nuria espera
hasta estar segura de que la operadora ha tomado el mensaje y corta la comunicación.
Apaga el teléfono, lo limpia con una gamuza, baja la ventanilla y lo arroja
fuera del auto.
Llegan a la
consulta del ginecólogo unos minutos más tarde. Nuria pasa al consultorio y él
se queda un rato mirando un cuadro horrible que está en una de las paredes de
la sala de espera. Intenta distraerse. Abre el maletín y saca una carpeta. Ve
el “tupperware”. Cierra de un golpe el maletín y abre el legajo que ha sacado. No
hay nadie más que él en la sala pero siente que lo observan. Se pregunta por
qué no dejó el dinero en la casa. Le tiemblan las manos. Quizás se está
empezando a arrepentir. Es una locura, piensa. Como mierda me metí en esto. Su
mujer sale del consultorio y lo mira seria, como si hubiera leído en sus gestos
lo que está pensando. Está a punto de decirle que no es lo que ella piensa pero
se calla. El médico acaba de entrar a la sala, detrás de su mujer, lo saluda y
le pregunta algo sobre un préstamo para modernizar el consultorio. Él le
responde que mejor pase al día siguiente por la financiera a charlar sobre el
tema.
Otra vez en el
auto descubre que ha dejado su teléfono móvil sobre el asiento. Lo mira y encuentra
dos llamadas perdidas. No conoce el número desde el que lo han llamado pero intuye
que es el de la comisaría. El teléfono celular vuelve a sonar en su mano. Atiende.
–¿Hola? –dice–.
Sí soy yo... Sí…. estaba en el consultorio del médico con mi señora y tenía el
celular en el auto... ¿Por qué? ¿Qué pasó?... No puede ser... Sí, sí. Voy para
allá.
Nuria lo mira
sonriendo. El gesto con que él le responde le borra la sonrisa casi de inmediato.
–Dicen que
asaltaron la sucursal, sí. Pero también me dijeron que parece que los
asaltantes golpearon a Capurro casi hasta matarlo. Lo llevaron a la clínica de
la Sagrada Familia. Está en coma y piensan que es muy probable que no pase la noche.
Capurro
–La puta madre que lo parió.
La caja de seguridad está vacía. No puede
ser. Hace apenas veinte minutos vio los billetes cuando Garmendia los metía
dentro. Él mismo le preguntó al gerente por qué no los había guardado en el
tesoro. También le dijo que esa caja no era segura, que podía ser forzada sin
mucho trabajo. Pero Garmendia insistió con que necesitaba darle los dólares a
los de Carrefour a primera hora de la mañana y que no podía esperar, hasta las nueve,
a que abriera el tesoro. Después lo mandó a buscar el maletín a la piecita del
fondo.
–La reputísima madre
que lo parió –dice, sentado en el piso frente a la caja violada y vacía,
mientras repasa en su mente lo ocurrido desde el momento en que Garmendia
guardó el dinero. El mismo momento en que él decidió que esta era su última
oportunidad. Iba a ser facil: Esperar a que el viejo se fuera y buscar una
excusa para quedarse media hora más. No era la primera vez que lo hacía y el
viejo no tenía por qué sospechar. Buscar la barreta entre las herramientas que
habían dejado los albañiles en el primer piso. Sacar la plata y revolver toda
la oficina, forzar la cerradura de la puerta trasera para que pareciera que por
allí habían entrado los ladrones y salir unos minutos antes de que se accionara
automáticamente la alarma. Cuando preguntara la policía por qué no había
conectado la alarma al salir, diría que él no podía cambiar el horario del temporizador,
que sólo el gerente tenía la clave. Además, recordaría que siempre hacían así
cuando Garmendia se iba antes de hora. Él no tenía la culpa, sólo seguía las
órdenes de su superior. Su responsabilidad era el tesoro. La oficina del gerente
y lo que éste decidiera guardar allí, violando las mínimas normas de seguridad,
no era tema de su incumbencia. Recordaría también que él le había advertido a
Garmendia del riesgo que significaba guardar dinero en efectivo fuera del
tesoro. Pero, obviamente, el gerente no lo había escuchado.
Sabía que todas las miradas irían sobre
Garmendia. Bueno, pensó, el viejo ya está para jubilarse así que encima le
estoy haciendo un favor. Seguro la Financiera lo va a indemnizar para que se
quede calladito. A nadie le iba a convenir que el robo se hiciera público. Al
fin y al cabo ¿qué eran para ellos doscientos cincuenta mil dólares? Los cubría
el seguro.
Doscientos cincuenta mil dólares, piensa
mientras mira el hueco burlón de la caja de seguridad. Repasa nuevamente sus
movimientos. No pudo haber tardado más de diez minutos para encontrar el
maletín. Tiempo suficiente, reconoce ahora, para que Garmendia volviera a sacar
el dinero de la caja. Pero, entonces ¿dónde lo metió?
–Tarta de puerro. Hijo de mil putas.
Seguro que fue Nuria la de la idea. Nunca
podía habérsele ocurrido a Garmendia. Viejo pusilánime, piensa, casi en el
mismo instante en que reconoce que le hicieron la cama. Nunca fue un
tipo muy despierto ni, menos que menos, alguien capaz de tomar decisiones en
momentos de crisis. Sin embargo acá está, con la barreta en la mano, la caja
fuerte de la oficina forzada y el convencimiento de que la policía no tardará
en llegar, si sigue adentro de la Financiera cuando se active la alarma en menos
de media hora. Sale corriendo de la oficina. Va hasta su escritorio y recoge
apurado el saco. Justo al llegar a la puerta trasera se da cuenta de que hace exactamente
lo que esperan, Garmendia y Nuria, que él haga. Una vez que traspase el hueco
de la puerta a nadie le quedarán dudas de que fue él quien robó los dólares.
Además, ¿a dónde podría ir sin un peso? Si le quedaba alguna esperanza de
casarse con Analía y salir de ese pueblo de mierda, la perdería para siempre.
Cómo pudo ser tan idiota.
Para caer en el cuento
del tío, tarde se da cuenta, hace falta que lo que te sobra de ambición, te
falte de inteligencia. Ambición ya demostró la suficiente al forzar la caja de
seguridad. Salir por esta puerta, reconoce, sería la falta de inteligencia que
cerraría el círculo.
Cierra la puerta trasera de un golpe. Si
lo que esperan es que se escape, entonces no debe hacerlo, razona. Pero no
puede sentarse a esperar a que llegue la policía. Piensa
durante unos pocos segundos, quieto en medio del pasillo. Se le tiene que
ocurrir algo y pronto. Trata de imaginar una salida. En el fondo de su cerebro adormecido
parece hacerse una luz. Mete la mano en el bolsillo, saca su teléfono celular y
corre hacia la escalera que lleva al primer piso…
…No recuerda nada más a partir de este
punto. Por más que se esfuerza, le resulta imposible saber cómo llegó a esta
cama de hospital.
–Es normal –dice el médico–. Cuando se
sufre un shock como el que usted sufrió, el cerebro vela determinados hechos
para protegerse y muchas veces la amnesia arranca desde algún momento previo al
suceso que desencadenó el shock.
–Lo último que recuerdo es que Garmendia
se retiró antes de las siete y yo me fui a mi escritorio a terminar de
contabilizar unos certificados. Después desperté en esta cama.
–En estos casos lo mejor es dejar que los
recuerdos afloren con naturalidad. No conviene que haga ningún esfuerzo. Tenga
en cuenta que lleva dos días inconciente y todavía está débil. Es más, si
quiere le digo a los policías que se retiren y vuelvan mañana o pasado. No
tiene que responder sus preguntas si no se siente en condiciones de hacerlo.
–No, no. Quiero hacerlo. Por favor déjelos
pasar.
–De acuerdo, pero yo me voy a quedar acá y
en cuanto vea que se excita demasiado les voy a pedir que se suspenda la
declaración.
La puerta se abre y entra un hombre maduro
con barba candado casi blanca. Parece más un viejo profesor universitario que
un oficial de policía.
–Santiago Battista, mucho gusto –dice el tipo
y le tiende la mano.
–Mucho gusto –responde mientras se esmera
porque no se le note el miedo que comienza a invadirlo.
–No le voy a hacer preguntas –dice
Battista y mira también al doctor–. Lo único que le voy a pedir es que cuente
todo lo que recuerda, por más insignificante que le parezca, y después le voy a
hacer escuchar una grabación.
Sentado en la cama cuenta su versión de
los hechos hasta el momento en que Garmendia salió de la financiera. El resto,
dice, no puede recordarlo.
–Ahora le voy a pedir que escuche esto
–dice el inspector y acciona un pequeño grabador que sacó del bolsillo.
Escucha la grabación. Es una llamada
telefónica. El tipo que llama parece realmente aterrado. Habla apenas entre
susurros.
–Estoy
en la sucursal de la Financiera Global. Me están asaltando –dice la voz y hace silencio unos segundos–. Me encerraron en el baño pero no se dieron cuenta de que tengo el
celular.
–¿Cuántos
son? –pregunta la operadora.
–Yo
vi a dos pero no sé si son más. Me estaban esperando afuera de la Financiera.
–¿Hay
más rehenes?
–No.
Yo soy el único. El gerente se fue más temprano.
–Quédese
tranquilo –dice la operadora–. Una
unidad está en camino porque ya habíamos recibido una denuncia anterior. Van a
llegar en pocos minutos. Busque un lugar apartado de puertas y ventanas, y
quédese tirado en el piso.
–¡No! –grita de pronto el hombre.
A continuación se escucha un forcejeo y la
llamada se corta.
–¿Recuerda algo ligado a esta
conversación? –pregunta el policía.
–No
–Battista –dice el médico–. Creo que fue
suficiente, ¿no le parece?
–Sí. Tiene razón. Le pido disculpas. Sólo
pensé que al escucharse...
–¿Ese soy yo? –pregunta intentando parecer
sorprendido.
El inspector no responde, se pone de pie,
saluda y se retira de la habitación.
–Doctor Capurro –dice el médico–. Como le
dije, lo mejor ahora es que esté calmado y no se esfuerce por recordar. Con el
tiempo, estoy seguro de que va a recuperar la memoria de manera paulatina. Enfermera…
La enfermera entra a la habitación y le
inyecta algo en el suero. Un calmante, supone.
Asiente en silencio. El calmante hace
efecto mucho antes de lo que él pensaba.
A la mañana siguiente la cabeza ya no le
duele tanto. Se abre la puerta de la habitación y entra una mujer con uniforme
celeste. Es una de las mucamas, le trae el desayuno. La reconoce. Hace poco fue
con su novio a sacar un préstamo a la financiera. Su novio es sargento de la
policía.
–¿Cómo se siente? Qué susto nos dio.
–Bien, gracias –dice intentando sonar
simpático. Por el comentario de la mujer se imagina que no ha hablado con el
doctor. La astucia no es una de sus características pero sabe que es su oportunidad
de enterarse de todo lo que pasó antes de que vuelva el médico y la policía.
La mujer parece feliz de poder contar todo
lo que sabe. No es mucho pero a él le sirve para completar los huecos de su
memoria. Mientras le acomoda las almohadas le cuenta de las dos llamadas a la
policía, la primera, de una mujer anónima, quizás una vecina que no quiso
involucrarse (Nuria, está seguro él) y la segunda, la de él, escondido en el
baño. Después, al llegar la policía, encuentran las llaves en la vereda, cerca
de la puerta trasera. Al entrar encuentran la caja de seguridad forzada, la
oficina revuelta y al subir al primer piso lo encuentran a él, desmayado en el
baño.
No puede organizar sus ideas porque el
médico ya está entrando a la habitación y al verlo le dice que tiene que estar
más calmado. La excitación se le debe traslucir, piensa. Se felicita por la llamada
denunciando el robo aunque no puede recordar todavía cómo se le ocurrió.
Después de todo no es tan estúpido, como la turra de Nuria y Garmendia creían.
–Estoy cansado –dice y casi sin esfuerzo
se zambulle en la oscuridad.
Cuando vuelve a ver la luz, frente a su
cama está Analía. Le sostiene la mano derecha entre las suyas.
–Amor –le dice–. No voy a poder venir a
verte hasta que se solucione este tema. Mi papá no quiere que nuestro apellido
esté en boca de todo el pueblo. Me entendés, ¿no?
Trata de responder pero sólo alcanza a
emitir un gemido que, tarde se da cuenta, podría ser interpretado como una
aceptación resignada. Analía se pone de pie y sale de la habitación. Una enfermera
entra, le inyecta algo en el suero. La oscuridad vuelve a rodearlo. Quisiera no
volver a despertar pero lo hace más tarde. Ahora la que está frente a él es Nuria.
No le sostiene la mano entre las suyas como Analía. Sólo lo mira inexpresiva.
–Te felicito Capurro– dice de pronto como
si hubiera estado esperando durante un largo rato allí parada.
Intenta descifrar el significado de la
media sonrisa que ilumina la cara de Nuria, pero no lo logra.
–Espero que puedas mantener tu mentira
–continúa la mujer–. La verdad es que yo con vos no tengo nada, así que te voy
a proponer que si salimos limpios de esta, dividimos entre tres y aquí no ha
pasado nada. Tus problemas en todo caso son con Garmendia, no conmigo. Yo en
esto no tengo nada que perder, si hablás, como mucho caen ustedes dos. Yo quedo
limpia. Si te aguantás, ganamos los tres. Me parece que es buen negocio, al fin
y al cabo te quedarían más de ochenta mil dólares. Suficiente como para volver
a enamorar a Analía o a cualquier otra minita con plata. Pensalo.
Se duerme entendiendo a medias lo que le
acaban de proponer. Necesita descansar aunque tiene miedo de que al volver a
ver la luz las cosas se pongan aún peor.
–¿Doctor Capurro?
La voz le resulta familiar. Es el inspector,
¿Battista se llamaba? Está acompañado por el médico y lleva una pequeña carpeta
en la mano. Siente de pronto unas súbitas ganas de contarle todo y pedirle que
lo dejen dormir de una vez por todas.
–Me gustaría que viera algunas fotos –dice
el inspector–, ¿puede ser?
Dice que sí pero pide un vaso de agua
primero. Le traen el agua y el inspector comienza a mostrarle algunas fotos de
hombres que no vio jamás en su vida. El inspector insiste. Acaso nada más que
para conformarlo, le dice que uno le parece familiar. Supone que puede haberlo
visto alguna vez en la sucursal de la financiera, pero hace ya tiempo. El inspector
parece ilusionado.
–¿Y este? –pregunta.
Nota cierta excitación en el policía.
Responde que no está seguro, finge que intenta recordar. El inspector le enseña
una nueva foto en la que aparecen los dos hombres que acaba de ver, muertos.
–Sí, seguro –dice–. Estaban los dos
juntos, ahora lo recuerdo. Hará un mes, más o menos. Lo que me llamó la
atención fue que se quedaron un rato largo en el hall de la financiera pero
nunca pasaron por las cajas ni fueron hasta el mostrador de atención al
público. Simplemente, cuando volví a mirar, ya se habían ido.
El inspector sonríe. Parece entusiasmado.
Nuria
–¿Cómo que
todavía no podés venir? Me tenés harta.
Apagó el
teléfono móvil. Sabía que su marido llegaría en no más de media hora. Sabía también
que todos en la fiesta comprenderían su tardanza. Sin embargo no podía aguantar
que fuera tan obsecuente. Más de veinte años como gerente y todavía lo tenían
corriendo de acá para allá como cuando era cajero. Y cuando se jubilara….
Cuando se jubilara las cosas iban a se peor todavía. Seguro. Garmendia no lo
entendía. No se daba cuenta de que en cuanto se jubilara le iban a retirar
hasta el saludo.
–¿Solita linda?
Era Capurro, y
encima parecía borracho.
–Capurro, por
favor, no molestes. En cualquier momento viene mi marido y sabés que no le
gusta vernos juntos.
–¿Por qué? ¿Sabe
algo de lo nuestro?
–No seas
cargoso. Nunca existió “lo nuestro” –dijo con desprecio. Había salido apenas un
par de veces con Capurro y de eso hacía más de veinte años. Sin embargo, en
este pueblo de mierda, pensó, siempre hay alguien dispuesto a recordármelo.
–Que mala
memoria que tenemos…
–En serio, no te
pongas pesado ¿dónde está Analía? ¿por qué no te vas con ella?
–No vino… Estamos
algo distanciados, diría.
–Bueno, entonces
andá a buscarla, reconciliate o lo que sea pero no me fastidies a mí por favor
que ya la gente está empezando a mirarnos raro.
El tesorero se
fue y ella aprovechó para mezclarse en la primera conversación aburrida que
encontró. Desde ahí vio el recorrido de Capurro desde la barra hasta la primera
mujer joven que encontró sola. No cambia más, pensó y se decidió. Hasta casarse
con Garmendia, había trabajado como auxiliar contable durante siete años en la
financiera y conocía todos los movimientos. La idea hacía tiempo que le daba
vueltas en la cabeza pero en ese momento, se decidió.
–Lo podemos
hacer –le dijo a su marido esa misma noche, cuando volvieron de la fiesta.
–¿Vos estás
loca? –respondió Garmendia–. ¿Después de más de treinta años en la empresa y a
meses de jubilarme? ¿Si no lo hice antes por qué lo voy a hacer ahora?
–No lo hiciste
antes porque nunca tuviste ninguna ambición en tu vida. Además, justamente
ahora que te van a jubilar: ¿Cuánto te creés que vas a cobrar? ¿Seis, siete,
ocho mil pesos? Hoy ganas más del doble. ¿Cómo vamos a vivir con menos de la
mitad de lo que hoy gastamos?
–Tenemos plata
ahorrada. Además podemos recortar algunos gastos...
–Alberto. No se
cuánto tiempo pensás seguir vivo pero yo tengo cuarenta años y no me imagino
viviendo de una pensión miserable. Acordate lo que me dijiste cuando me obligaste
a dejar el trabajo.
–¿Vos te das
cuenta lo que me estás pidiendo que haga?
–Me doy cuenta
de que te estoy ofreciendo la última oportunidad en tu vida de hacer una diferencia
importante. En unos meses vas a estar jubilado y no vas a tener más chance que
sentarte en la plaza del pueblo a darle de comer a las palomas y ver como se te
acaban los ahorros.
–¿Y vos?
–preguntó Garmendia.
–Yo… no sé… –dejó
la frase sin terminar, a la espera de la reacción de su marido. No se había
casado con él por interés, pero eso había sido hacía muchos años. Por ese
entonces Garmendia era gerente y tenía muchas más aspiraciones en la vida que
sólo jubilarse y sobrevivir los años que le quedaran “recortando gastos”.
–¿Qué pensaste?
–dijo Garmendia.
Le explicó su
plan y sonrío al ver la cara de asombro de su marido. Estaba segura de que él
jamás la hubiera imaginado capaz de semejante maquinación.
–¿Y como sabés
que Capurro va a forzar la caja? –dijo Garmendia.
–Lo sé porque
conozco a la gente. Vos
mismo me dijiste que, desde que trajeron al tipo ese que te va a reemplazar,
Capurro está cambiado. Que por primera vez te habló de plata, de que no le
alcanza el sueldo para nada, de que no quiere jubilarse como tesorero...
–Pero se está
por comprometer con Analía Quevedo. ¿Por qué haría semejante locura?
–El único que no
se entera de lo que pasa en este pueblo sos vos. La historia de los Quevedo y
Capurro es la comidilla de todo el mundo. Se dice que los Quevedo nunca lo
quisieron pero lo aguantaban porque era un buen partido para colocarla a Analía
que hace rato que está en edad. Parece que desde que se enteraron que no le van
a dar tu puesto, se oponen al compromiso con Analía, pero como no quieren que
la gente hable lo que hacen es demorarlo hasta tener una buena excusa para cancelarlo
¿Eso no te dice nada?
–Entonces...
–Entonces lo
único que tenés que hacer es dejarle, digamos, doscientos o trescientos mil dólares
delante de la cara para que caiga como un chorlito. Si pica bien y si no, al
otro día devolvés la plata al tesoro y listo.
–¿Doscientos mil
dólares? ¿Tanto?
–No nos vamos a
arriesgar por dos pesos con cincuenta.
–No, está bien.
Digo si no será demasiado para Capurro. ¿Y si se asusta al ver tanta plata junta?
–Nunca
subestimes la ambición de un hombre –dijo…
Mientras sale de
la habitación del sanatorio piensa si no fue ella la que subestimó a Capurro. Ahora
las cosas sí que estaban complicadas. Capurro se había quedado con la boca
abierta cuando la vio frente a su cama pero la que está realmente impresionada
es ella. ¿Cómo pudo habérsele ocurrido toda esa historia del asalto en apenas
unos minutos? Encerrarse en el baño y tirar las llaves por la ventana a la
calle, llamar a la policía y romperse la cabeza contra el lavabo. Que coraje,
piensa. Jamás lo hubiera creído capaz. La historia parece medio increíble, pero
si la policía se la traga, no va a ser ella quien la desmienta. Si Capurro
mantiene su declaración quizás puedan salir bien parados. O si desmejora y se
muere de una vez. Esa posibilidad sería la más económica pero no parece la más
probable. En la puerta de la clínica se encuentra con el inspector que mandaron
desde la capital, Battista, cree recordar que se llamaba. No parece policía. Si
no se lo hubieran presentado diría que es un profesor de literatura, o acaso un
escritor. Lo mismo pensó la primera vez que habló con él, en la comisaría.
–Señora
Garmendia. Que gusto verla.
–Como le va inspector.
Vine a ver al pobre Capurro. Parece que está mucho mejor. ¿Se sabe algo de los
ladrones?
–Señora, no me
pida que le revele información confidencial –dice Battista y sonríe.
–No, por favor.
Lo dije sólo por curiosidad, pero si no puede hablar, lo entiendo.
–Bueno, me
imagino que usted no va a ir corriendo a contarle todo a la prensa. Igual, en
la capital no deben estar interesados por un robo en un pueblo de provincia y
el diario local está muy ocupado con el precio de la soja, así que…
Sonríe.
Definitivamente le cae bien este hombre, acaso porque parece dispuesto a
confiar en ella y eso en este momento le conviene.
–Bueno. Cayó una
banda de asaltantes muy pesada. La banda del Turco Crovi, quizás escuchó hablar
de ellos. Son de la capital pero los agarramos camino a San Valentín, apenas a
veinte kilómetros de acá. Los venía siguiendo la Federal. Les cortaron
la ruta y quisieron escapar por el campo, volcaron y cayeron a una acequia. Dos
murieron en el acto y un tercero está internado pero parece que no sale vivo de
esta.
–¿Y que tienen
que ver con el robo?
–Entre las cosas
que encontramos en la camioneta había una copia de la llave de la financiera.
Trata de parecer
asombrada, pero no tanto como lo está en realidad.
–¿Entonces
fueron ellos? –dice.
–Bueno, ahora
traigo las fotos para ver si el doctor Capurro recuerda alguna de las caras. Pero
sospechamos que sí.
–No lo molesto
más inspector. Y, desde ya, esto no sale de acá –dice y hace un gesto sobre sus
labios, como cerrándolos y arrojando lejos la llave.
El inspector la
saluda y entra en la habitación de Capurro.
Excitada recorre
los metros que la separan de su auto. No quiere ir a su casa ahora. Decide pasear
por el pueblo. Santa Catalina no es lugar tan horrible, después de todo. Conduce
hasta el nuevo centro comercial. Deja el auto en el estacionamiento y va hasta
el patio de comidas. Pide un café con leche en el Mc Donalds. Saca de la
cartera un libro y lee en silencio. Al rato comienza a sentir las miradas desde
las mesas vecinas. Vuelve al auto.
Llega a su casa.
Garmendia la está esperando sentado en el living, en piyama, mirando la televisión. Tiene
un vaso de cerveza en la mano. No la saluda al verla llegar, ella se para a
propósito frente al televisor y lo mira.
–¿Te vas a
quedar toda la vida así? –dice. Se niega a que la imagen de su marido en ese estado
le quite la ilusión de que todo podría estar a punto de resolverse.
Garmendia no
responde.
–Oíme. Los dos
sabíamos que lo primero que harían los de la Financiera era suspenderte. ¿Qué
pensabas, que te iban a dar una medalla? Mostrarte un poco deprimido está bien
para que nadie sospeche, pero esto ya es demasiado. Acabo de dejar el auto en
la cochera y vi que la plata no está. ¿Por qué la sacaste?
–Lo que pasa es
que pensaba baldear y no quería que se mojara. Después empezó el partido y me
olvidé. La dejé en la cocina, en la alacena.
–¿Pero vos sos
imbécil? Si la plata está adentro del “taper” no le va a pasar nada por más que
baldees la cochera, que por otro lado es una mugre.
–Si querés,
guardala vos. También podés baldear la cochera porque yo estoy cansado.
–¿Cansado de
qué? –pregunta y se va a la cocina sin esperar respuesta.
Busca en la
alacena, saca el “tupperware” y lo lleva hasta la cochera. Levanta
una de las baldosas y guarda el dinero. Luego coloca sobre la baldosa el
canasto con la ropa sucia. Desde la cochera escucha sonar el teléfono. Corre a
atenderlo; no quiere que lo haga su marido en ese estado. Cuando llega al
living Garmendia ya tiene el teléfono en la mano y parece escuchar atento lo
que dicen del otro lado. Su rostro sigue tan inexpresivo como lo está desde el
momento en que lo cesantearon. Luego de unos minutos cuelga el receptor y
vuelve a sentarse a mirar televisión.
–¿Quién era?
¿Qué te dijeron?
–Era de la financiera. Dicen
que la policía encontró a los que nos asaltaron pero que igual no me van a
devolver el trabajo. Tengo que pasar el lunes a firmar la renuncia.
–¿Te dijeron que
se había resuelto lo del asalto?
–Si, algo así. Que
fue una banda de la
capital. Igual, el seguro ya aceptó que va a pagar así que no
les importa un carajo. Pero no me van a devolver mi puesto. Me ofrecen cien
lucas pero tengo que firmar la renuncia… Ah, en la heladera no hay más cerveza,
ésta es la última. Hay que ir a comprar.
–Mirá… –empieza
pero se contiene. El teléfono vuelve a sonar. Atiende. Es Capurro.
–Ya está todo
arreglado. En unos días me dan el alta aunque seguramente voy a tener que volver
una vez por semana para control. ¿Cuándo nos juntamos a repartir la guita?
–¿Cómo se te
ocurre? ¿Qué decís? No quiero que hablemos del tema por acá. Yo voy a ir a visitarte
y lo hablamos personalmente. No se te ocurra volver a llamar acá.
Corta el
teléfono antes de que Capurro alcance a responder. Sabe que no se puede confiar
en él. Garmendia tampoco es confiable. Está desquiciado desde que lo echaron de
la financiera. Después de todo con la jubilación y las cien lucas que le van a
dar, él va a poder sobrevivir en este pueblo de mierda. ¿Y Capurro? Capurro siempre
fue un pelotudo. ¿Cómo se le ocurre llamar desde el hospital para decir que
tienen que repartirse la plata? En cualquier momento se pisa y lo arruina todo.
No puede correr el riesgo de perderlo todo.
–Voy a comprar
cerveza –dice en voz alta.
Garmendia
responde con un gruñido.
Va hasta el garaje
y mete en el bolso algo de ropa sucia y el “tupperware”. Duda unos segundos y
decide que es mejor irse a pie. Puede tomar un taxi hasta el puerto o caminar.
El ferry a Carmelo sale cada dos horas. Una vez en Uruguay verá que hacer. Deja
las llaves en el auto y sale a la calle desierta. Camina fingiendo tranquilidad.
Va tan ensimismada que no nota el automóvil que se coloca a su par.
–Señora
Garmendia… Nuria. ¿La puedo acercar a algún lado?
Reconoce la voz
del hombre. Aprieta con fuerza el bolso bajo el brazo mientras intenta que no
se note que está muerta de miedo.
Battista
–¿Santa Catalina?
¿Dónde mierda queda eso?
–No me hinchés
las pelotas. Andá al garaje a pedir un auto, deciles que te mando yo y ni se te
ocurra volver sin avisar. Cuando termines allá me llamás y yo te digo que hacer
–El comisario Méndez no parecía con ganas de discutir más sobre el tema.
Puteando por lo
bajo volvió a su escritorio y buscó en Internet la ruta para llegar a Santa Catalina,
donde fuera que quedara. Sabía que a Méndez no le importaba el caso que había
que resolver en ese pueblo perdido sino que lo estaba sacando del medio. El
viejo lo hacía para salvarlo, eso él lo sabía, pero a esa altura ya no le importaba.
De todos modos mal o bien esto lo ponía otra vez en la calle, así que en una de
esas las cosas empezaban a mejorar. No, se dijo, las cosas nunca mejoran.
–Llevate el 206
gris, Battista, le acaban de hacer el service y tiene el tanque lleno –dijo el encargado
del taller– ¿A dónde te mandan?
–A Santa
Catalina, parece que afanaron una financiera, se llevaron doscientas lucas
verdes y no confían en los policías locales, lo de siempre. Seguro que fue
algún empleado. Supongo que para mi vuelta Méndez me va a tener listo el retiro.
–Bueno. Ya estás
en edad, ¿no?
–Parece.
–Entonces dale
las gracias a Méndez. Pensá que hace veinte o treinta años, con todas las que
te mandaste, en lugar de darte el retiro te tiraban a una zanja, no te quejés.
–No me quejo
–dice Battista.
Ya en la ruta apretó
a fondo el acelerador. Laburan bien en el taller, pensó. El velocímetro marcaba
160 kilómetros
por hora y el 206 apenas si vibraba. Trató de recordar lo que había leído del
caso. El asalto parecía de película. Salvo que se hubieran dado en ese pueblo
perdido todas las casualidades del mundo, el gerente o el tesorero estaban
metidos hasta el cuello en el robo, uno de ellos o los dos, pensó.
Lo mejor sería
primero tomarle declaración al tesorero, si es que recuperaba la conciencia. Si
estaba metido, era obvio que los cómplices se habían arrepentido y habían decidido
darle un adelanto de su parte en el robo. Si esto era lo que había pasado, seguro
que el tipo estaría dispuesto a hablar.
Ni bien llegó a Santa
Catalina se presentó en el destacamento y lo llevaron a la oficina del comisario.
Durante dos horas lo pusieron al tanto de todo lo que ya había leído sobre el
caso. Como había imaginado, nada nuevo.
–Comisario, está
la señora de Garmendia, quiere hablar con usted –El asistente había entrado al
despacho sin golpear la puerta.
–¿Garmendia?
–preguntó –¿Es la esposa del gerente de la Financiera?
–Sí –dijo el
comisario.
–Déjela pasar
–dijo
–Sí. Hágala
pasar, Ibáñez.
Battista la
observó y no tuvo dudas: La mujer tendría unos cuarenta años y su marido a punto
de jubilarse. También estaba involucrada. Si ella no lo había planeado todo, él
había decidido hacerlo para conservarla. La miró divertido. La mujer había
elegido una excusa absurdamente trivial, algo que ver con una reunión en la
parroquia a la que la mujer del comisario tenía que asistir.
–Pasaba por acá
y se me ocurrió comentarle –finalizó la mujer.
–Pero Nuria,
tuteame, que me hacés parecer un viejo delante del inspector.
–Perdón, no me
dí cuenta de que estaba acá…
–Sí, el inspector
Battista vino por el robo a la financiera. Lo mandaron de la capital.
–¿De la capital?
–dijo la mujer –. Y yo molestándolos con la reunión de la parroquia. Qué cabeza
la mía. Por favor, perdónenme. Ya me voy, en todo caso avísele a Carolina que
me llame y yo le explico. Perdón, inspector… Battista, ¿no?
–Por favor
señora Garmendia. Puede llamarme Santiago si prefiere, al fin y al cabo si el
comisario es cómo de la familia, a mí me puede considerar un primo lejano –dijo
y sonrió –. Quédese, yo ya me iba, me tengo que ir a registrar en el hotel.
Comisario, vuelvo en una hora y seguimos. ¿Le parece? –dijo, se puso de pie y
salió triunfante de la oficina.
Ya tenía casi
toda la escena armada. Se imaginaba que apretando un poco al tesorero y al Gerente
podía liquidar el tema ese mismo día. Llegó al hotel que le había indicado el
comisario y se registró. Fue hasta su habitación y se pegó una ducha. Mientras
se secaba miró desde la ventana las calles de Santa Catalina. Sí, se dijo,
podría liquidar todo este asunto hoy mismo, incluso si el tesorero no declaraba
quizás alcanzara con apretar al gerente, o tal vez, se detuvo, podría
aprovechar de alguna forma la situación, sobre todo considerando que lo más
seguro era que lo esperara el retiro a su regreso…
Su celular
vibró. El Turco Crovi y dos cómplices
andan por la zona. Reventaron una sucursal del Banco de Negocios y cuando los
seguíamos consiguieron zafar. Si te los cruzás los hacés cagar. Acordate que me
debés una. El Turco era un mierda, servicio de la Federal en la época de
plomo ahora convertido en asaltante y secuestrador por cuenta propia. No sabía
por qué había caído en desgracia pero a Battista no le importaba demasiado. Quién
te dice, pensó, por ahí termino matando tres pájaros de un par de tiros.
Dejó la llave en
el mostrador del hotel pero cuando estaba llegando a la puerta una voz lo sorprendió.
–La llave no me
la deje. Llévela usted.
–¿Y si la
pierdo?
–Son 20 pesos.
Volvió a la
comisaría y pidió revisar la evidencia. Le dieron una caja con algunas cosas
recogidas en la calle trasera de la financiera y dos cassettes de audio. Tomó
el llavero y preguntó al oficial a cargo de la evidencia. ¿Cuál es la llave de
la puerta por la que entraron los ladrones?
–¿A ver? –El
policía maniobró el manojo de llaves hasta encontrar la que buscaba. Era idéntica
a la llave del hotel–. Es esta.
–Un poco berreta
para llave de financiera ¿no? –dijo Battista. Una llave doble paleta común y
corriente.
–Es la de la
puerta trasera, además está la alarma… –pareció intentar disculparse el policía.
–¿Tomaron las
huellas?
–Si, estaba
limpia, sólo huellas del personal.
–¿Y el resto de
las llaves?
–También.
Battista volvió
a su lugar y siguió estudiando la evidencia.
–Voy al baño. Si
termina por favor vuelva a poner todo en la caja y me lo deja sobre la mesa. Yo
guardo todo –dijo el policía.
–Vaya nomás.
Al rato salió
del depósito de evidencia y volvió a la oficina del comisario.
–Menos mal que
llegó –dijo el comisario al verlo–. Capurro reaccionó.
–¿Puedo hablar
con él?
–¿No quiere que
lo acompañe?
–No, mejor voy
solo a interrogarlo. Me llevo algo de la evidencia.
–Lleve lo que
necesite pero por favor fírmele el recibo al encargado del depósito de evidencia,
es muy estricto.
–Muy estricto, sí,
ya me di cuenta –dijo y sonrió…
Sonríe de nuevo
mientras recuerda el interrogatorio sentado en el 206 frente a la casa del gerente.
¿Tendré que esperar mucho? se pregunta. Si todo se da como hasta ahora es
probable que no. Está seguro de que su primera impresión fue la correcta.
Podría haber cerrado el caso ni bien llegó a Santa Catalina. Lo del Turco y sus
cómplices fue apenas una coincidencia afortunada. No necesitó tirar un solo
tiro porque el Turco y sus cómplices prácticamente se suicidaron cuando
intentaron romper el cerco de la Federal. Cuando le avisaron ya estaba todo
cocinado. Llegó nada más que para contar los cadáveres y dejar como al descuido
la llave de la financiera dentro de la camioneta de Crovi. Para el comisario de
Santa Catalina fue la excusa perfecta para cerrar el caso y mandarlo de vuelta
a la capital. Para Méndez fue sacarse un
peso de encima porque el turco Crovi ya no podría hablar y para él ¿qué
significó todo esto? ¿una venganza? ¿una simple burla al sistema? ¿su despedida
triunfal de la fuerza? Ya va a tener tiempo para pensarlo. Mira por el espejo
retrovisor y la ve acercarse. La deja pasar al lado del auto. Parece demasiado
preocupada como para darse cuenta de que la está siguiendo. No tiene más remedio
que llamar su atención de algún modo.
–Señora Garmendia… Nuria. –dice– ¿La puedo acercar a algún lado?
La mujer sigue caminando. Está temblando.
–Suba, voy hasta
la ruta… –insiste.
–No, muchas
gracias, yo voy para el puerto –dice Nuria.
–¿Va a visitar a
alguna amiga en Carmelo?
–Eh… No.
–Menos mal.
Porque si se le ocurriera salir del país en el ferry, en la aduana le van a
revisar el bolso…
La mujer se detiene
en seco. El automóvil lo hace también aunque un segundo más tarde.
–Nuria, por
favor, suba al auto. Quédese tranquila, no voy a denunciarla. El caso está
cerrado y yo no tengo intenciones de abrirlo.
Nuria sube al
auto en silencio.
–Tomar el ferry
sería un error. En la aduana van a querer saber de dónde salieron esos doscientos
cincuenta mil dólares. Hasta la policía de este pueblo notaría la coincidencia
¿no le parece? –Sonríe. Trata de ser amistoso.
Nuria se coloca
el cinturón de seguridad y lo mira con gesto de alivio. Parece confiar en él o
prefiere hacerle creer eso.
–Relájese, ya no
necesita fingir.
–El tipo ese, el
Turco…
–Sí.
–El no robó la
financiera.
–No. Pero todos
necesitábamos un cabeza de turco, el comisario, la Federal, usted, yo.
–¿Y la llave?
–Se la puse yo.
–¿Cuánto quiere?
–dice Nuria y levanta el bolsito como ofrendándoselo.
–Nada –responde
y sonríe.
–¿Nada? ¿Por qué
lo hizo, entonces?
No puede
aguantar y deja escapar una leve carcajada.
–Yo también me
lo pregunto, quédese tranquila. Si en el camino encuentro una respuesta, va a
ser la primera en enterarse. Descanse que tenemos un viaje largo. En Colón
cruzamos a Paysandú. Tengo conocidos en la frontera y no nos van a revisar.
Desde Paysandú se puede tomar un ómnibus a cualquier punto de Uruguay y
desaparecer tranquila. Ahora, descanse.
Nuria mira hacia
su derecha intentando ocultar las lágrimas que le humedecen las mejillas.
Cierra los ojos y se recuesta en su asiento. Deja escapar un gracias que se escucha
apenas. Battista mira fijo hacia delante, atento a la ruta cargada de camiones.
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