Levanté la
mirada del diario y lo vi sentado en una mesa al lado de la puerta. Estaba
seguro de que cuando yo llegué, esa mesa estaba vacía. Me extrañó que no se
hubiera acercado a saludar. No me debe haber visto, pensé. Mi primer impulso
fue seguir leyendo como si no hubiera notado, yo tampoco, su presencia. No
podía hacerle eso. Llevábamos por lo menos dos años sin vernos. Me puse de pie
y fui hasta su mesa.
–¿Silvestre?
¿cómo andás, negro? –me miró como si no me conociera–. Soy yo, Santiago ¿No me
vas a decir que ya te olvidaste de mí?
–Discúlpeme,
pero me está confundiendo con otra persona –dijo con aire cansado, como si
repitiera un guión.
–Siempre
el mismo, vos. Dejate de embromar. ¿Qué andás haciendo por acá?
–Créame
–dijo–. No es la primera vez que me pasa. Está equivocado.
Me hizo
dudar. Estuve a punto de volver a mi mesa pero él corrió la silla a su lado.
Entendí que debía sentarme. Prendió un Marlboro. Silvestre siempre había fumado
Gitanes.
–Pensé que
iba a poder pasar cinco minutos tranquilo… No es su culpa, discúlpeme, es que
no estoy de humor.
No me
imaginaba a dónde quería llegar con todo esto. Lo único que sabía era que el
negro me estaba tomando el pelo y que yo iba a seguirle la corriente, como en
los viejos tiempos. No dije nada.
–Siempre
me confunden. No se imagina lo que es esto –continuó.
Pensé que
ya estaba bien con la broma y estuve a punto de decirle que si seguía con eso
me volvería a mi mesa. Sin embargo, quizás la historia que iba a escuchar
valiera la pena. El negro siempre había tenido una gran imaginación. Después
diría “te lo creíste, zoquete” y se burlaría de mi credulidad. Lo dejé seguir.
–La
primera vez que me pasó fue apenas cumplidos los treinta. Por entonces
trabajaba en la oficina de Clearing del Banco de Italia y tomaba el colectivo
86 en Av. de Mayo y Chacabuco, todos los días, un rato antes de las tres de la
tarde.
Por poco
le digo que él nunca podría haber tomado ese ómnibus porque vivía en la otra
punta de la ciudad, pero la seriedad con la que me miró me hizo cambiar de
idea.
–Volvía a
mi casa. Recién empezaba la primavera y se me dio por bajar en la mitad del
recorrido. No sé por qué, un impulso que no pude controlar ¿A usted nunca le
pasó? –dijo y no esperó mi respuesta–. Fui derecho por Independencia y di
vuelta en una esquina. Me sentía extraño, como si recorriera un camino
conocido, aunque estaba seguro de que era la primera vez que andaba por esas
calles.
Hizo una
pausa. Dio una larga pitada a su cigarrillo. Un tipo que acababa de entrar al
bar vino hasta nuestra mesa.
–¿Cómo
andás, Daniel? –dijo mirando a Silvestre.
–Bien
–dijo Silvestre mientras le daba la mano sin levantarse–. Disculpame, estoy con
un amigo.
–Bueno.
Llamame y arreglamos lo de la cena ¿te parece?
–De
acuerdo –dijo Silvestre sin sacarme la vista de encima– ¿Ve lo que le digo? A
veces lo mejor es seguirles la corriente. ¿Dónde estábamos?
Le dije
dónde se había quedado. Él continuó.
–Llegué
hasta un barrio obrero. Me paré enfrente de una de esas... casitas municipales
creo que las llaman. ¿Vio que son todas iguales? Bueno, no sé por qué pero ésta
me resultó familiar. Tomé el picaporte y abrí. El living comedor estaba en
penumbras. Cerré la puerta y puse la traba. Subí tanteando por una estrecha
escalera y llegué hasta la habitación principal. Empujé la puerta y entré.
Estaba iluminada sólo por la luz que venía de la calle. Una mujer lloraba boca
abajo en la cama. Me senté a su lado y apoyé mi mano en su hombro. ¿Mario?
dijo. La puerta no tenía llave, respondí con una voz que me sonó extraña. Pude
verla mejor. Tenía la cara enrojecida por el llanto pero aun así era hermosa.
La besé sin importarme no ser Mario. Enseguida descubrí que estaba ciega.
Hicimos el amor y al rato nos quedamos dormidos. Cuando me desperté ya era de
noche. Ella seguía acurrucada a mi lado. La besé con suavidad y me fui sin
hacer ruido. Jamás regresé a esa casa. Ahora sé que aunque quisiera no podría
encontrarla.
Se quedó
unos segundos callado. Después continuó.
–Desde
entonces me pasa. Al principio fue muy duro, créame. Con el tiempo aprendí que casi
siempre lo mejor, como le dije, es seguirles la corriente.
–¿No me
estás tomando el pelo, negro? –pregunté.
No me
respondió. Apagó el cigarrillo y se puso de pie.
–La
cuenta páguela usted, imagínese que está invitando a su amigo ¿Cómo dijo que se
llamaba? –Sonrió, me hizo un guiño y salió del bar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario