Jauría, de Julio Flores
Oigo los aullidos con
claridad. Vienen de más allá de las vías. Poco a poco se multiplican, se
mezclan con otros gritos, algunas sirenas. No me alegro pero no puedo dejar de
sentir un cierto alivio. Supongo que esto me convierte en un ser despreciable,
pero… ¿Acaso no lo fueron ellos también cuando clausuraron la estación del
ferrocarril, cuando alambraron el barrio y cuando pusieron los puestos de
requisa en la avenida Rivadavia? Fueron despreciables, pero no inteligentes.
Creyeron que con eso iban a poder mantener a la jauría dentro, alejada de sus
casas. Y una vez que se sintieron más seguros, nos abandonaron. Los que tenían
dónde ir dejaron todo y se mudaron lo más lejos que pudieron. El resto nos
quedamos acá. Tratamos de fortificarnos, reforzamos las puertas de los
edificios, enrejamos las ventanas, hicimos todo lo que pudimos pero no alcanzó.
Poco a poco la jauría nos fue diezmando. Pero eso no era todo. Cada vez que
salíamos del barrio nos trataban como ciudadanos de segunda. Muchos, que antes
se consideraban nuestros amigos, ahora nos negaban el saludo. No nos querían
atender en los restaurantes, como si fuéramos nosotros los culpables de la
desgracia que sufríamos. Nunca supimos cómo nos reconocían, tal vez era algo en
nuestro aspecto, nuestra actitud resignada, acaso algún olor que nos distinguía
y nos hacía fácil de identificar en cualquier sitio. Eso, principalmente, nos
fue recluyendo. Eso también, no sólo la jauría.
Me acuerdo cuando me
llamó el gerente de sistemas para decirme que habían decidido “prescindir” de
mis servicios. Después de tantos años, me qujé. Insistí en saber por qué me
echaban. Casi le rogué que me dijera qué podía hacer para evitarlo. Entonces el
muy mierda me aconsejó que me mudara. Y con qué plata le escupí, si me estás
echando. Además, le dije, si vos vivís apenas tres o cuatro cuadras del otro
lado de la vía, no podés ser tan cretino. Me sacaron a empujones de su oficina.
Desde entonces, poco más o menos, no volví a salir del barrio. Para qué. Ya sabía
lo que me iba a pasar en cada trabajo al que me presentara. Acá, por lo menos,
no me sentía un extraño.
Desde mi ventana puedo
ver, día tras día, como la basura se va acumulando en las calles. La
recolección por las tardes se suspendió hace meses y ya ni siquiera vienen a
hacer la recorrida por las mañanas. La noche es sólo de la jauría. Nos quedamos
dentro de nuestras casas apenas el sol comienza a ocultarse. Lo máximo que nos
atrevemos a hacer es acercarnos a espiar entre las cortinas cuando se escucha
algún grito.
Todo empezó hace menos
de un año, aunque a veces siento que siempre ha sido así. Fue como si explotara
una bomba en mi propia casa. Salí corriendo del baño todavía con la cara llena
de espuma para afeitar y cuando llegué al comedor no encontré nada raro. Fui
hasta la ventana. El tren aún se movía lentamente. Un camión estaba volcado a
un costado de la vía con la caja partida como si fuese una enorme lata. El
conductor abrió la puerta de una patada y salió. Parecía un poco mareado por el
choque, pero no se lo notaba herido. Nadie en el tren, aparentemente, estaba
lastimado. Fui a buscar el teléfono y llamé al trabajo. Avisé que iba a llegar
muy tarde porque el servicio del ferrocarril estaría suspendido. Me dijeron que
si no podía ir me quedara a trabajar desde casa. Les dije que bueno y me quedé,
todavía con la cara llena de espuma de afeitar, contemplando la escena del
accidente. Estoy en un tercer piso y la ventana del living de mi departamento
da sobre el paso a nivel, así que mi ubicación era inmejorable.
Fui a buscar la cámara
de fotos y saqué algunas. Las subí a la computadora y recién entonces me di
cuenta de que el camión llevaba comida para perros. Al rato me aburrí y prendí
el televisor. Dieron la noticia como diez veces, no había heridos de gravedad y
el servicio se reanudó un par de horas después del accidente, nada especial
como para que fuera recordado más allá de ese día. Por la noche oí los
aullidos. Jamás había escuchado algo así. Ciertos cambios en la tonalidad, en
la frecuencia, o vaya a saber qué, hacían que pareciera una especie de lenguaje
oscuro, alguna forma de comunicación. Abrí la ventana del living. Las luces de
la calle estaban apagadas. Poco a poco me fui acostumbrando a la penumbra. Al
principio sólo vi algunas sombras negras, que se destacaban apenas sobre la
oscuridad de la noche. Iban y venían de un lado al otro del paso a nivel. Al
rato percibí más claramente sus formas. Parecían perros con sus cuerpos algo
alargados que se movían entre los restos de comida abandonados a los costados
de las vías. Creí descubrir una cierta organización en sus movimientos, casi
como si respondieran a alguna orden más allá de mi comprensión. Cuando parecía
que el grupo se comenzaba a desbandar, volvían los extraños aullidos y las sombras
retomaban el orden. No sé por qué pero entonces no le di demasiada importancia
a este comportamiento. Al rato volví a la cama y me dormí.
A la mañana siguiente,
al pasar junto a las vías me asombró la rapidez con la que habían limpiado el
desastre del día anterior. No quedaban rastros de la comida que se había
desparramado sobre la calle y la vereda. Un vecino me hizo un comentario acerca
de la eficiencia de los equipos del nuevo gobierno. Le dije que ahora la ciudad
sí que estaba en buenas manos y seguí de largo.
Fui a trabajar como
siempre, ese y los días que siguieron hasta que me echaron. Sin embargo las
cosas ya nunca volvieron a ser cómo siempre. Apenas una semana después del
accidente comenzaron las desapariciones. El primero, creo, fue un vecino de mi
edificio. Era un contador de unos sesenta años que vivía con su esposa en el
5to B. Tenían un caniche toy que acostumbraban pasear justo antes de irse a
dormir. Una noche, el hombre salió con su perro y no volvió. Al principio, en
el barrio se comentó el tema entre risas. La mujer era insoportable así que
muchos suponían que el tipo se había ido por su propia voluntad. Sin embargo,
las desapariciones continuaron. Todos –hombres o mujeres, viejos o jóvenes–
desaparecían por la noche y todos, sin excepción, habían salido a pasear a sus
perros justo antes de esfumarse. Ni los dueños ni las mascotas regresaron
jamás.
La primera reacción del
gobierno fue incrementar las guardias nocturnas de la comisaría del barrio.
Llenar las calles de policías pareció una buena idea en un principio, hasta que
una mañana se encontraron tres coches patrulleros vacíos, a lo largo las vías
del ferrocarril. Salvo algunas manchas de sangre en los asientos, no había
ningún indicio de lo que podía haber pasado con sus ocupantes. Nadie había
escuchado disparos. Las patrullas nocturnas también cesaron desde entonces.
Durante las primeras
dos semanas desaparecieron más de treinta vecinos. Ya nadie se animaba a pasear
a sus perros cuando caía el sol. Las noches se convirtieron en un insoportable
concierto de ladridos. Algunos dueños, desesperados, dejaban salir a sus
mascotas solas a la calle para que hicieran sus necesidades. Los animales nunca
volvieron. En apenas un mes ya no quedaban perros en el barrio. Casi al mismo
tiempo todos los gatos desaparecieron de las casas. Los callejeros habían
dejado de verse durante los primeros días, pero recién entonces lo notamos. Las
paredes del barrio se llenaron de carteles con fotos de mascotas extraviadas.
Fue por esa época que
se hizo ver por primera vez la jauría. Varias personas volvían de sus trabajos,
cerca de las siete de la tarde, y al doblar una esquina fueron atacadas. Una
mujer del grupo alcanzó a entrar al edificio donde vivía. Dos animales se
metieron dentro con ella. Un vecino que era policía consiguió matarlos. Tuvo
que vaciarles un cargador entero para que dejaran a la mujer, que ya estaba
muerta hacía rato. Algunos patrulleros y un camión celular bloquearon la
cuadra. Sólo encontraron a la mujer muerta en el hall del edificio junto a los
dos animales. La jauría y el resto de los cadáveres habían desaparecido antes
de que llegara la policía.
Al día siguiente, desde
la ducha escuché el discurso del Jefe de Gobierno. Cuando salí del baño en
todos los noticieros hablaban del ataque de la noche anterior. En el ascensor
me crucé con el vecino del 3ro H.
–¿Vio el discurso?
preguntó
–Sí.
–Voy a tener que hablar
en mi trabajo porque yo salgo a las seis y media de la tarde y el toque de
queda va a ser a partir de las siete. Me van a tener que dejar salir antes.
–Yo no diría nada.
–¿Por qué?
–No me parece. Yo por
lo menos no pienso hacer mención del tema, total no creo que muchos sepan dónde
vivo. Por las dudas…
–¿Le parece?
–…uno nunca sabe. Yo,
si fuera usted no lo diría. No es bueno hacerse notar y en ningún trabajo les
gusta dejar salir a nadie antes de hora, sea por lo que fuere.
El tipo se quedó
pensando, o al menos a mi me lo pareció. Nos despedimos en la puerta del
edificio. No lo volví a ver.
Un mes más tarde,
después de cincuenta animales sacrificados y casi la misma cantidad de
empleados desaparecidos, los operativos de la Perrera Municipal se suspendieron
hasta nuevo aviso. Hoy estoy seguro de que la eliminación de esos pocos
animales lo único que consiguió fue mejorar a la jauría. Los que sobrevivieron
fueron los más inteligentes, los mejor adaptados. Desde mi ventana creía poder
escucharlos aparearse frenéticamente, noche tras noche, para recuperar en poco
tiempo a los caídos en los operativos de la Perrera. La nueva generación, me imagino
ahora, resultó más apta para sobrevivir y mucho más feroz.
El Gobierno de la
Ciudad decidió entonces levantar un alambrado de cuatro metros de altura a lo
largo de las vías del ferrocarril, alrededor del barrio, formando un trapecio
de poco menos de cincuenta manzanas. La razón, informaban unos carteles pegados
frente al Centro de Gestión Barrial, era circunscribir el fenómeno a una zona
más manejable, para así reanudar los operativos de la Perrera. El local del
Centro de Gestión apareció al día siguiente con las cortinas bajas y no volvió
a abrir. La estación del ferrocarril quedó del otro lado del alambrado, igual,
ya hacía más de una semana que ningún tren se detenía allí, aunque nunca se
dieron explicaciones por este cambio. Los colectivos debían ingresar y salir
del barrio por los dos puestos de requisa de la avenida Rivadavia. Algunas
empresas modificaron su recorrido para evitar ingresar a la zona y el resto
sólo entraba de día. Muchos colectiveros, sin embargo, bajaban a todos los
pasajeros en el puesto de requisa y se desviaban por su propia voluntad. En
poco tiempo ningún medio de transporte público circulaba por el barrio. Los
taxis ya hacía rato que no tomaban viajes dentro del cerco. Al principio
cobraban un plus por zona peligrosa, a los que los tomaban afuera y les pedían
que los trajeran hasta acá, pero al poco tiempo directamente se negaron a
hacerlo por más dinero que se les ofreciera.
Los que no teníamos
automóvil propio no tuvimos más remedio que caminar. A los que sí tenían auto
las cosas no les iban mucho mejor. Las requisas con el tiempo se hicieron tan
exhaustivas que se formaban largas colas para entrar o salir del barrio. Los
muy imbéciles revisaban los vehículos para verificar que nadie llevara
escondida a una de esas bestias fuera del perímetro, como si algo así fuera
remotamente posible. Pasaba hasta una hora o más antes de que un conductor
pudiera trasponer la barrera. Los que aún conservaban sus autos, entonces,
debieron buscar un estacionamiento fuera del barrio o venderlos. En un par de
meses solamente se veían algunos pocos autos oficiales o algún que otro coche
de la policía por las calles. El aire, de algún modo se volvió más diáfano sin
los escapes arrojando su veneno como en otras épocas. Los que venían de afuera,
sin embargo, decían que sentían un insoportable olor, como a carne
descompuesta, aunque nosotros nunca lo notamos. A mí con el tiempo dejó de
importarme el haber perdido contacto con el exterior. Al final uno termina
acostumbrándose a todo. Lo importante era saber manejar los horarios. No
alejarse tanto que no se pudiera regresar con luz a la seguridad del hogar.
Como todos los negocios habían cerrado, una vez por semana venía una Feria
Municipal que vendía comestibles y productos de limpieza a muy bajo precio. El
teléfono, Internet y la televisión por cable dejaron de funcionar. No me
preocupé gran cosa porque de todos modos hacía ya tiempo que no pagaba las
cuentas. Se nos informó, mediante un camión blindado que cada día circulaba a
lo largo de la avenida Rivadavia, con altoparlantes en el techo, que se había
decidido bonificar el servicio de gas y electricidad a los habitantes del
barrio, lo que no quería decir que el Gobierno creyera que tenía alguna
responsabilidad por lo que nos estaba sucediendo. Muchos vecinos lo
agradecieron con aplausos. Algunos, sin embargo, se dedicaron a lanzar piedras
hacia el camión, que nunca regresó.
Hoy a la tarde salí a
la calle. No tenía ninguna razón para hacerlo. Todavía tengo suficiente comida
en la alacena y además la Feria vendrá recién pasado mañana. Se me dio por
pasear a lo largo de las vías del ferrocarril, recorriendo el alambrado que
encierra todo el barrio. Caminé unas cuadras hasta llegar a la avenida
Carrasco, donde el cerco dobla hacia el sur, hasta la avenida Alberdi. Miré
hacia el cielo, todavía faltaba un rato para que oscureciera. Estaba a unas
ocho o nueve cuadras de mi departamento, podía llegar tranquilo así que volví
bordeando el alambrado hasta unos metros antes de mi casa. Escuché el ruido de
un tren que se acercaba. Me alejé para verlo pasar. Cuando estaba llegando a mi
lado comenzó a disminuir la velocidad hasta que se detuvo. Miré dentro del
vagón que estaba frente a mí. Viajaba poca gente y se notaba que todos se
sentían bastante incómodos, intuí, no tanto por la demora como por el lugar de
la detención. Nadie miraba hacia donde yo estaba, como si de pronto me hubiera
vuelto invisible. Me acerqué algo a una ventanilla que estaba apenas
entreabierta. Sólo alcancé a ver una mano que la cerró violentamente. El tren
volvió a arrancar y se perdió rumbo al centro de la ciudad. Retomé mi camino.
Entonces lo vi. Estaba en la zanja al lado del alambrado lamiéndose una herida
que tenía en la pata trasera derecha. Todavía era de día y estaba solo. No
podía ser un perro. Todos habían desaparecido. Miré al frente y pasé a su lado
como si no existiera. Apenas lo superé noté como el animal se ponía en cuatro
patas y me seguía. Unos metros más adelante apuró el paso y se colocó delante
de mí. Me di cuenta de que su cuerpo era algo alargado y completamente negro.
Caminó unos metros hasta que se detuvo, giró y me miró a los ojos. Intenté
esquivar los suyos pero no pude, como si algo me obligara a mirarlo fijo como
él lo hacía conmigo. Gruñó, con un gruñido que parecía venir de lejos. Otros
gruñidos se fueron acercando como respondiendo a su llamado. Supe que no tenía
ninguna oportunidad de escapar. Una docena de bestias de ojos amarillos me
miraban fijo apenas a unos metros. Los gruñidos cesaron, sólo se escuchaba
algún que otro jadeo. Los colmillos superiores les sobresalían enormes de sus
bocas, recordé entonces algunos dibujos de tigres prehistóricos. Esperé.
Lentamente me rodearon y se fueron acercando, pero no me atacaron. Retrocedí
hasta apoyar mi espalda contra el alambrado. El tiempo pasaba sin que ellos
mostraran ningún cambio. En ese momento entendí lo que querían de mí o acaso
fueron ellos los que supieron qué era lo que yo estaba dispuesto a hacer. Uno a
uno se dieron la vuelta y desaparecieron entre las sombras que empezaban a
alargarse. Sólo quedó el primero, fijos aún sus ojos en los míos. Fui hasta mi
departamento y rebusqué en el ropero hasta que encontré la caja de
herramientas. Allí estaba, algo oxidada pero iba a servir. Regresé. Él seguía
sentado en el mismo lugar. De rodillas corté un buen trozo del alambrado hasta
dejar abierto un agujero de más o menos un metro de diámetro. Cuando terminé mi
trabajo, me puse de pie. Empezaron a pasar. Conté más de doscientos. Él se
quedó unos segundos más de este lado, se metió a través del agujero y
desapareció en la oscuridad.
1 comentario:
Un gusto leer lo que escribís, como siempre. Un abrazo.
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