La partida se
armó de manera improvisada. Fuimos seis: don Oscar Reinoso, patrón de la
estancia La Morita; su hijo Mauricio, recién llegado de la capital; Rodolfo, el
capataz; y Sergio y Germán, dos de los peones. Yo, por entonces estudiante de
leyes y compañero de Mauricio Reinoso, fui llevado nomás de convidado. Acaso
por no dejarme solo entre las mujeres de la casa.
Rodolfo había
sido el que descubrió la presencia del cazador furtivo en las tierras de Don
Oscar.
—Ha de ser un indio —dijo—, porque anda en
pata y apenas si les pega unos mordiscones en crudo y deja a las pobres bestias
para que se las coman los caranchos.
—Eso no es de cristianos —dijo doña Dolores,
la madre de Mauricio.
—¿Y vos que esperás, mujer? Andá para la
cocina a decirle a la Juana que nos prepare unas viandas que salimos de partida
—dijo don Oscar.
El capataz
repartió las armas y las municiones. A mí me dio una veintidós.
—Quedátele al lado a ver si el porteño se nos
pega un tiro en el pie con ese matagatos —le dijo sobrador a Mauricio.
—¿No sería mejor avisar a la autoridad?
—pregunté.
—La autoridad ya está avisada —dijo don Oscar mientras se
señalaba el pecho con el dedo índice de la mano izquierda. Gritando para
hacerse oír entre las carcajadas, continuó—. Ahora va a ver usted cómo se
aplica la ley en la pampa.
Salimos poco
antes del mediodía, a caballo. No soy apostador, pero si lo hubiera sido, no
habría puesto ni un centavo en las patas del pobre indio que a esa altura,
supuse, estaría desesperado por abandonar las tierras de don Oscar, si sabía lo
que le esperaba.
Yo iba confiado
en que, llegado el momento, podría convencer a los cuatro bárbaros que me
acompañaban (siempre creí que Mauricio estaría de mi lado) de que una
reprimenda y un buen susto serían suficientes para evitar que el pobre indio se
volviera a meter donde no lo mandaban.
De entrada nomás
sospeché que me había equivocado fiero.
—Por las huellas se nota que está hambreado el
infiel —dijo uno de los peones—. Está piel y huesos.
—Nos va a durar poco, entonces —dijo casi con
resignación el capataz.
—Ya vamos a ver cuánto lo hacemos durar
—terció don Oscar—. Pensar que en los tiempos del General Roca, Dios lo tenga
en la gloria, mi padre cobraba un patacón por cada par de orejas de indio. Hoy
lo vamos a tener que hacer gratis, nomás.
Las carcajadas me
irritaron. Sobre todo las de Mauricio. Esperé a que hiciéramos un alto para
hablarle a solas.
—No puedo creer que te rías, como estos tipos,
de las barbaridades que dice tu viejo. ¿Dónde quedó todo lo que me decías del
humanismo y de los derechos del hombre?
—Jorge, no me hinchés, vos sabés como yo que
estos no son hombres. Son casi como animales. Para poder lidiar con ellos no te
queda otra que ponerte a su altura. Las leyes son para gente como nosotros, no
para estos.
—A quien te referís con “estos”, ¿al pobre
indio muerto de hambre que vamos a cazar o a tu viejo y sus matones?
—Dejame de joder —dijo y dio por terminada la
charla.
En ese momento
pensé en volverme. Sin embargo, algo me decía que debía seguir adelante. Si no
podía evitar la matanza, en el peor de los casos, sería testigo de las
atrocidades que se cometieran. Y no pensaba callarlas. Lo que no sabía entonces
era que iba a tener que esperar casi setenta años para animarme a contar lo que
vi.
—Estará flaco —dijo uno de los peones—, pero
por el largo de las zancadas parece que escapara del mismísimo diablo.
Me detuve yo
también a mirar las huellas y me asombró la distancia que había entre cada
paso. O el indio medía casi dos metros o prácticamente volaba sobre el terreno.
Bravo por él, pensé, acaso pudiera llegar a los límites de la estancia antes de
que nosotros lo alcanzáramos.
—Bueno, menos cháchara y metámosle a estos
caballos que quiero volver para la cena, carajo —dijo don Oscar tratando de
disimular la decepción que parecía empezar a ensombrecer aún más su carácter.
—Parece que no va a ser tan fácil, ¿no? —Me
animé a decir.
Mauricio me
congeló con la mirada. El resto azuzó a sus cabalgaduras y salió al galope.
Al pasar un monte
los alcancé. Estaban eufóricos. Un par de kilómetros más adelante, antes de
llegar a la siguiente ondulación del terreno, se veía claramente una figura
corriendo. Parecía cubierto por un poncho negro que le llegaba hasta los pies.
Su cabeza también estaba cubierta.
—Déjemelo patrón —dijo el capataz—. Como en
los viejos tiempos.
Vi que en sus
manos habían aparecido como por arte de magia, un par de boleadoras.
—Andá nomás. Nosotros vamos a ir al tranco y
te esperamos en la próxima loma. Allá seguro vamos a encontrar un árbol que nos
sirva.
—Ustedes están locos —dije sin poderme
contener—. Lo que van a hacer es un delito.
—Decile al porteño que se calle o vamos a
tener que buscar otro árbol para él —dijo don Oscar a su hijo.
Supe que hablaba
en serio.
Con el alma en un
hilo vi cómo Rodolfo salía al galope y al llegar a la siguiente ondulación
lanzaba las boleadoras con maestría. Desapareció un instante después detrás de
la loma.
Ignoré los gritos
de alegría que dieron los dos peones y seguí detrás de la jauría humana en la
que me había visto arrastrado. Con disimulo miré mi veintidós. Tenía sólo seis
balas pero, si era necesario, estaba dispuesto a usarlas.
—Ni se te ocurra, porteñito —dijo Mauricio
pasando a mi lado, como si acabara de leerme la mente.
Cuando pasamos la
loma encontramos el caballo de Rodolfo pastando con tranquilidad bajo un árbol.
A unos cinco metros, bajo el sol del mediodía, el capataz estaba tirado boca
abajo en el piso. Tenía las boleadoras enroscadas en el cuello. Una de las
bolas de piedra se le había incrustado en la órbita del ojo izquierdo. Más de
la mitad de la bola había desaparecido dentro del cráneo del que hasta hacía
unos instantes había sido capataz de La Morita. La escena era espantosa pero en
mi interior me alegré por el pobre indio que, vaya uno a saber cómo, se había
zafado de la boleada de Rodolfo y se la había devuelto con semejante fuerza.
Sin embargo, si hasta el momento no había podido amainar la sed de sangre de
los de la partida, sabía que ahora sería imposible. Amagué a volver, creyendo
que si iba con la historia a la policía podría evitar una masacre, pero me lo
impidieron.
—Acá nadie se abre… —dijo don Oscar—, y sigue
vivo.
Anduvimos hasta
que se hizo la noche. El ánimo de los peones había cambiado radicalmente
después de la muerte del capataz. Ni las ofertas de recompensas por parte de
Mauricio, ni el miedo que le tenían a don Oscar, parecían compensar un
sentimiento aún más pavoroso que se les estaba metiendo bajo la piel.
Por la noche
ellos se quedaron algo alejados de Mauricio, don Oscar y yo. Sin embargo,
alcancé a escuchar parte de su conversación.
—Como lo dijo la Eulogia —dijo uno de los
peones.
—Si nos volvemos don Oscar nos mata —dijo el
otro.
—Prefiero morir a manos de un hombre
—respondió el primero.
Cuando se dieron
cuenta de que yo estaba escuchando, se quedaron callados. Finalmente se
acostaron y se durmieron. Decidí que lo mejor era imitarlos.
Por la mañana los
peones habían desaparecido. Sin embargo, lo habían hecho dejando tras de sí las
mantas de dormir y sus dos caballos. La sangre se me heló cuando vi las huellas
que se hundían con claridad en el suelo polvoriento. Huellas bien profundas,
como si nuestro perseguido se hubiera ido de allí con los dos hombres cargados
sobre sus hombros.
—Cagones —gritó don Oscar, con una ira que no
convencía ya a nadie.
—Te dije que esos dos no valían ni aca
—respondió Mauricio.
—¿Pero ustedes creen que los dos peones se
fueron caminando en medio de la noche y dejaron todas sus cosas acá? ¿No ven
las huellas? Me parece que lo mejor es volver a La Morita y avisar al
comisario.
—Dije que de acá no se va nadie vivo, carajo
—dijo don Oscar mientras apretaba con demasiada fuerza su escopeta.
Seguimos camino
los tres: don Oscar al frente, con los caballos de los peones, yo en medio y
Mauricio al final, pendiente de que no se me ocurriera recular. Lo intenté más
de una vez y cada una de ellas me encontré con los dos caños de la escopeta de
Mauricio.
—Seguí adelante, porteñito.
—Estás tan loco como tu viejo. No se qué
carajo estamos persiguiendo, pero estoy seguro de que nos va a dejar fríos a
los tres como hizo con el capataz y los peones.
Unos kilómetros
más adelante encontramos a los dos peones. Estaban enroscados en la copa de un
árbol. Parecían dos muñecos de trapo.
Ninguno de los
dos hombres habló, por lo que entendí que tampoco serviría de nada que yo lo
hiciera.
Estábamos a punto
de internarnos en un pequeño bosque cuando volví a intentar la huida. Comencé a
hacer que mi caballo caminara cada vez más despacio hasta que escuché acercarse
los pasos del caballo de Mauricio. Detuve el mío. Mansamente, el caballo de
Mauricio se me puso a la par. Su jinete había desaparecido. Don Oscar se dio
vuelta, miró al caballo de Mauricio, después a mí y luego más allá de mí, con
los ojos desorbitados. Me di vuelta.
A un kilómetro de
distancia se veía una figura negra, llevando un enorme bulto, que supuse sería
Mauricio, sobre sus hombros. Fuera lo que fuera se movía a una velocidad
inhumana.
Don Oscar comenzó
a disparar. Además de dejarme sordo, los disparos espantaron a los caballos.
Anduve un trecho intentando resistir sobre mi montura hasta que una sacudida me
arrojó al suelo. Antes de desmayarme alcancé a escuchar algunos disparos y unos
gritos horrendos. Esto último tal vez lo haya soñado. O no.
Me desperté al
mediodía. Por suerte, entre todas las cosas que mi caballo había desparramado
en su carrera, estaba mi cantimplora. Volví al lugar donde había dejado a don
Oscar. Allí encontré su caballo a la entrada del bosquecito. Tendría que haber regresado
a La Morita pero mi curiosidad fue más fuerte. Até el caballo a un árbol y
entré caminando sigiloso. Seguí las delgadas huellas que se veían con claridad
aún sobre el pasto.
En un pequeño
claro en medio del bosquecito, los encontré. Estaban todos, en un solo montón.
Me quedé mirándolos, atontado, un buen rato. Debo decir que la escena era
grotesca y horrorosa, pero había algo extrañamente hermoso en ella, casi
artístico. No estaban simplemente apilados, estaban acomodados. Había una
cierta armonía en esa conjunción de carne y huesos. Sus cuerpos estaban
retorcidos y, como si fueran de arcilla, encajaban perfectamente los unos en
los otros. Aquí y allá se veían distintos miembros mezclados, fundidos. En
alguna parte podía adivinarse una boca, los labios soldados, junto a un vientre
abierto de un tajo que dejaba al aire un retorcijo de tripas sanguinolentas que
parecían latir por los cambios de la luz que se filtraba entre las hojas del
follaje. De alguna manera era la escultura más horrenda y más atractiva que he
visto en mi vida. No sé cuánto tiempo estuve ahí admirándola hipnotizado, hasta
que escuché unos pasos en el bosquecito, viniendo desde el lado opuesto al que
yo había venido. Mi primer impulso fue escapar, pero inmediatamente comprendí
que no hacía falta que lo hiciera. La morbosa escultura estaba terminada, no
había lugar para mí en ella, no tenía nada que temer. Si continuaba allí con
vida, y me animaría a pensar, si llegué vivo hasta este día, era quizás por mi
papel de testigo. Simplemente lo supe. Por eso cuando lo vi salir al claro ni
siquiera me alarmé. Eso era algo indescriptible, difuso. Una especie de sombra
desenfocada. Se quedó un rato observándome, acaso para asegurarse de que nunca
pudiera olvidar su obra.
Al rato estaba
nuevamente sobre el caballo de don Oscar cabalgando hacia La Morita. Cuando
llegué, inventé que me había perdido por la noche y no había vuelto a ver al
resto de la partida. Me creyeron y a las pocas semanas pude irme de vuelta a
Buenos Aires sin que nadie sospechara nada. Durante meses la policía peinó la
zona, pero no encontraron ni siquiera rastros de los cinco hombres. Yo nunca,
hasta hoy, conté a nadie lo que había pasado. Y mucho menos que en esa última
visión, que hasta el día de mi muerte recordaré con la misma nitidez, pude
percibir con absoluta claridad que, tanto Mauricio como su padre, todavía
estaban vivos cuando los abandoné en medio del bosquecito.
Incluido en Nada Personal - Colección Mulita
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