martes, 16 de agosto de 2022

La Yayita

 


Luisa encuentra la pelotita de golf al pasar el escobillón bajo su cama. La oye rodar sobre el parqué y luego golpear contra el zócalo. Se sienta sobre el colchón y esconde la cara entre sus manos. Llora en silencio.

Cuando termina de limpiar el departamento vuelve al dormitorio, recoge la pelota y la lleva hasta el cesto de la basura. ¿Cómo pudo haberla olvidado cuando tiró todos los juguetes de la Yayita? Sin embargo, al llegar frente a la bolsa, se detiene. Vuelve al comedor y la deja en el centro de mesa, junto con las frutas de cerámica.

Mientras se prepara el desayuno, recuerda la noche que encontró a la Yayita. Volvía del cumpleaños de Mariana, su única nieta. Ni bien Luisa bajó del auto, Mariana puso primera y se fue; quizás la saludó, pero como no bajó la ventanilla, Luisa no pudo escucharla. Llovía. Estaba abriendo la puerta de calle cuando oyó un maullido lastimero. La primera impresión fue un escalofrío y un temblor en sus piernas. Luisa es alérgica a los gatos –a los seis años sufrió un edema de glotis que casi la mata por tocar al gato de un vecino–. Llegó al departamento y fue al balcón a ver sus plantas. Necesitaban agua. Mientras las regaba volvió a oír los maullidos. Venían del terreno baldío de enfrente. Intentó no pensar en ellos, pero cuando bajó a dejar la basura en el canasto de la puerta, no pudo soportar la curiosidad y cruzó a la vereda de enfrente.

Con la poca luz de la calle pudo ver de dónde venían los maullidos: Una caja junto al portón. Encontró un palo de escoba y ayudándose con él la acercó a la reja. Dentro de la caja había un gatito atigrado. Estaba hecho sopa. Volvió a su departamento. Buscó los guantes de látex que usaba para limpiar el inodoro, un nailon grueso con el que a veces protegía sus plantas y una toalla vieja. Sacó de la heladera un poco de leche y la entibió.

Volvió a la calle y cubrió la caja con el nailon. Ayudándose con el palo de escoba metió la toalla dentro de la caja y acercó un pequeño tazón con la leche tibia que el gato empezó a tomar enseguida. Desde ese día, todas las tardes a la misma hora, Luisa se acercaba hasta la reja y el gato hacía lo mismo desde el otro lado, comía la comida que Luisa le acercaba (Royal, la mejor marca, según la veterinaria) y, a veces, también tomaba un poco de agua. Cuando Luisa volvía a su casa, el gato volvía a su escondite dentro del baldío.

Una tarde el gato no se acercó a la reja. Luisa lo llamó varias veces, pero no apareció. Con una osadía inusitada hasta para ella, empujó el portón podrido hasta que pudo pasar a través del hueco y se metió en el terreno. Encontró al gatito debajo de unos cartones, casi inconsciente. Con sus guantes de látex bien calzados, para evitar tocarlo, lo recogió y lo envolvió en un trapo. Caminó cinco cuadras hasta la veterinaria en la que compraba el alimento que llevaba todos los días a su pequeño amigo (hasta ese momento ignoraba el sexo de la Yayita y, por alguna razón, creyó que era macho). Después de revisarla, la veterinaria le dijo que no se hiciera muchas esperanzas.

–Tiene parásitos. Es muy chiquita y está completamente deshidratada.

– ¿Qué se puede hacer?

–La podemos desparasitar, pero si no toma líquido vamos a tener que darle suero. Es lo más recomendable en estos casos. Podemos esperar a ver si mejora, pero siempre lo mejor es administrar suero por vía intravenosa.

–Pónganle suero entonces –dijo Luisa.

La Yayita estuvo dos semanas internada en la veterinaria. Luisa fue hasta tres veces por día para visitarla. Se quedaba fuera de la jaula y le hablaba hasta que notaba sobre sus hombros las miradas de los empleados de la veterinaria.

Al final la Yayita se recuperó.

–Mire –dijo la veterinaria–, va a tener que decidir qué hacer con la gatita. Dejarla otra vez en la calle es condenarla a muerte. Estuvo muy grave y es probable que tenga secuelas. Va a necesitar mucho cuidado.

–Pero yo soy alérgica a los gatos.

–Entonces va a tener que conseguirle un hogar porque no puede volver a abandonarla.

La veterinaria le dijo a Luisa que le había sacado fotos a la gatita para subirlas a Facebook a ver si encontraban quién quisiera adoptarla. Luisa no sabía nada de Facebook, pero no quiso preguntar. Estaba claro que no iba a tener más remedio que llevarla a su casa por lo menos hasta encontrarle un hogar definitivo.

Lo más importante iba a ser definir una estricta rutina. Ya de entrada la Yayita pareció entender las reglas de la casa y también cuáles eran los lugares a los que tenía acceso y cuáles los que le estaban vedados. Parecía divertirla ver a la pobre Luisa enguantada y cubierta de pies a cabeza para evitar que su piel tocara la de la gata. Lo único a lo que la Yayita no se acostumbraba era a la aspiradora. Todos los días, con esmero casi religioso, Luisa se levantaba a las siete de la mañana para pasar la aspiradora y sacar de su departamento los pelos que la Yayita había dejado regados por toda la casa. Cuando esto pasaba, la Yayita se instalaba en lo más alto de la biblioteca y desde ahí miraba a su compañera con desagrado hasta que apagaba y guardaba el ruidoso aparato.

Sin embargo, la mudanza de la Yayita no resultó tan fácil como Luisa hubiera deseado. Por un lado, estaba el sarpullido y la urticaria que, por suerte, siempre se presentaron en lugares de su cuerpo que pudo mantener oculto a las miradas indiscretas. Por otro lado, estaba su nieta. Semanas después de la mudanza de la Yayita, Mariana apareció en el departamento, de improviso, haciendo uso de la llave que Luisa le había dado solo para emergencias. Indiferente a la visita, la Yayita descansaba panza al sol en la mesa ratona del balcón.

– ¿Y esto, Luisa? ¿De dónde salió?

–Es la Yayita, la abandonaron en el baldío de enfrente. La llevé al veterinario porque estaba deshidratada.

– ¿Estás loca, Luisa? Vos sos alérgica. ¿Te querés suicidar?

Luisa pensó en contarle que más de una vez lo había pensado, pero le pareció que no era momento para confesarse y menos con su nieta.

–La tengo hace tres semanas y no me ha pasado nada. Cuando estoy con ella me pongo los guantes de látex y todas las mañanas aspiro los pelos. Ni siquiera estornudé –mintió– desde que ella está en el departamento.

–Luisa, esta gata se va ya mismo –dijo Mariana y se puso a buscar a la Yayita que, quizás anoticiada de las intenciones de la visita, había desaparecido vaya a saber en qué rincón de su parte de la casa.

–La asustaste, ahora no la vas a encontrar. A mí ya me pasó.

–La voy a encontrar, aunque tenga que dar vuelta el departamento.

–No seas loca Mariana. Además, es temporario, me van a llamar de la veterinaria en cuanto le encuentren un hogar definitivo.

– ¿Y si nadie quiere quedarse con ella?

– ¿No viste lo linda que es? la veterinaria me dijo que estos gatos son muy buscados. Son de raza. Ya publicó las fotos en eso del Facebook y dice que tiene un montón de “me gusta”.

– ¿De raza? Haceme reír, Luisa. Hay millones de gatos como este. Si no la vienen a buscar en una semana, la tirás a la calle por más “me gusta” que tenga.

Luisa prefirió responder que sí antes que seguir discutiendo con su nieta. A partir de ese día, sin embargo, trabó la puerta por dentro para que no volviera a sorprenderla.

Pasó el tiempo y al final a Mariana le quedó claro que la Yayita había encontrado un hogar y nadie iba a tirarla a ninguna calle, nunca más. Mientras tanto, Luisa se fue acostumbrando a la rutina de vivir con una gata siendo alérgica. A la Yayita, por su parte, parecía no importarle que su compañera de cuarto la tocara solo utilizando guantes, ni que le vedara el acceso a ciertas zonas de la casa. Se conformaba con destrozar las plantas del balcón o con cazar las moscas que revoloteaban por ahí. Luisa intentó educarla, al menos para que respetara sus plantas, pero a la larga terminó desistiendo porque cada vez que intentaba retarla, la Yayita la miraba con esos ojitos tristes que le hacían recordar su larga estadía en la veterinaria.

Una mañana, al salir del dormitorio, Luisa se sorprendió de que la Yayita no la estuviera esperando detrás de la puerta. La llamó.

– ¿Yayita, Yayita? ¿Dónde estás, mamita?

La encontró en el balcón, parecía desganada. Le puso comida y agua, pero ni comió ni probó una sola gota. A las nueve la llevó a la veterinaria. Esperó dos horas a que la revisaran.

–Tiene un tumor en los intestinos. Puede ser una secuela de aquella infección o quizás algo congénito. Es grave, pero podemos intentar operarla.

Le dijo que la operaran sin importar lo que costara. Luisa tenía unos ahorros y si era necesario podía pedir un préstamo. Lo que fuera necesario para salvar a la Yayita. Tuvo que dejarla en la veterinaria y volverse sola a su casa. La operación fue esa misma tarde. Quizás porque no tenía con quién hablar, llamó a su nieta, aunque después se terminó arrepintiendo, como siempre.

–Yo te dije, ¿cómo se te ocurre levantar un gato de la calle? Y encima siendo alérgica. Vos no estás bien, Luisa. Después de esto vas a ir a ver a un psiquiatra –dijo Mariana esa tarde mientras esperaban en la veterinaria.

Luisa se preguntó cuándo su nieta había dejado de llamarla abuela. Quizás fue después de la muerte de sus padres; no podía recordarlo y, la verdad, ya no le importaba.

–Si sale de esta, yo misma me voy a poner en campaña y le buscamos una casa. Pero esa gata no vuelve a tu departamento. ¿Está claro?

No hizo falta buscarle otro hogar. Una hora más tarde la veterinaria salió del quirófano para decirle a Luisa que no habían podido hacer nada. El tumor estaba muy extendido. De todos modos, lo importante era que no había sufrido.

– ¿Puedo verla? –dijo Luisa.

Estaba en una camilla, envuelta en una toalla. Cuando Luisa se acercó a tocarla, Mariana le agarró el brazo.

–No Luisa, no vamos a salir corriendo al hospital con vos. Ya la viste. Ahora nos vamos.

Volvieron al departamento. Luisa no dijo una palabra en el camino ni derramó una sola lágrima delante de Mariana. Sí, se dijo, Mariana, ¿por qué tenía que llamarla nieta si ella no la llamaba abuela?

–No hace falta que subas. Me voy a preparar una sopa y después me meto a la cama. Andá tranquila, Mariana.

Esa misma noche tiró a la basura todos los juguetitos que había comprado para intentar, sin éxito, que la Yayita dejara de destrozarle las plantas. Todos no, era más que obvio, porque ahora, un mes más tarde, volvía a aparecer la pelotita de golf que tanto le gustaba a la Yayita. Después de dejarla en el centro de mesa, recordó que, cada vez que la ponía ahí, la Yayita la tiraba al piso y corría de acá para allá, pateándola, golpeándola contra las patas de los muebles y los zócalos de las paredes. Más de una vez el vecino de abajo le había tocado la puerta para preguntarle qué eran esos ruidos.

–No tengo idea –decía siempre Luisa y cerraba la puerta con una sonrisa pícara. Después miraba cómplice a la Yayita que la espiaba, desde alguno de sus escondites, como si entendiera la gracia de la situación.

Pero ahora la pelotita se va a quedar para siempre en el centro de mesa del comedor y la Yayita ya no va a patearla porque está pudriéndose, enterrada en los fondos de la veterinaria.

El empleado del almacén la saca de sus pensamientos.

– ¿No lleva más leche, abuela?

–No, ya no.

De vuelta en el departamento deja las cosas en la cocina y va al baño. De paso por el comedor nota algo raro, pero sigue su camino, urgida por la presión de su vejiga. Cuando vuelve a la cocina descubre qué es lo que le llamó la atención. La pelotita ya no está en el centro de mesa. No puede ser, piensa, cuando oye un ruido conocido en su habitación: Un lento rodar que termina segundos más tarde con un golpe seco.

Luisa llega a su habitación. Ve cómo la pelotita vuelve a salir de debajo de su cama, golpea contra el zócalo y va a dar junto a sus pies. Casi por instinto, la patea otra vez bajo la cama y un segundo más tarde la pelotita vuelve a salir y a quedar mansa a su lado. Luisa se arrodilla, se agarra del colchón y se agacha para mirar bajo su cama. No hay nada. Se pone de pie y vuelve a patear la pelotita bajo la cama para verla volver una y otra vez. Una y otra vez, también, se vuelve a agachar para comprobar el vacío bajo su cama. Sabe que, aunque no la pueda ver, la Yayita está ahí bajo su cama, como antes, devolviéndole una y otra vez su juguete preferido.

Va hasta la heladera. No tiene leche, pero recuerda que a la Yayita le gustaba el queso crema. Pone un poco en un platito y lo deja bajo la cama. Se aleja unos pasos y espera en silencio. Más tarde se agacha para sacar el plato. Está limpio, sin un solo rastro de queso crema. Sonríe. Va al departamento de al lado y le pide a su vecina un poco de comida para gatos. Vuelve a la habitación y deja la comida junto a una tacita con agua bajo la cama. Luisa siente que la invade una felicidad perdida, una felicidad que, creyó, jamás volvería a sentir. No llama a su nieta, no le cuenta a nadie, solo se queda el resto de la tarde pateando la pelotita de golf bajo la cama para que su gata invisible se la devuelva. Aunque no pueda verla, Luisa disfruta imaginándola correr de acá para allá, devolviendo la pelotita para que ella se la vuelva a patear. Llora de alegría.

Cuando se hace de noche Luisa piensa que es mejor dejar de hacer ruido si no quiere que su vecino suba una vez más a quejarse. Vuelve a la cocina, se prepara un té, después se mete en la cama y apaga la luz del dormitorio. En medio de la oscuridad, dice:

– ¿Yayita, Yayita? ¿Dónde estás, mamita?

Desde debajo de la cama le responde un maullido que recuerda muy bien. Segundos más tarde siente cómo se clavan las pequeñas garras en el colchón. No la reta como la retaba cada vez que se colaba sin permiso dentro del dormitorio. Vuelve a llamarla.

– ¿Yayita, Yayita? Vení, mamita.

Siente la presión de las cuatro patitas que van subiendo desde los pies de la cama hasta hacerle sentir una húmeda respiración junto a su cara. Saca una mano fuera de las sábanas y, por primera vez desde aquella noche en que escuchó sus maullidos llamándola, Luisa acaricia a la Yayita sin usar sus guantes. Jamás hubiera imaginado que su pelaje fuera tan suave. Llora de alegría en la total oscuridad cuando la Yayita le devuelve su afecto con un largo ronroneo.

–Sí, mamita –dice–. Otra vez juntas... Para siempre.

Feliz, Luisa cierra por fin sus ojos y se deja llevar por esa sensación casi narcótica que le produce el aliento tibio de la Yayita junto a su cara.


miércoles, 5 de enero de 2022

Sultán


Tío Adrián llevaba un par de días en el sanatorio. Tenía un cáncer terminal y los médicos ya lo habían desahuciado. Hasta entonces, a pesar de la oposición de mi madre, su hermana, el viejo tío había vivido solo en su casa, después con una enfermera, pero al final se puso tan mal que no tuvieron más remedio que internarlo.
Nunca fuimos muy cercanos pero mi vieja insistió en que lo visitara, así que un día antes de su muerte fuimos a verlo con mi hermana. Ella estaba embarazada de su primera hija y cada dos minutos nos dejaba solos para ir al baño. En uno de esos intervalos el tío giró la vista hacia su derecha, justo al lado de su cama, como si algo hubiera llamado de pronto su atención. Me sorprendió la velocidad con la que se había movido. Miré yo también hacia donde él miraba. Solo vi una especie de nube oscura, como un humito que, un instante después, desapareció bajo la cama.
Cuando volví a mirar a mi tío, él tenía sus ojos clavados en mí. Entonces me habló, por primera y última vez desde su internación.
–Lo viste, ¿no?
No estaba seguro de qué estaba diciendo. Me imaginé que era el efecto de la morfina.
–Sí, lo viste. Podría decirte qué nombre le puse, pero prefiero que vos le des el que más te guste. A mí me lo dio también mi tío antes de morir, hace como sesenta años y desde entonces lo cuido. Ahora es tuyo.
Pensé que el viejo estaba loco. En vez de preguntarle de qué estaba hablando, le seguí la corriente. Le agradecí el regalo y le dije que no se preocupara que yo también lo iba a cuidar hasta mi muerte, fuera lo fuese de lo que estaba hablando el viejo. Mis palabras lo calmaron. Cuando salió Laura del baño, el viejo se calló.
–¿Qué le pasa? –dijo Laura.
Me puse el dedo índice junto a mi sien derecha y dibujé algunos círculos en el aire. Ella entendió.
Al día siguiente, mientras estaba en el trabajo, mi vieja me llamó para avisarme que el tío había muerto. Lo velaban a las seis de la tarde y el entierro iba a ser al día siguiente a las doce del mediodía. Antes de ir al velorio pasé por casa a darme una ducha. Mi familia siempre fue muy tradicionalista. Sabía que me esperaba una noche de insomnio sentado junto a algunos familiares que no volvería a ver hasta el próximo velorio, tomando café a pocos metros de un ataúd.
Cuando llegué a mi departamento me pareció verlo más desordenado que de costumbre. Mi primera impresión fue que alguien había entrado, pero, como la puerta y las ventanas estaban bien cerradas y además no parecía faltar nada, me convencí de que no había sido así. Al salir cerré con llave, por las dudas.
Como esperaba, esa noche dormité apenas un rato sentado en una silla y a la mañana siguiente, después de un desayuno horrible en un bar piojoso, manejé una hora hasta el cementerio, que quedaba como a diez kilómetros del centro. Recién volví a mi departamento cerca de las tres de la tarde. Lo único que quería era ducharme y dormir hasta el día siguiente. Ya iba a tener tiempo el fin de semana para limpiar y poner un poco de orden.
Me duché, comí algo rápido en la cocina y me fui a dormir. No pude hacerlo por mucho tiempo, porque una hora más tarde me despertaron los ladridos de Sultán. Técnicamente no eran todavía los ladridos de Sultán porque lo llamé por primera vez con ese nombre un par de días después. Sin embargo, esa tarde, la tarde del entierro de mi tío, desperté y lo vi sentado junto a mi cama. Era un cachorro de perro negro de tamaño grande, con el pecho ancho, la parte posterior un poco más pequeña y una cabeza enorme, casi graciosa. Un perro cualunque. Sin embargo, parecía limpio y bien cuidado y además llevaba collar.
Tardé un rato en entender el porqué de sus ladridos, aunque muchísimo menos de lo que me llevaría comprender su presencia en mi vida. Lo que estaba claro, desde un principio, era que no era agresivo. Por eso me animé a bajar de la cama y caminar hacia la puerta del departamento. Desde ahí silbé para que viniera. Seguro era el perro de algún vecino que se había metido vaya uno a saber en qué momento en que yo había dejado la puerta abierta. Volví a silbar desde el pasillo. El perro vino, obediente. En ese momento se abrió el ascensor y bajó la ingeniera agrónoma del departamento B que, como siempre, me miró con cara de culo. La mina nunca me había tragado pero  igual me pareció que tenía que justificarme por andar por los pasillos con un perro ajeno.
–Se metió en mi casa. No me imagino cómo pudo entrar. Me parece que es de algún vecino –dije señalando a Sultán.
La mina me miró, miró hacia donde estaba Sultán y volvió mirarme, entonces, en vez de hacer mención de tal o cual artículo del código de convivencia del consorcio, como siempre, solo cerró los ojos, sacudió la cabeza un par de veces y se metió en su departamento de una manera que pareció más una huida que una entrada.
Sin preocuparme por mi vecina, caminé hasta la escalera dejando que Sultán me siguiera y lo dejé ahí. Pensé que él sabría cómo volver hasta su departamento o, si no, al menos podría ladrar para que su dueño fuera a buscarlo.
Volví a mi dormitorio y me metí otra vez en la cama. Apenas volví a dormirme me despertó un nuevo ladrido que me sonó a reproche.
Salté de la cama. ¿Cómo pudo volver a entrar? Saqué al perro otra vez al pasillo –por suerte esta vez no me topé con nadie– y recorrí el departamento buscando un agujero en alguna parte que le hubiera permitido volver a entrar. Nada. Estaba por volver a mi dormitorio cuando se me ocurrió revisar el balcón.  La división entre mi departamento y el de la ingeniera agrónoma es apenas un panel de acrílico. Salí y comprobé que el panel no tenía ninguna fisura. Bueno, pensé, el fin de semana reviso de vuelta, y me metí otra vez en la cama.
Media hora más tarde, el nuevo ladrido sí que me alarmó. Ahora Sultán me miraba desde arriba de la cama y, de algún modo, supe o intuí que estaba hambriento.
Miré la hora. Ya eran las ocho de la noche. No podía seguir así. Lo único que quería era dormir así que fui hasta la cocina, saqué del freezer un pedazo de carne, lo descongelé y lo hice a la plancha, lo corté en pedazos y lo puse en un plato sobre el piso. Busqué un táper, lo llené con agua y lo puse al lado de la carne. Ni me quedé a ver si comía o no.
Me desperté al día siguiente, como era de esperar, tarde. Sultán dormía en un rincón de la pieza, no sé cómo, pero se había agenciado un pulóver viejo mío y se había acostado encima. No me preocupé por sacarlo otra vez al pasillo, me bastó con que no me siguiera. Antes de salir corriendo al trabajo volví a llenar el táper con agua.
Ese día en el trabajo, por suerte, no me jodieron mucho. Se había corrido la noticia de la muerte de mi tío y, por más que le dije a todo el mundo que no tenía mucha relación el hermano de mi vieja, muchos insistieron en darme el pésame y hasta mi jefe me dejó salir antes. Al final me rendí ante la amabilidad de mis compañeros, pasé por lo de Laura para ver como andaba y a la noche me fui a mi casa.
Al llegar al departamento me encontré con un desorden peor que el del día anterior. Sobre todo, porque ahora Sultán había utilizado mi balcón como baño. Después de limpiar lo busqué para retarlo, pero cuando lo encontré en un rincón de la pieza masticando distraído mi viejo pulóver, me miró con una carita que no pude ni siquiera levantarle la voz. Al final de cuentas, Sultán no es más que un cachorro. Supongo que hoy tendrá más de doscientos años, si mi tío no me mintió, pero no deja de ser un cachorro.
Decidí que lo mejor sería sacarlo a la calle antes de que volviera a ensuciar. No tenía correa, pero no parecía que tuviera intenciones de alejarse de mí, cosa que, si llegaba a suceder, en el fondo hubiera sido una bendición para mí.
Ni bien llegamos a la plaza Alberdi, Sultán hizo sus necesidades junto a un árbol. No tenía experiencia con mascotas de ningún tipo así que olvidé llevar una bolsa. El vigilante que cuida la plaza se me acercó, enojado.
–Buenas noches –dijo el hombre con tono seco.
Saludé yo también. Pensé decirle que el perro no era mío hasta que Sultán vino a sentarse justito a mi lado y empezó a rascarse contra mi pierna. Puta madre.
–¿No tiene una bolsa, por casualidad? –preguntó el tipo.
–No, me olvidé… –dije mientras pensaba rápido qué excusa podía poner. Por ahí si me dejaba volver hasta el departamento podría…
–Llevo dos horas acá y el perro de algún desgraciado, sin que me diera cuenta, me cagó el árbol. Ahora voy a necesitar una bolsa para limpiarlo yo. ¿Sabía que si no lo limpio me como una suspensión?
Me quedé viendo como el tipo pasaba caminando por al lado de Sultán como si no existiera, buscaba en la basura un diario viejo, improvisaba una especie de pala, envolvía los soretes y los tiraba en un tacho. Sentado junto a mí, podría jurarlo, Sultán me miraba divertido. Todo era más que evidente, pero sin embargo tardé un tiempo en entender lo que pasaba.
De eso pasaron más de cuarenta años. No hace falta que diga la cantidad de veces que intenté deshacerme de Sultán sin éxito. Tampoco creo que sea necesario aclarar que desde que tío Adrián murió y, hasta el día de ayer, yo era el único que podía verlo. Su compañía es como la de cualquier perro, pero el hecho de ser invisible complica bastante las cosas. Por ejemplo, se hace muy difícil la vida en pareja y mucho más intentar formar una familia. No es que no haya tratado, pero siempre terminó mal. Por eso nunca me casé. No se lo reprocho. Tampoco se lo agradezco, pero a esta altura ya dejé de enojarme con él. Al fin y al cabo, es solo un perro. No es que me haya encariñado con Sultán, es que ya me resigné a su compañía.
Ayer, cuando me vino a visitar mi hermana con el menor de sus hijos, lo noté extraño, como ansioso. Iba de acá para allá como loco y eso que lo acababa de llevar a la plaza un rato antes. Encima yo tenía que aguantar a Laura, que, como siempre, se preocupaba por mí y no paraba de retarme. Que por qué no dejás el cigarrillo, que ya tenés más de sesenta, que mirá toda la grasa que comés y cosas por el estilo.
–¿Al final te hiciste los exámenes? Te firmé las órdenes hace un mes –dijo.
–Sí. Mañana me dan los resultados –dije.
En ese momento me di cuenta. El menor de mis sobrinos, Joaquín, que había acompañado a mi hermana, fumaba distraído en el balcón cuando Sultán ladró, con un ladrido corto y seco, como aquella tarde después del entierro de mi tío. Joaquín giró sobresaltado, miró hacia donde estaba Sultán y un segundo después nuestras miradas se cruzaron. Nunca había puesto demasiada atención en él. No es un chico especialmente brillante. Lleva años intentando sin éxito recibirse de ingeniero y ya está cerca de cumplir los treinta. Me hizo acordar a mí cuando tenía su edad. Al final, con la promesa de que la llamaría hoy para darle el resultado de los análisis, Laura se fue, dejándome solo con Sultán.
Ya llevo una hora en el laboratorio esperando que me den los resultados. Me dijo la secretaria que no me los puede dar ella porque el médico quiere entregármelos él personalmente. Tengo que esperarlo porque ahora está atendiendo una urgencia. No sé para qué me quedo si ya sé lo que me va a decir. En el bolsillo tengo el número de teléfono de Joaquín. Se lo pedí antes de que se fuera de casa, ayer. Supongo que tendría que llamarlo hoy mismo. Para qué esperar más. Como mi tío, voy a dejar que él le ponga el nombre que más le guste. Es lo menos que puedo hacer.

La morguera negra

 



Me mudé frente al Centro de Salud Zenón Santillán apenas dos meses antes de que se desatara la pandemia. El empleado de la inmobiliaria, que resultó ser un tipo bastante raro, me contó que desde el balcón del departamento se podía ver el estacionamiento de la morgue del hospital.

– Normalmente –relató con voz engolada como si explicara las bondades del salón de usos múltiples de la terraza– por ese garaje entran las morgueras y se estacionan en el patio descubierto, bajan los empleados, siempre dos, sacan el carrito de la camioneta, lo arman, le montan encima el cajón, se meten adentro de la morgue y al rato salen con el ataúd –ahora cargado–, lo suben a la morguera, pliegan el carrito, lo suben también y esperan hasta que el guardia les abra el portón para irse. Todo un espectáculo. A veces afuera esperan algunos familiares, los más íntimos, y hasta algunas veces los dejan entrar para que se despidan.

A la semana siguiente ya me había instalado en el departamento. Yo nunca fui especialmente morboso, pero lo primero que hice cuando me instalé fue pararme en el balcón a ver si lo que me había contado el tipo era verdad. Y era nomás. Cada una o dos semanas, cuando salía a fumar al balcón, me encontraba con una ceremonia idéntica a la que el tipo tan bien me había descrito.

Esto cambió bastante cuando se desató la pandemia. Lo principal, ya no dejaban a los familiares esperar en la vereda, frente al portón, y mucho menos ingresar al estacionamiento junto con la morguera. Tampoco había contacto en el estacionamiento entre el personal de la morguera y el del hospital. Ahora, el guardia del portón desaparecía dentro de la garita después de dejar pasar la morguera y no volvía a aparecer hasta que estaba lista para salir. Los de la morguera, por su parte, esperaban a que el tipo se metiera en la garita para bajar, ahora vestidos con unos mamelucos blancos, guantes, barbijos, gorros y máscaras, de modo que siquiera un centímetro cuadrado de piel quedara expuesto al virus. Lo del carrito, el cajón y la entrada al galpón no cambió, solo que ahora los tipos llevaban también un aparato raro que, me enteré después, era un soldador con el que soldaban la tapa metálica del cajón antes de salir. Cuando salían, desinfectaban el cajón y el carrito con unos rociadores especiales. Después de meter ambos dentro de la morguera, se sacaban con excesivo cuidado el mameluco blanco, los guantes, el barbijo y el resto de la protección, ponían todo dentro de un tacho de plástico, y volvían a entrar a la cabina de la morguera. Recién en ese momento volvía a salir el guardia de la garita, abría el portón y los dejaba salir.

Con el tiempo esta ceremonia se me iba a volver rutina, pero la primera vez que la vi, pude grabarla y subirla a Internet, se hizo tendencia en Instagram. Nunca antes había tenido tantas visitas. Bah, nunca antes había tenido más visitas que las de mis conocidos, pero cuando subí el video de la que resultó ser la primera víctima del Covid-19 en la provincia, llegué a tener casi diez mil likes. Hasta me contactaron de dos empresas distintas para ofrecerme monetizar mi cuenta si conseguía llegar a los cinco mil seguidores permanentes. Ellos se encargaban de todo, poner su publicidad y pagarme por cada visita a su página. Yo solo necesitaba juntar los cinco mil seguidores, fácil. O al menos eso creí. No pude llegar ni a los mil, pero no perdí las esperanzas. Por eso me pasaba horas en mi balcón esperando la salida de algún blooper que me hiciera famoso. Supongo que por eso aquella noche de julio que no podía dormir terminé también en el balcón. Me había despertado a las tres menos cuarto y había dado vueltas por el departamento sin rumbo hasta que al final fui al balcón pensando que quizás el aire frío de la noche me pudiera devolver el sueño perdido. Estaba algo nublado, pero por momentos la luna nueva conseguía filtrarse y alumbraba por un instante casi como si fuera de día. Miré hacía la vereda de enfrente y vi el furgón negro. Acababa de estacionarse frente al galpón de la morgue. No era como las morgueras que veía de día. Era casi medio metro más alta que el resto, aunque lo que más me llamó la atención era que fuera negra y que tuviera los vidrios de la cabina, incluido el parabrisas, polarizados. Todas las morgueras que había visto hasta ahora eran blancas.

Me apoyé en la baranda del balcón y me quedé mirando. Intentaba descifrar si había alguien dentro cuando las dos puertas de la cabina se abrieron y salieron, a izquierda y derecha, el conductor y su acompañante. Había algo raro en ellos. No estaban vestidos como el resto de los empleados de las cocherías. Llevaban unos mamelucos negros y no usaban guantes, ni máscaras, ni barbijos. Los dos tenían una barba tupida que les ocultaba buena parte de sus caras y se movían con torpeza, como si no estuvieran acostumbrados a andar vestidos de esa forma. O, quizás, como si no estuvieran muy acostumbrados a estar vestidos, de cualquier forma. El portón del estacionamiento seguía abierto. El conductor se acercó a la vereda y lo cerró. Al ponerse junto al portón me di cuenta de que el tipo era enorme. No podía medir menos de dos metros. Al verlo iluminado por las luces de la calle me dio la impresión de que su cara parecía deformada, como si tuviera gigantismo, o alguna enfermedad parecida. Mientras buscaba el celular para grabar la escena, perdí de vista a los hombres. Cuando volví no estaba ninguno a la vista. Me pareció que el conductor había vuelto a meterse dentro del furgón, frente al volante. El otro no aparecía por ningún lado. Salió unos minutos más tarde por la puerta de la morgue, llevando dos enormes bolsas negras, una en cada hombro. ¿Qué podían ser esos bultos? ¿residuos patológicos? Difícil, pensé, la camioneta debía estar identificada si llevaba residuos de ese tipo. Mas bien parecían cuerpos, pero eso era imposible porque nadie tiene tanta fuerza como para llevar dos cadáveres, uno en cada hombro, sin apenas mostrar esfuerzo. Después de meter los bultos en la parte trasera de la camioneta, volvió al galpón y salió unos minutos más tarde, ahora con un solo bulto sobre el hombro derecho. Mientras lo cargaba, el conductor abrió el portón y volvió a sentarse junto al volante. Cuando el acompañante cerró la puerta trasera y fue hasta la cabina, me di cuenta de que era todavía más alto y ancho que el conductor. Un rayo de luz ocasional me dejó ver su cara de perfil. Me hizo acordar al hombre de Cromañón. Piel oscura, pómulos marcados y frente prominente. Fue solo un par de segundos, por lo que pensé que quizás las sombras de la noche, sumadas a la falta de sueño, se habían confabulado para crear esa ilusión. Apenas unos segundos después de que la camioneta negra se fuera, dejando el portón abierto, salió el guardia de la garita casi corriendo, cerró el portón y se volvió a encerrar. Hubiera jurado que parecía asustado. Volví a mi dormitorio y me dormí.

A la mañana siguiente crucé hasta el hospital y le pregunté por la camioneta negra y sus enormes ocupantes al guardia de la mañana. El guardia me dijo que no tenía idea de lo que le estaba hablando.

–Sacaron tres bolsas grandes, negras, tal vez ropa o sábanas, no sé. No parecían bultos muy pesados.

–No sé de qué me habla. A la noche no se autoriza ni carga ni descarga, y menos por acá. Además, perdóneme, pero va a tener que circular, tengo órdenes de no permitir que la gente se quede en la vereda –dijo el tipo y dio por terminada la charla.

No me llamó la atención porque sabía que el hospital había implementado un protocolo estricto por la pandemia. Desde ese momento, sin embargo, cada vez que lo veía, el guardia se metía en su garita o se alejaba de la reja de entrada, como si me quisiera evitar.

Una semana después de la noche que vi por primera vez la camioneta, me puse el despertador y me levanté a las tres de la mañana. Era apenas una corazonada. Tomé mi teléfono celular y fui hasta el balcón. Esperaba encontrarme con el portón cerrado y el estacionamiento de la morgue vacío y a oscuras. No fue así. Ahí estaba la camioneta negra y el enorme conductor cerrando el portón de entrada como la otra noche. Empecé a filmar unos segundos antes de que saliera su todavía más enorme compañero del galpón, esta vez con un solo bulto sobre su hombro derecho. Casi sin esfuerzo lo dejó en la parte trasera de la camioneta. Cuando lo hizo, algo se escurrió de la bolsa y colgó unos instantes, flácido, pálido, casi transparente, desentonando con lo negro de la bolsa. Era un brazo humano (no me quedaría ninguna duda, más tarde, cuando proyectara el video en mi televisor) que el acompañante volvió a meter dentro de la bolsa sin inmutarse. Después de hacerlo fue hasta la cabina y gruñó algo al conductor. En el silencio de la madrugada, cualquier conversación en la vereda se escucha perfectamente desde mi balcón. Por eso estaba seguro de que lo que había escuchado no eran palabras, sino gruñidos, tan ininteligibles como los que el conductor emitió a modo de respuesta. Después de este intercambio, inentendible para mí, el conductor salió de la camioneta y volvió a gruñir. No tenía idea de lo que decían, pero no tenía dudas de que estaban enojados, casi furiosos. Me imaginé al guardia encerrado en la garita. Si fuera él, pensé, no saldría de ahí y, si pudiera, me encerraría bajo llave. Los dos, el conductor y el acompañante, se metieron en el galpón y salieron unos minutos más tarde, todavía enojados y con las manos vacías. Cerraron la puerta trasera de la morguera de un golpe, y mientras el conductor se ponía detrás del volante, el otro abrió el portón, luego subió a la camioneta y se fueron dejándolo abierto. No pasaron más que un par de segundos hasta que vi salir al guardia, cerrar el portón y volver a la garita. Si la vez anterior me pareció asustado, ahora el tipo parecía realmente horrorizado.

Conecté el celular a mi televisor y revisé el video que había grabado. No había muy buena luz, pero quizás se pudiera hacer algo. Estuve a punto de mandarle el video a alguno de mis conocidos para que me ayudara a mejorarlo. No, pensé. El video podía valer una fortuna. Con él podía conseguir quien sabe, diez mil, veinte mil, cien mil seguidores en Instagram. Este video podía ser mi pasaporte a la fama. Pasé casi toda la noche editándolo. El resultado era muchísimo mejor que el original, pero aun así sentía que seguía faltandole algo. Está bien, me dije, los tipos son enormes, pero no se alcanzan a ver bien sus caras. Están sacando un cuerpo porque el brazo se ve con claridad y la cara de horror del guardia cuando se van tampoco deja ninguna duda. Ahora, ¿qué hacen sacando cuerpos de la morgue? ¿Adónde los llevan? Eso, pensé. Eso era lo que me faltaba. Tenía que seguirlos a dónde fueran y filmarlos. Entonces, usando las dos tomas desde el balcón, más la filmación a nivel de la calle, podía armar el video que estaba buscando para volverme un verdadero instagramer. Me fui a dormir a las siete de la mañana, soñando con todo lo que podría comprarme el dinero que iba a ganar.

Una semana más tarde, me levanté a las dos y media de la madrugada y dejé mi celular en el balcón, con la cámara encendida, apuntando hacia el galpón de la morgue. Después fui a buscar mi auto y me estacioné a unos treinta metros del portón de la morgue del hospital. Esta vez me había conseguido una filmadora semi profesional y la tenía colocada en un parante, disimulada junto al parabrisas.

La camioneta negra llegó a las tres en punto. Quince minutos más tarde volvió a salir. Esperé unos segundos y la seguí. Cuando la morguera llegaba a la esquina pasé junto al guardia que cerraba la puerta apurado para volver a su garita. Nuestras miradas se cruzaron un instante y pude ver el horror reflejado en sus ojos. Cuando llegué a la esquina vi cómo se alejaba la morguera negra a toda velocidad hacia la avenida. Aceleré a pesar de la señal de alto. No podía perderla. Cuando llegó a la avenida la detuvo el semáforo. Bajé la velocidad y estacioné a mitad de cuadra. Esperé hasta que el semáforo cambió a verde y arranqué casi al mismo tiempo que la morguera. La seguí durante diez minutos. Tomó hacia el este, cruzó el puente sobre el río Salí sin parar frente al puesto de control. Si me llegaban a detener, seguro la perdía. No tenía permiso para estar en la calle a esa hora. Por suerte, no había ningún policía en el puesto de control. Seguimos por la avenida San Martín, camino al cementerio del este. No creía que fueran a llevar cadáveres al cementerio, sin ataúd, y menos a esa hora. Cinco minutos más tarde, cuando pasamos frente al cementerio y seguimos de largo, confirmé mis sospechas.

Más allá del cementerio la avenida se volvía más oscura y el paisaje más y más descampado. Dejé que la morguera se alejara un poco, en ese lugar era imposible perderla de vista. Un par de minutos más tarde encendió la luz de giro y se desvió por un camino de tierra. Apagué las luces de mi auto y la seguí hasta una construcción blanca en medio de un enorme descampado. Estacioné el auto, tomé mi cámara y seguí a pie. La morguera estacionó junto a la construcción. El conductor bajó y entró en el edificio mientras el acompañante lo siguió. Me acerqué y me escondí tras unos arbustos. Desde ahí apunté mi cámara. Pablo me había dicho que era buenísima para tomar imágenes con poca luz y no mentía. Por más que estaba a unos cincuenta metros casi podía leer el número de patente de la morguera. De pronto aparecieron dos tipos enormes como el conductor y el acompañante, pero vestidos con delantales blancos. No eran los mismos que habían sacado los cuerpos del hospital, estaba seguro. Estos eran tan enormes como los otros, pero parecían mucho más brutales aún. Ahora que podía verlos con claridad, estaba seguro de que eran una especie de trogloditas que estaban uno o dos escalones evolutivos por debajo del homo sapiens. Sentí miedo ¿Y si me iba? Ya tenía bastante material como para armar el video para subir a Instagram. El problema, era que, si me iba y publicaba lo que tenía hasta ahora, todo se iba a hacer público y quizás nunca se llegaría a saber qué hacían con los cuerpos. No, necesitaba filmar lo que pasaba dentro de ese edificio. En ese momento, los dos cromañones de delantal blanco abrieron la puerta trasera del furgón y bajaron los cuerpos. Esta vez la cosecha había sido mucho mejor que la de la semana pasada. En la morguera había cuatro cuerpos. Seguro por el traqueteo del viaje, los cuerpos estaban casi salidos de las bolsas negras. Los cromañones ni se preocuparon. Les arrancaron las bolsas sin esfuerzo, los cargaron y los metieron en el edificio. Apagué la cámara y me acerqué aprovechando las sombras. Entré al garaje siempre atento a la luz de la oficina en la que estaban el chofer y el acompañante de la morguera. De pronto, la luz de la oficina se apagó. Apenas pude esconderme detrás de unas cajas cuando veía pasar al chofer y al acompañante. Me quedé temblando seguro de que ellos también me habían visto a mí. Los dos fueron hasta el frente, intercambiaron algunos gruñidos inentendibles, bajaron de un tirón la pesada cortina del garaje y me dejaron encerrado. Escuché como encendían la morguera y se iban. A pesar del terror que me estaba estrujando el pecho pensé optimista que, si volvían a aparecer con una nueva carga, yo podría escabullirme fuera del edificio sin que notaran mi presencia. Un ruido conocido, en ese momento, me sobresaltó. Era el ruido de algún tipo de sierra eléctrica.

El garaje comunicaba con un pasillo, al fondo del cuál se veía una tenue luminosidad. Estaba seguro de que arriesgaba mi vida, pero ya estaba dentro y, por lo que había podido comprobar, no iba a poder levantar la cortina que me separaba de la libertad. Encendí mi cámara y caminé por el pasillo pegado a la pared de la derecha, que estaba sumida en la oscuridad. A medida que avanzaba, un olor penetrante me invadió. Era un olor extraño, nauseabundo y atrayente a la vez, que se metió en mi cuerpo como una cuchillada. El olor parecía venir de lejos, casi como un sentimiento atávico. Llegué al fondo del pasillo y me asomé con cuidado a un espacio algo más grande que el del garaje. Supe entonces que ese edificio era un frigorífico. Congelado por una sensación de horror que no me permitía mover un solo músculo, filmé la alucinante escrupulosidad con la cual los dos cromañones destazaban los cadáveres de dos hombres y dos mujeres aparentemente jóvenes, separaban las vísceras y guardaban la carne en bolsas herméticas rotuladas con tremenda prolijidad. Viendo el envoltorio, nadie podría sospechar siquiera que esa carne era humana. Aguantando el vómito, me dije que ahora sí tenía material suficiente para mi video, solo necesitaba encontrar la forma de salir de ahí entero. En ese momento oí la cortina del estacionamiento. Me di vuelta y vi una débil claridad que llegaba desde el garaje y oí el ruido del motor de la morguera. Hasta pude oír los gruñidos del chofer y el acompañante que había visto, o, quizás, de otro chofer y otro acompañante distintos, pero de alguna manera, iguales a los que había visto y seguido hasta ese horrible lugar. No podía ir al garaje y menos meterme en la sala de corte en la que los dos carniceros estaban descuartizando los cuatro cadáveres, cosa que, también harían conmigo si me descubrían. Apoyé la espalda en la pared y noté que había una especie de puerta. Estaba abierta, la empujé y noté un aire fresco que venía de detrás. Estaba oscuro pero el aire frío era inconfundible. ¿Había encontrado una salida al exterior? No tenía otra opción, empujé la puerta y me metí dentro de la habitación oscura. Una vez del otro lado la cerré, asegurándome de que el cerrojo había quedado trabado. Oí los pasos de los carniceros camino al garaje y respiré aliviado. No habían notado mi presencia. El lugar donde me había escondido estaba demasiado frío, más todavía que el exterior, cosa que me sorprendió. Tanteé a mi alrededor y noté estantes. Algo que parecía estar colgado me tocó la cara. Había demasiada humedad. Supe dónde estaba antes de encontrar el interruptor de la luz. Me había metido un refrigerador. Lloré en silencio. Estaba rodeado de trozos de carne humana amorosamente empacada en bolsas con leyendas que no podía descifrar, pero ya ni ganas de vomitar tenía. El horror de saber que mi cuerpo también iba a terminar trozado en esos estantes era mucho más fuerte que el asco. El frío ya me estaba empezando a afectar. Pensé que podía ir hasta la puerta y gritar hasta que me abrieran o bien esconderme en un rincón y dejarme llevar por el sopor que ya empezaba a invadirme. Elegí morir congelado antes que descuartizado. Me iban a descuartizar igual, pero por lo menos lo harían después de que hubiera muerto. Lo último que sentí fue el frío de mis lágrimas al congelarse en mi cara.

Desperté. Noté la luminosidad a mi alrededor aún con los ojos cerrado. No me animé a abrirlos hasta un buen rato más tarde, después de asegurarme de no oír ningún ruido extraño a mi alrededor, ni notar sombras que se movieran delante de mí. Ya no sentía el olor penetrante que me había atacado horas antes, pero sabía que ese olor se había quedado dentro de mí, y que, de algún modo, crecía sin control. Tenía una migraña horrible y me sentía hinchado como un globo. Sentía la ropa apretada, como si se hubiera encogido dos o tres talles durante la noche. Estaba dentro del refrigerador que ahora parecía estar apagado y vacío. La puerta estaba abierta. Salí al pasillo. La sala de corte estaba impoluta, como si jamás se hubieran trozado cuerpos humanos ahí dentro ni derramado jamás una gota de sangre. No tenía mi cámara. Volví al refrigerador. Tampoco estaba ahí. Salí al pasillo y fui hasta el garaje. Estaba abierto. Salí al exterior. ¿Por qué me habían dejado vivo? ¿Cómo podía haber sido? Solo me sacaron la cámara y me dejaron ir ¿Por qué no matarme y empacarme como al resto de los cuerpos? Sin la cámara no tenía evidencia de lo que había pasado. Podía haber sido un sueño, una pesadilla. Tenía los pies hinchados. A medio camino de mi auto, me descalcé. Por mucho tiempo no voy a poder volver a calzarme estas zapatillas, pensé. Mis pantalones también se habían encogido anormalmente y dejaban a la vista mis tobillos, como los pantalones de un adolescente que acaba de pegar un estirón y sus padres todavía no alcanzan a comprarle ropa nueva. La imagen me pareció ridícula. Me hubiera reído si no acabara de despertar de la noche más horrenda de mi vida. Cuando llegué al auto vi que la puerta estaba abierta, la habían forzado sin ningún cuidado, dejando la manija colgando de un cable. La arranqué sin esfuerzo y la lancé lo más lejos que pude. Vi como volaba por el aire y desaparecía detrás del edificio que acababa de abandonar. No me imaginé tener tanta fuerza. Habían revuelto todo dentro de mi auto, pero no se llevaron nada. Me metí como pude dentro, encendí el motor y volví a mi departamento. Cuando llegué me crucé con el portero. Me pareció mucho más bajo de lo que recordaba que era. El tipo me saludó sorprendido. Bueno, pensé, estoy descalzo y con la ropa explotada como si fuera el increíble Hulk, no es para menos. Subí hasta mi departamento. Habían forzado la puerta con la misma falta de delicadeza que lo hicieron con la del auto. Mi celular ya no estaba en el balcón. El resto del departamento parecía estar en orden. Me metí en la ducha y abrí el agua. Olvidé prender el calefón, pero casi ni sentí el frío por más que estábamos en pleno invierno. Mientras me secaba me miré al espejo. Tenía la frente y los pómulos hinchados, y el color de mi piel se había oscurecido. Esto no era solo en mi cara sino también en el resto de mi cuerpo. Sonó el teléfono. Corrí a atender. Del otro lado oí un gruñido.

–¿Quién habla?

Otro gruñido.

–¿Qué quieren de mí?

Otro gruñido.

Escuché en silencio un buen rato. Ahora sí entendía con toda claridad lo que me estaban diciendo del otro lado de la línea telefónica.